5. Danzando con la muerte
—¡Me voy a caer! —chillé a viva voz.
No me importó que alguien me escuchara, el miedo que me dominaba era superior a cualquier otro sentimiento, y no es como si hubiera gente cerca. Dimitri y yo nos hallábamos a tal altura que el auditorio de cristal se veía diminuto, mientras que los muros de contención ya no parecían tan grandes como se veían desde la superficie.
La brisa nocturna me revolvía el cabello. Menos mal que ya no usaba el vestido blanco, o el viento lo levantaría y Dimitri me vería en ropa interior.
—Tranquila, te tengo. —Él tomaba mi mano con firmeza. Su confianza me ayudaba a disminuir el temor que sentía, pero no lo suficiente.
Ambos nos movíamos con extremo cuidado hacia una escalera de manos que se hallaba a unos metros de distancia de la ventana que atravesamos para llegar a la plataforma. Yo me concentraba en cada uno de los movimientos de mis pies. Un paso en falso y no habría necesidad de esperar un año hasta mi muerte.
Dimitri se desplazaba con una seguridad envidiable. Verlo tan tranquilo me demostró que él había ejecutado esa hazaña en múltiples ocasiones. Seguro estaba acostumbrado a subir a donde quería llevarme.
Luego de lo que se sintió como una década, Dimitri y yo alcanzamos la escalera que conducía a la azotea del edificio principal. Él me ordenó que subiera primero, pero me acobardé al mirar arriba y dimensionar lo larga que era la jodida escalera.
Dimitri debía estar loco si pensaba que yo escalaría tantos peldaños como si nada. El sentido común me exigió a gritos que regresara a la ventana y que dejara de arriesgar lo poco que me quedaba de vida.
—Ni pienses que subiré —le dije a Dimitri sin importar que me considerara una cobarde—. Tenemos que volver abajo.
—Solo son unos cuantos metros de ascenso —informó él con los ojos en blanco.
—¿Te parece poco? —Para alguien como yo, que pasó la vida entera usando elevadores, diez de ascenso a manos y pies sería como escalar la montaña más alta del planeta.
—No pensé que fueras tan miedosa. —Dimitri esbozó una sonrisa desafiante.
—No es que sea miedosa, pero esto es sumamente peligroso. Tenemos que volver.
A decir verdad, sí me moría de miedo, pero tenía razón en que hacíamos algo que involucraba muchos riesgos. No solo accedimos a un piso al que no teníamos permitido subir, sino que faltaba muy poco para que las puertas de las habitaciones fueran cerradas.
—Tenemos que volver —insistí—. Dentro de nada cerrarán las puertas.
—De eso no te preocupes —dijo Dimitri—. Sé de un modo de entrar y salir de cada habitación sin que nadie se dé cuenta.
—¿Qué modo? —Fue imposible ocultar mi intriga.
—Si subes la escalera, te lo enseñaré.
Él realmente disfrutaba ponerme a prueba. Yo quería regresar, pero también tenía ganas de comprobar cómo se veía el mundo desde la azotea del edificio principal, así como quería descubrir aquel modo de Dimitri para entrar y salir de cualquier lugar cuando le diera la gana. Podría ser de mucha utilidad.
A pesar de que todo me empujaba a subir, aún tenía ciertas dudas.
—¿Qué hay de nuestros vitaes? —inquirí, nerviosa—. ¿No se supone que indican nuestra posición y que alertan a los cuervos sobre cualquier movimiento sospechoso?
—Los alertan únicamente cuando el usuario abandona el perímetro de alcance del sistema. Nos quedan al menos treinta metros hacia arriba para estar en aprietos. —Volvió a sonreír—. ¿Y bien? ¿Te atreves o eres demasiado cobarde como para seguir arriesgándote?
Decidí aceptar el desafío solo porque ansiaba obtener más información valiosa de su parte. Él era como un libro prohibido que yo quería leer hasta aprendérmelo de memoria.
