3. El inicio de la aventura de mi vida
—¿Estás ahí? —Oí que me preguntó Mark, lo que rompió el hechizo que me causó la mirada de Dimitri.
Regresé mis ojos hacia mi mejor y único amigo y esbocé un intento de sonrisa.
—Sí, ¿qué pasa? —Sonaba avergonzada, hipnotizada.
Me fue imposible no mirar una vez más a Dimitri. Él ya no me miraba de regreso. Mark se dio cuenta de que yo observaba al chico que hace minutos se encontraba en la habitación de nuestra amiga.
—Está de patio —susurró—. No te molestes en mirarlo o en darle más importancia, me aseguraré de que no vuelva a acercarse a nosotros.
Me sobresalté.
—¿Vas a reportarlo? —La idea me horrorizaba.
—Debería, ¿no crees? No puede quedar impune. Pudo hacerle cualquier cosa a Elizabeth si nosotros no llegábamos a tiempo.
—¿Es un chico... violento?
—No que yo sepa, pero se ha metido en problemas un par de veces, y en una acabó en el área de castigo. Creí que eso le enseñaría a comportarse, pero ya vimos que no.
Lo sabía. Dimitri había estado en ese lugar, era obvio que no quería volver.
—No puedes reportarlo —le dije a Mark, en realidad, le supliqué—. No merece ser castigado sin antes probar lo que aseguró.
—¿Por qué te importa tanto lo que diga ese lunático? —Mark frunció el ceño.
—¿Por qué a ti no? —Ambos hablábamos lo más bajo que podíamos—. ¿No te interesa descubrir si existe un modo de saber quiénes son tus hijos?
El rostro de Mark pasó de ceñudo a triste.
—La verdad, no. ¿Y si soy padre de cientos de niños? ¿Y si nunca seré capaz de memorizar todos sus rostros y nombres?
La posibilidad de que fuera el padre de tantos era absurda, pero entendía su punto.
—Tienes el derecho a conocer la identidad de al menos uno de ellos —musité. Necesitaba que Mark sintiera la misma curiosidad por Dimitri que sentía yo.
—No, Alondra. No sería justo para los demás. O me acerco y los amo a todos o no conozco a ninguno... además, no estoy listo para ser padre. Dudo ser uno bueno.
—Tonterías. Serías un padre maravilloso y lo sa...
—¿Podrías dejar de hablar como si tuviera la oportunidad de serlo? —Habló demasiado alto—. Así supiera la identidad de cada niño que engendran con mi material genético, nunca podría ser el padre que ellos necesitan. No estamos del otro lado del muro, Alondra, creí que tú lo tenías tan claro como yo.
Me sentía una tonta y una hipócrita. Hace nada lo regañé por no aceptar mi muerte fechada, no tenía derecho a hablar de lo que podía o no podíamos ser. Ambos estábamos en lo cierto: yo moriría y él nunca sería un padre normal como los de las metrópolis. Nunca seríamos como los del exterior.
—Lo siento. —Tomé una de sus manos, a sabiendas de que él podría malinterpretar el gesto. Esperaba que no—. Me pasé de la raya. ¿Hacemos borrón y cuenta nueva?
—¿Otra vez? —Esbozó una media sonrisa y puso los ojos en blanco—. Me vas a matar, ¿sabes? —Se rio, pero se dio cuenta de que no fue la elección de palabras más adecuada—. Perdón.
—Dejemos de hablar de muertes —le pedí, reprimiendo las ganas de reír. A estas alturas, no me quedaba más opción que tomarme mi futura partida con el mejor intento de humor.
—Lo sien... —Empezó a decir Mark, pero lo interrumpí al ver que la pantalla del frente se encendió.
—¡Shhh! La ceremonia ya comenzará.
Mark suspiró y estiró un brazo para estrecharme contra él.
—Te quiero —me dijo y, esta vez, no lo sentí como algo incómodo o comprometedor.