A regañadientes, puse mis manos en una de las barras metálicas de las alturas. Estaba muy fría, congeló mis palmas en segundos. Antes de iniciar el ascenso, inhalé y exhalé para relajarme y, cuando por fin logré algo de serenidad, empecé a subir la escalera.
—¡No te atrevas a mirar hacia arriba! —exigí desde las alturas. No quería que Dimitri me viera el trasero.
—Y tú no mires hacia abajo —advirtió—. Créeme, la primera vez que lo hice, me acobardé por media hora.
Mis manos y mis pies vacilaban con cada barra que agarraba y que pisaba. No podía creer que hiciera algo tan peligroso, debía tratarse de un sueño o de una pesadilla. Hace apenas unas horas creía que mi noche sería triste y solitaria, pero se convirtió en una aventura que recordaría hasta el día de mi dormición.
Pese a que la adrenalina que corría por mis venas era demasiado estimulante, el terror aún era superior. Me concentré en mirar las estrellas para distraerme del miedo y no desistir.
—¿Todo bien por allá? —preguntó Dimitri bajo mis pies.
—¡Que no mires arriba! —insistí, a punto de entrar en pánico. Sudaba mucho más que antes, mi corazón latía a una velocidad sobrehumana.
—No estoy mirando.
Sé que mentía.
Tras un ascenso que juraría eterno, ambos llegamos a la azotea del edificio principal.
Me costaba creer que logré subir a pesar del vértigo y del temblor de mi cuerpo. Fue un riesgo que pudo terminar de la peor forma, pero me sentía orgullosa de mí misma. Vencí mis miedos y logré hacer algo de lo que no me creía capaz.
La azotea era tan amplia que parecía no tener fin. Al fondo había antenas satelitales con luces rojas y parpadeantes, y en un extremo se encontraba una red de enormes paneles solares que proveían la electricidad del edificio principal. En el centro había una enorme H pintada en el suelo. Cerca de donde nos encontrábamos, se hallaba una caseta con una puerta que debía conducir al último piso, el que, según Dimitri, estaba lleno de cámaras. Hicimos bien en subir por la bendita escalera.
Respiré hasta que mis pulmones no dieron más. Sentí que volvía a la vida. Nunca experimenté el vértigo ni la adrenalina en niveles tan elevados como los de esa noche, tampoco arriesgué mi integridad de esa forma. En menos de veinticuatro horas, había experimentado un montón de primeras veces.
Realmente esperaba que valiera la pena seguir a Dimitri. Si los cuervos nos descubrían, pasaríamos al menos tres meses de cautiverio en los reclusorios del establecimiento. Sin embargo, así nos descubrieran en ese preciso momento, no me molestaría pasar un tiempo encerrada después de contemplar el cielo estrellado en todo su esplendor. Cada vez que lo miraba desde mi habitación o desde cualquier otro lado, los muros de contención cubrían la mitad o gran parte de la vista. En la azotea, en cambio, el cielo se veía tan grande como se suponía que era.
Mis ojos se llenaron de lágrimas cuyo motivo era incierto. Tal vez me emocioné porque me sentía libre. No estaba del otro lado de los muros que delimitaban el único lugar que conocía, pero al menos me encontraba a muchísimos metros de distancia de ellos. Eso bastaba para que mi sensación de encierro disminuyera y para que, por una noche, imaginara que era una chica normal de alguna metrópolis y no una donante de huesos.
—¿Ves que no fue tan terrible como esperabas? —Dimitri rompió el silencio de la azotea. Ya no sonreía con sorna, sino con lo que adiviné como orgullo—. La verdad es que debo felicitarte. Cuando subí por primera vez, por poco mojé mis pantalones. Eres muy valiente, Alondra.
Mi corazón se puso a latir como una máquina descontrolada. Tenía mil preguntas que hacerle, pero no podía emitir ninguna. Me ardían las mejillas y la boca del estómago. Él era un extraño, pero uno que admiraba mi coraje. Eso me hizo sentir fuerte, especial.
—Ven, quiero mostrarte algo. —Dimitri se dirigió hacia el fondo.