—Y yo a ti.
Él quitó su brazo y ambos miramos hacia el frente. Creí que ya no diría nada más, pero me tomó por sorpresa al susurrar en mi oído.
—Y descuida, no delataré a Dimitri.
Sentí alivio.
—Pero debes prometerme algo —continuó.
—¿Qué cosa?
—Prométeme que no te acercarás a él. Es un chico peligroso, Alondra. Debes tener cuidado.
La petición me estremeció. Tenía muchas ganas de saber más sobre Dimitri, pero Mark podía tener razón: tal vez sí era un chico peligroso del que debería alejarme.
—Está bien —prometí con el dolor de mi alma—. No me acercaré a Dimitri.
Sentí que mi esperanza de seguir con vida el próximo año se evaporaba como la nieve tras la salida del sol.
Mark no dijo nada, su única respuesta fue una sonrisa. Yo no pude corresponderla.
El video que iniciaba la ceremonia estaba siendo proyectado. Este nos mostraba imágenes del mundo antes del letalis: veía ciudades intactas, familias felices que reían mientras jugueteaban en una pradera, ancianos que bailaban con lentitud al son de una canción de la época y muchas otras imágenes amenas. Luego, de golpe, llegaron las secuencias desagradables: adultos recostados en camillas de hospital con un aparente estado de deterioro, gente que lloraba desconsoladamente mientras veía morir a sus seres queridos, edificios que ardían a llamas a causa de los conflictos bélicos que generó el virus tras el desabastecimiento y el caos mundial y varias otras imágenes que siempre me ponían los pelos de punta.
Miré a Dimitri solo por curiosidad. Estaba concentrado en el video. Se veía indiferente, así que regresé la mirada a la pantalla gigante.
Como siempre, el video recalcaba lo horrible que era el mundo después del letalis para justificar las siguientes imágenes: la apertura del primer centro de procreación, los primeros ayudantes nacidos y cómo el mundo surgió de las cenizas y de la maleza tras la donación de órganos. El video exhibía a los primeros adultos trasplantados, estos contaban lo saludables que se sentían y lo agradecidos que estaban con los ayudantes que cedían parte de sus organismos para prolongar sus vidas. Nuevamente, todo en el video se volvió armonía y felicidad.
Como una forma de demostrar la paz y los avances tecnológicos que se lograron tras la donación de órganos, aparecieron imágenes de una de las metrópolis actuales del país. Sentí el impulso de mirar a Dimitri otra vez y abrí los ojos de par en par al descubrir lágrimas en los suyos.
Él parecía no darse cuenta de que yo lo miraba, o quizá estaba demasiado concentrado en el video como para pensar en algo más que no fueran las imágenes de cómo era la vida en las metrópolis. Me causó curiosidad e inquietud que llorara con dichas secuencias y no con las que realmente ameritaban un par de lágrimas.
Lo único lógico que se me ocurría es que Dimitri lloraba porque ver la metrópolis le traía recuerdos.
Sí, no tenía sentido, pero nada que se relacionara a él lo tenía. Si contaba con información a la que muy pocos accedían, ¿por qué no iba a ser capaz de haber estado en una metrópolis? ¿Era posible? No lo sabía, pero intuía que sí.
Fue entonces cuando mi intriga por Dimitri aumentó al 1000%. Necesitaba averiguar qué había detrás de esos ojos verdes. Quería conocer su historia, desenmascarar cada misterio y adentrarme en su vida como si estuviera destinada a hacerlo.
Sin duda, tenía que llegar a él.
Me sobresalté al oír la señal que anunciaba que los encargados más importantes de todos estaban ingresando al auditorio. Los llamábamos los máximos; tan solo sus rostros demostraban por qué eran superiores al resto de los encargados. Sus caras eran tan tersas como la piel de un bebé, sus facciones y sus cuerpos eran lo más cercano que conocía a la perfección y sus cabellos se veían tan sedosos como las hojas de los lirios que decoraban el recinto. Sus posturas eran firmes, caminaban con elegancia. Parecían no temerle a nada, ni siquiera a la muerte.
No me sorprendía. Después de todo, ellos eran la muerte.
—Son tan hermosos —musitó Mark con un deje de envidia y de admiración. Lo miré y lo noté embelesado con la belleza de los máximos.
La verdad es que sí lo eran, ni siquiera parecían humanos. Pero por más hermosos que fueran, tiempo atrás decidí que dejaría de admirar su belleza y que me enfocaría en lo que representaban en realidad: eran los titiriteros que movían los hilos del establecimiento. Para mí no eran nada excepto los responsables de que los inseminantes ni siquiera supieran cuántos niños concebían, de que las procreadoras se pasaran la vida embarazadas sin la posibilidad de criar a sus propios hijos y, por sobre todo, los responsables de las muertes de los donantes finales como yo.
Aunque, si bien estaban detrás de muchas de las cosas que sucedían en Preston, no eran tan culpables después de todo. Al igual que los encargados comunes y corrientes, los máximos recibían órdenes de personas más poderosas e importantes que ellos. Quienesquiera que fueran los verdaderos culpables de la posteridad de los centros de procreación, no se hallaban dentro del auditorio.
No sentía envidia de la belleza de los máximos como muchos ayudantes. Yo envidiaba sus vidas prolongadas, los años que eran capaces de existir. Ellos, a diferencia mía, podían vivir hasta que sus cuerpos envejecieran al límite, y estoy segura de que para entonces lucirían tan jóvenes como siempre. Nadie lograba adivinar sus edades. Algunos podrían tener cien años y no se les notaría. Los encargados normales contaban con muchos de los privilegios de los máximos, pero no se veían como ellos. A varios se les notaba una que otra arruga o signos de la vejez que tanto intentaban combatir.
Si yo no fuera una donante final, moriría a la edad de cuarenta y tantos como la mayoría de los ayudantes del establecimiento. Lo único bueno de mi muerte prematura era que el letalis no me afectaría y que no me destruiría por dentro como sucedería con Elizabeth, con Mark y con todos los ayudantes que no tenían opción de acceder a los trasplantes.
El grupo de máximos recién llegados se dirigió al escenario del frente. La luz anaranjada del atardecer brilló sobre sus ropas finas y sus rostros pulcros, les brindaba un aspecto sobrenatural. Todos en el auditorio los contemplaban como si presenciaran ángeles caídos del cielo.
Brandon Nicks, uno de los máximos, dio un paso al frente para saludarnos. Los murmullos del auditorio cesaron y reinó el silencio.
—Sean bienvenidos a la ceremonia de despedida del año 2117 —vociferó Nicks con una sonrisa que adiviné como forzada. Incluso su voz sonaba celestial.
Todos los ayudantes dijimos "muchas gracias, máximo Nicks" al unísono.
—Esta tarde, despediremos a algunos de nuestros heroicos donantes finales que sacrificarán sus vidas para extender otras —prosiguió Nicks—. Quiero que los recibamos con un cariñoso aplauso a modo de celebración y de agradecimiento por su altruismo.
Miré hacia la entrada y vi a los donantes finales ingresando en fila india. Los asistentes aplaudimos para los cincuenta chicos y chicas de semblantes nerviosos que intentaban sonreír mientras hacían su camino hacia el escenario.
No pude evitar temblar de miedo al pensar que el próximo año sería yo quien daría la misma caminata hacia la muerte. Sería yo quien vería a Mark en medio de los asientos y quien contendría las lágrimas para no ser mal vista por los encargados, los cuervos y los máximos. Sería yo quien sufriría lo que estaban sufriendo aquellos cincuenta ayudantes que palidecían y que tiritaban tanto de frío como de susto.