Caminé tras él. Seguía sorprendida por la inmensidad de la azotea. Si bien el edificio principal de Preston era gigantesco, no esperaba que su tejado fuera colosal. Me moría de ganas de contemplar el amanecer desde ahí.
De pronto, me di cuenta de que había un halo de luz en el horizonte detrás de las antenas. Al instante adiviné de dónde provenía. Mi corazón volvió a acelerarse ante la expectativa de lo que estaba a punto de presenciar.
Cuando llegamos al borde opuesto de la azotea y pasamos por entremedio de las antenas, contemplé lo que nunca creí que vería antes de morir.
—¿Es... es una metrópolis? —pregunté. La conmoción no me permitía hablar con claridad. Quería llorar, necesitaba hacerlo.
—Lo es —confirmó Dimitri.
Me fue imposible retener las lágrimas que cubrieron mis mejillas. No podía creer lo que veía, tenía que tratarse de una alucinación. Me froté los ojos para limpiar el llanto y también para comprobar si en realidad estaba despierta.
La metrópolis que se veía a la distancia era más hermosa que las que conocía por los archivos de la biblioteca o por los videos de las ceremonias de despedida, e incluso más fantástica de lo que imaginaba al soñar por las noches.
La vasta ciudad tenía un millar de luces brillantes de todos los colores posibles, edificaciones que parecían irreales y que triplicaban el tamaño del edificio principal y un muro de contención que se extendía hasta donde no alcanzaba la vista. Este era de una altura superior a los de Preston. Ya sabía que las metrópolis contaban con ellos, pero no pensé que fueran mucho más altos de lo que esperaba.
A pesar de que la urbe estaba rodeada por lo mismo que me retenía dentro del único sitio que conocía, eso no evitó que me pareciera majestuosa. La metrópolis era un sueño hecho realidad, algo que nunca me cansaría de ver.
—Es maravillosa —susurré entre lágrimas.
Desvié la mirada hacia Dimitri y vi que admiraba el horizonte sin asombro. Ya sabía que no era la primera vez que veía una metrópolis, pero detecté algo diferente en su rostro, quizás un atisbo de tristeza o de nostalgia.
—¿Por qué decidiste traerme aquí? —le pregunté una vez que me recuperé del impacto.
—Asumí que, como la mayoría de los ayudantes, nunca habías visto una metrópolis salvo por una pantalla o por fotografías —respondió—. Además, no quería que nos descubrieran hablando de temas tan peligrosos en la superficie. Aquí estamos a salvo.
Recordé el motivo por el que me acerqué a él y todas mis dudas y preguntas resurgieron, pero preferí mantenerlas en mi cabeza por unos minutos más y disfrutar en silencio del paisaje. Dimitri tampoco decía nada, los únicos sonidos de los alrededores eran el soplido del viento, el zumbido de las antenas y nuestras respiraciones.
—Gracias por traerme —dije después de un rato—. Esta se ha convertido en una de las mejores noches de mi vida.
En realidad, no era una de tantas, sino que era la mejor. Me aterró pensar que tal vez nunca volvería a tener la oportunidad de vivir una noche tan emocionante como esa. Necesitaba mantenerme cerca de Dimitri si quería experimentar otros momentos inolvidables.
—Gracias a ti por confiar en mí. —Dimitri esbozó un intento de sonrisa mientras me miraba a los ojos.
Siendo honesta, no confiaba en él. ¿Por qué debería? Era un completo desconocido. Si opté por seguirlo hasta ahí fue solo porque quería respuestas. Sin embargo, no podía negar que Dimitri me causaba una curiosidad magnética y adictiva. Había mucho que descubrir detrás de sus ojos verdes.
Y, aunque me costara admitirlo, él era muy, muy guapo. Los enigmas que lo envolvían, junto a la belleza de su rostro, daban como resultado que él fuera una exquisita tentación.
Pero, por más atractivo que fuera, sin duda era alguien peligroso, y ya no podía esperar para descubrir el porqué.
—¿Qué escondes, Dimitri? —le pregunté.
—¿Qué escondo? —inquirió en respuesta con el ceño fruncido.