Por el rabillo del ojo, noté que alguien me observaba. Miré hacia mi lado derecho y descubrí que Dimitri me veía con fijeza. Percibí cierta compasión en su mirada, como si de algún modo supiera que me tocaría avanzar hacia el escenario el próximo primero de enero.
Dejé de corresponder el contacto visual cuando mis ojos se cristalizaron. No quería que Dimitri me viera llorar. Odiaba mostrar debilidad delante de la gente y que sintieran lástima por mí. Suficiente tenía con la de mis amigos.
Carmen Minardi, otra de las máximas, tomó el lugar de Nicks.
—Espero que sea una maravillosa velada —dijo en voz alta la mujer morena cuya edad no lograba identificar—. Antes de comenzar la ceremonia, quiero que todos se pongan de pie y que entonen con nosotros el himno nacional.
Todos los presentes se pararon. El instrumental del himno comenzó a sonar desde unos parlantes del frente y comenzamos a cantar cuando llegó el momento:
"En el caos y en la miseria
En el miedo y en la enfermedad
Creceremos como hierba salvaje
Desafiando cada adversidad
En el hambre y la anarquía...".
Dejé de cantar al advertir algo que me llamó la atención: Dimitri no cantaba. Su boca permanecía cerrada y su mirada estaba clavada en los máximos. Oprimía sus puños con tanta fuerza que las venas de sus manos y de sus brazos parecían estar a punto de explotar.
¿Qué demonios estaba mal con él? Los cuervos recorrían el auditorio. De descubrirlo rehusándose a cantar el himno de nuestra nación, podrían castigarlo. Era como si buscara ser encerrado a toda costa.
Lo escruté por tantos segundos que cayó en cuenta de mi mirada. Volteó a verme con mayor seriedad que antes. Retomé el canto sin desviar mis ojos de los suyos y reforcé mi creencia de que él sabía cosas que muchos ayudantes no. Con cada minuto que pasaba, me convencía más y más de que tenía que acércame a él a como dé lugar.
Cuando un cuervo pasó cerca de su asiento, Dimitri empezó a cantar el himno. Por mi parte, fijé la mirada en el frente e intenté ignorar al misterioso chico de piel pálida que se ganaba toda mi atención con gestos tan simples como guardar silencio.
Una vez que el himno acabó, los máximos emitieron los típicos discursos de cada ceremonia de despedida. Nos hablaron de la crítica situación mundial que aún enfrentábamos después de los peores años del letalis, de la importancia tras la misión del establecimiento y de cómo los ayudantes éramos esenciales para la especie humana.
Tras largos minutos de habladuría, la ceremonia continuó. El primer donante final fue llamado al frente: su nombre era Emir. Tenía un cabello rizado casi rojizo y un montón de pecas en el rostro. Como todos los donantes finales, él no dejaba de sonreír. A pesar de que su sonrisa parecía convincente, podía palpar su miedo como si fuera yo quien estuviera en el escenario.
Un máximo condujo a Emir hacia el mesón de los memoriums y una máxima tomó uno de los artefactos. Se lo extendió al muchacho, este lo observó con añoranza y lo tomó con mucho cuidado. Sus ojos, que hace segundos expresaban terror, exhibieron lo que inferí como cariño. No me asombraba que sintiera tal aprecio por su memorium, pues sería en él en donde sus cenizas serían resguardadas hasta el fin de los tiempos. Supongo que también valoraré mi memorium cuando llegue mi momento de tener uno.
Emir no pudo impedir ponerse a llorar. Sin embargo, en ningún momento borró la sonrisa de su rostro. Los máximos y los encargados, además de algunos de los ayudantes, lo miraban también con sonrisas en el rostro, como si les causara ternura la emoción de Emir. A mí se me revolvió el estómago. Quería salir de ahí, pero me obligué a mí misma a quedarme.
Emir posó su dedo índice sobre el lector de huella del memorium y el objeto se iluminó por completo de blanco. Aquello significaba que la huella dactilar de Emir había quedado registrada. Desde entonces, ese cofre le pertenecería para siempre. Nada ni nadie podría arrebatarle esa posesión, ni siquiera la muerte.
El procedimiento de entrega de los memorium al resto de los donantes finales pareció durar un día entero. Cada cierto momento debía cerrar mis ojos con fuerza para reprimir las lágrimas. El recordatorio de mi muerte cercana se apropió de mi mente. Me visualizaba a mí misma tocando el lector dactilar de mi memorium, sintiendo en mis palmas la frialdad del objeto con forma de frasco y sentenciando mi muerte de una vez por todas. Necesitaba llorar. Ya tendría la oportunidad de hacerlo al estar a solas en mi habitación.
Como la mayoría de los memorium ya habían sido entregados y registrados, la ceremonia estaba a punto de acabar. Los asistentes nos pusimos de pie y les obsequiamos unos últimos aplausos a los jóvenes que serían dormidos en cuestión de horas. Muchos sonreían, otros lloraban y unos cuantos perdían la mirada en algún punto del cielo o se mantenían tan inexpresivos como estatuas. La muerte los llamaba. No había nada que pudieran hacer para evitarlo.
El naranjo del cielo se convirtió en azul y la noche cayó sobre el establecimiento. Tras unas palabras de despedida de parte del máximo Nicks, Mark y yo abandonamos el auditorio, nos aferramos el uno al otro a través de nuestros brazos y nos dimos el calor necesario para combatir el frío del invierno en nuestro regreso al edificio principal.
Mis ganas de llorar seguían ahí y no acabarían pronto, pues que la noche llegara quería decir que me quedaba un día menos de vida. A veces pasaba las noches en vela solo para sentir que mi existencia era un poco más larga. Mientras menos durmiera, más tiempo tendría.
Dimitri pasó junto a Mark y a mí. La pálida luz de la luna iluminó su cabello negro y lo hizo lucir casi azul. Él caminaba más rápido que nosotros y que los demás, en segundos se adelantó tanto que se perdió entre los asistentes que salieron del auditorio antes que Mark y yo. Mi insistente curiosidad me empujaba a seguirlo para hablar con él y descubrir sus secretos. No podía resistir las ganas, tenía que hacer el intento de ser su amiga o al menos de que me diera algunas respuestas.
—Mark, si me disculpas, me adelantaré —le dije, ansiosa.
—¿Todo bien? —preguntó mi amigo—. Puedo acompañarte hasta tu área si lo deseas.
—No es necesario, solo quiero pasar un tiempo a solas.
Eso bastó para que cediera. Mark era consciente que este día era más complicado para mí de lo que parecía.
Me despedí de él y corrí por los caminos del jardín. Pasé con cuidado entre los ayudantes del frente mientras buscaba a Dimitri con la mirada. Vi que se internó en el edificio principal del establecimiento y, cuando yo también estuve dentro, lo llamé.
Él se dio la vuelta al instante y me observó con el ceño fruncido. Lo alcancé y me quedé en blanco. No sabía qué decir ni qué hacer. Lo tenía frente a mí y lo cierto es que me sentía intimidada. De frente era imponente como un cuervo, quizá tan peligroso como uno. Quedé sin aliento al ver sus ojos. La iluminación blanquecina del edificio principal los hacía lucir más claros de lo que eran.
—¿Qué quieres? —demandó en tono mordaz.
Miré a todos lados antes de contestarle.
—Respuestas —susurré después de asegurarme de que nadie más que él me escucharía—. Puedo intuir que sabes cosas importantes, cosas que muy pocos conocen.
Dimitri escudriñó los alrededores con temor a que oyeran nuestra conversación.
—No sé de qué hablas —masculló mientras daba un paso adelante. Quedamos muy cerca, tan cerca que sentí su aliento sobre mi rostro. Olía a algo dulzón que no pude identificar.