—Sabes a qué me refiero. —Sostuve su mirada sin pestañear ni vacilar—. Estoy segura de que ocultas muchísimas cosas.
Guardamos silencio por varios segundos. Él parecía estudiarme con la mirada, me observaba como si intentara entrar en mi cerebro y leer mis pensamientos.
—Si hay alguien que oculta cosas, son los máximos, los cuervos y los encargados —masculló al cabo de un rato—. Las autoridades de Preston esconden un montón de secretos, Alondra, secretos tan retorcidos que te dejarían sin habla.
No dudaba que los tuvieran, pero, debido al tono oscuro con el que Dimitri pronunció esa acusación, imaginé lo peor.
—Puedes confiar en mí y contármelos —aseguré. Me temblaba la voz. Tenía miedo de lo que podría revelarme—. Prometo no decirle nada a nadie.
Dimitri no despegaba sus ojos de los míos.
—No puedo confiar en ti si tú no confías en mí.
No me había dado cuenta de que estábamos muy cerca.
—Confío en ti —mentí. No podía confiar del todo, apenas lo conocía.
—¿Segura? —Frunció el ceño. La distancia entre nosotros era cada vez más corta, su cercanía me erizó la piel.
—Segura.
No quería mentirle, pero era necesario. No podía regresar a la superficie sin respuestas.
Luego de mucho pensarlo, Dimitri estuvo dispuesto a hablar.
—¿Me prometes que no le contarás a nadie lo que te diga esta noche? —pidió, en realidad, exigió.
¿Podía prometer algo tan complicado como guardar silencio? No estaba segura. Confiaba a ojos cerrados en Elizabeth y en Mark, no me creía capaz de ocultarles lo que sea que fuera a revelar Dimitri...
Pero de ser realmente peligrosos los secretos que guardaba, sería mejor no involucrar a mis amigos.
—Lo prometo.
Dimitri mordió su labio inferior y regresó la mirada hacia el horizonte. Todo fue silencio por al menos un minuto.
—¿Y bien? —presioné, ansiosa por obtener las respuestas que tanto quería—. ¿Me contarás lo que sabes?
—¿Qué quieres saber? —preguntó, sus ojos retornaron a mi rostro.
Pensé en mil cosas diferentes, pero decidí preguntar por la primera duda que formulé al conocerlo:
—¿Por qué aseguras ser el padre del bebé de Elizabeth?
Dimitri me observaba sin hablar. De un segundo a otro, su rostro pasó de inexpresivo a triste. Sentí que quería responderme, pero algo se lo impedía.
—Hay cosas que es mejor que no sepas —dijo finalmente—. No quiero ponerte en peligro.
—Ya me pusiste en peligro al traerme aquí. Es absurdo que intentes protegerme ahora.
Su mirada calaba hasta lo más recóndito de mi ser. Me ponía nerviosa, pero me mantuve firme. No me iría sin que me confesara la verdad.
—¿No dirás nada? —demandé ante su inacabable silencio—. ¿Podrías al menos contarme cómo hiciste para entrar a maternidad y luego a la habitación de Elizabeth sin ser descubierto?
—Entré gracias al mismo vitae que nos trajo aquí. —Al menos respondió eso—. Puede abrir cualquier puerta de Preston.
—¿Incluso las puertas de salida? —Soné esperanzada. Muy esperanzada.
—Lo siento, pero no. —Dimitri me apuñaló el corazón con su respuesta.
—No te creo. ¿Cómo es posible que puedas entrar y salir de donde quieras pero no de este lugar? ¿Por qué no te has ido si tienes la oportunidad de hacerlo?
No había pensado en ello. Si yo tuviera un vitae tan poderoso como el que Dimitri guardaba en un bolsillo, hace mucho lo habría utilizado para largarme de Preston. Me di cuenta de que algo lo aferraba al establecimiento, algo demasiado importante como para sacrificar su libertad.
—¿Por qué tienes tanto interés en saber de mí? —Se oyó un poco molesto.