Lo único dulce que se nos permitía comer en el establecimiento eran las frutas, pero ninguna olía de esa manera. Que Dimitri tuviera acceso a alimentos exclusivos era otro indicio de que todo lo relacionado a él era un enigma.
—No tienes que fingir conmigo —le dije en tono confidencial. No dejaba de mirar a mi alrededor, sentía que hacía algo prohibido al hablar con él—. Puedo darme cuenta de que tienes muchos secretos.
—Estás loca —espetó entre dientes—. Déjame en paz.
Se dio la vuelta. No esperaba que reaccionara así, pero ¿qué esperaba en realidad? ¿Que aceptara confiarle sus secretos a una extraña?
No sería fácil ganarme su confianza. Requeriría tiempo, pero era lo que menos tenía. No me quedó más opción que recurrir a las amenazas.
—Si no me cuentas todo lo que sabes, te acusaré con los cuervos. —Alcancé a decir antes de que el resto de los ayudantes que asistieron a la ceremonia de despedida ingresaran al edificio principal.
Dimitri se giró y me miró con rudeza. Se acercó tanto que nuestras narices se rozaron. Mark aparecería en cualquier momento, y no reaccionaría bien al verme tan cerca de aquel chico del que me aconsejó que me mantuviera alejada.
—¿Y qué les dirás exactamente? —preguntó Dimitri con enfado.
—Que visitaste a Elizabeth sin autorización ni consentimiento, que no cantaste el himno nacional y que tienes un exquisito aliento dulce que ningún otro ayudante tiene —respondí, cruzándome de brazos.
Dimitri abrió los ojos al máximo y se llevó una mano a la boca como si se diera cuenta de que cometió un error. Miró de un lado a otro y reflexionó por varios segundos, hasta que se acercó a mi oído y susurró:
—Si quieres respuestas, reúnete conmigo en media hora en el área de residuos. Si no te presentas, no tendrás otra oportunidad. Me encontrarás en el pasillo principal de la última sección.
Tras pronunciar sus indicaciones, se alejó y me dejó con la incertidumbre carcomiendo mis entrañas y con una sensación que nunca había experimentado: la excitación provocada por estar a punto de romper las reglas y el código de conducta de los ayudantes.
Algunos ayudantes pasaron a mi lado, entre ellos Mark, quien me miraba con desaprobación.
—Creí que estabas ansiosa por llegar a tu habitación —dijo al detenerse frente a mí—. ¿Qué hacías hablando con Dimitri?
No me di cuenta de que alcanzó a vernos juntos.
—Yo... solo quería preguntarle por lo sucedido hace horas —respondí, y no mentía—. No podía quedarme con la duda.
—Alondra, aléjate de él. —Mark comprobó los alrededores y bajó la voz—. Sospecho que Dimitri tiene serios problemas mentales. Olvida lo que sucedió y, de paso, olvídate de él.
—¿Cómo pretendes que lo olvide? ¡Entró en la habitación de nuestra amiga!
—¡No hables tan fuerte! ¿Qué no ves que en cualquier momento aparecerán los máximos, los cuervos y los encargados? ¿Acaso perdiste la noción del peligro?
Sí que la había perdido, porque deseaba reunirme cuanto antes con Dimitri.
—Solo trato de cuidar a Lizzie —mascullé. En parte, era verdad, pero no del todo.
—Y yo trato de cuidarte a ti —replicó Mark. Su expresión dejó de ser de enfado y se convirtió en una de temor—. No soportaría que alguien te hiciera daño, Alondra. Si los cuervos llegan a herirte por culpa de Dimitri, lo mataré con mis propias manos.
Me congelé en mi sitio. Ese no era el Mark cariñoso y amistoso de siempre. Algo cambió en él, y no me gustaba en absoluto.
Lo peor de todo es que, por mucho que Mark insistiera en que me alejara de Dimitri, yo contaba los minutos que faltaban para nuestro encuentro.
En menos de media hora, mi vida cambiaría para siempre.
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