—¿Por qué no tenerlo? —Era ridículo que me preguntara algo como eso—. Dimitri, te infiltraste en el área de maternidad, una de las más protegidas de todo Preston. Luego entraste a la habitación de una embarazada asegurando ser el padre de su bebé, violaste al menos cinco reglas del código de conducta al hacerlo. Después, te negaste a cantar el himno nacional en la ceremonia de despedida e incluso lloraste al ver las imágenes de una metrópolis. Ahora, gracias a tu vitae cuya procedencia me es desconocida, estamos en la azotea del edificio principal, lo que además de estar prohibido, creía imposible. ¿Sentirías la misma curiosidad de estar en mi lugar?
Dimitri miró la metrópolis cercana luego de mi mención. Había añoranza en su mirada al observar la ciudad.
Por milésima vez esa noche, se quedó callado. Me estaba hartando su silencio.
—No deberías sentir tanta curiosidad por mí, Alondra Prince —musitó tras regresar su mirada a la mía—. Soy peligroso.
Abrí los ojos de par en par. No sabía qué me asustaba más, si el hecho de que supiera mi apellido asignado o que confirmara ser peligroso.
—¿Cómo es que sabes mi nombre completo? —Retrocedí un par de pasos.
—Te conozco desde hace mucho —confesó—. Al igual que tú, me gusta pasar tiempo en las áreas infantiles. Hace un año, intenté acercarme a ti, pero, apenas te dije "hola", te diste la vuelta y te alejaste.
Lo recordé apenas lo mencionó. ¿Cómo pude olvidarlo?
Tiempo atrás, un chico se acercó a mí en una de las áreas infantiles. Tenía una sonrisa tímida en el rostro y sus movimientos eran inseguros.
Como yo estaba decidida a renegar de cualquier amistad con otras personas que no fueran Elizabeth y Mark, así como quería evitar cualquier tipo de relación amorosa, decidí ignorarlo y alejarme antes de que hiciera el intento.
—Yo... lo siento. —Me disculpé—. Debes saber que tengo mis razones para alejarme de la gente. No lo entenderías.
—¿Y cuáles son esas razones? —preguntó con algo de burla—. ¿Que te dormirán? ¿Que estás tan resignada a morir que decidiste renunciar a todo lo que puede ofrecerte la vida antes de la muerte? ¿Que reniegas de la amistad y del amor para no hacer sufrir a las personas tras tu partida? No lo tomes a mal, Alondra, pero eso para mí es ser una cobarde y una egoísta.
Quedé petrificada con sus palabras. Me sentía ofendida, pero, por mucho que me costara aceptarlo, él tenía cierta razón.
Pero ¿con qué derecho hablaba sobre mi muerte tan a la ligera? ¿Cómo sabía que me alejaba de la gente porque no quería herir a nadie con mi partida? Eso era algo que solamente había conversado con mis amigos y con el doctor Robinson, mi psicólogo. Dimitri no tenía por qué hablar de algo que no le había confiado.
A pesar de que por dentro estallaba de pena y de rabia, no le dije nada. No sabía qué responder. Me sentía más humillada que nunca, lo único que quería era correr hacia mi cuarto y llorar.
No obstante, estaba harta de las lágrimas. Las derramé toda mi vida, era tiempo de dejarlas atrás.
Como no quería llorar frente a Dimitri, corrí en dirección a la escalera que nos condujo a la azotea. No sabía cómo haría para regresar a la superficie, pues no tenía un vitae como el de Dimitri para abrir el elevador de basura y las puertas de las habitaciones se cerrarían en muy pocos minutos, pero necesitaba alejarme de Dimitri cuanto antes. No debió hablarme así.
—¡Espera, Alondra! —gritó a mis espaldas y escuché sus pasos tras los míos, pero no me detuve.
Faltaban solo un par de metros para que llegara al lugar en donde se encontraba la escalera cuando él me alcanzó y se paró frente a mí para detenerme.
—Escucha, no quería herirte —jadeó—. Lo lamento mucho, fui un imbécil, no quise...
—¿Puedes quitarte? —pedí con la voz quebrada, mis ojos ardían de tanto que reprimía las ganas de llorar—. Venir aquí fue una pésima idea.
—Alondra, lo...
—¡Aléjate!
Él suspiró con tristeza y se apartó de mi camino. Pasé a su lado hecha una furia, hacía un esfuerzo sobrehumano por contener el llanto. Estaba tan decidida a regresar a la superficie cuanto antes que no medí mi velocidad y prácticamente me lancé hacia la escalera y la descendí sin cuidado ni temor. Necesitaba tanto refugiarme entre las sombras de mi dormitorio que no le di importancia al vértigo.
Grave error de mi parte.
La rabia me desquició de tal forma que, casi en la mitad de mi descenso, perdí el equilibro en mis pies y estos resbalaron fuera de los peldaños. No tuve la fuerza suficiente para sostenerme de las barras que agarraba con las manos, por lo que me solté y caí en picada hacia la plataforma.
—¡¡¡Alondra!!! —Oí el grito horrorizado de Dimitri desde la azotea.
Impacté con tal fuerza que por poco quedé inconsciente, pero la adrenalina me mantuvo despierta. Rodeé hacia el borde de la plataforma y, en un acto reflejo, me aferré como pude a este para no caer al vacío. Mi cuerpo entero colgaba en el aire, lo único que me mantenía viva eran unos centímetros de concreto de los que me soltaría pronto si no lograba subir y ponerme a salvo.
No podía respirar ni concentrarme en nada que no fuera en utilizar toda mi fuerza para mantener el agarre de mis manos sobre la plataforma. El terror me hizo temblar como una hoja al viento. Lo que tanto temía, pero esperaba a la vez, no ocurriría dentro de un año, sino que en cuestión de segundos.
Iba a caer. Iba a morir.
Una vez que dancé con la muerte y que la sentí tan cerca, me percaté que no la deseaba en absoluto. Muy por el contrario a lo que la gente creía, no estaba lista para morir y mucho menos resignada a fallecer.
Dimitri no estaba en lo cierto: yo sí quería vivir. Quería que mi existencia se prolongara hasta que mi cuerpo dejara de funcionar. Quería enamorarme, perder mi virginidad, arriesgarme, disfrutar de la vida y sentirme humana no solo como los ciudadanos del país, sino que también como las personas que habitaban el mundo antes del letalis. Quería una vida larga y próspera, aunque no haya nacido para tenerla.
Las lágrimas y la desesperación por aferrarme a la vida apenas me permitían percibir qué sucedía. Me di cuenta de que, casi por obra divina, fui agarrada de las muñecas e impulsada de regreso a la plataforma. Entorné la mirada y me encontré con los ojos verdes de Dimitri cargados de pánico. El pálido chico de mirada penetrante, el mismo que hace minutos me acusó de estar resignada a morir, me devolvía a la vida.
Al hallarme por completo sobre la plataforma, Dimitri liberó mis muñecas y yo me lancé a sus brazos. Me acogió en su pecho de una forma fraternal y me aferró con tanta fuerza que aumentó mi dolor provocado por la caída, pero me dio igual. Necesitaba ese abrazo para sentirme segura. Necesitaba que alguien valorara el hecho de que no caí al vacío, incluso si ese alguien se trataba de un chico al que apenas conocía.
No podía dejar de llorar, pero me empeñé en respirar todo el oxígeno posible para asegurarme de que estaba viva. En efecto, vivía, y no podía alegrarme más por ello. Mis lágrimas eran una mezcla de miedo, de dolor y de felicidad.
—Tranquila, estás a salvo —susurró Dimitri en mi oído. Le temblaba la voz—. La muerte no vencerá esta noche.
Si bien no lo conocía como a Mark o como a Elizabeth, no me incomodó que me abrazara como si temiera perderme. Me urgía sentir la proximidad de otra persona y que esta me recordara que yo seguía existiendo.
En ese momento, luego de vivir algunas de las experiencias más emocionantes y aterradoras de mi vida, me hice una promesa:
Por nada del mundo iba a permitir que los encargados me mataran.
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