Capítulo 11
—¿Cómo es la madre de Ross? —le pregunté a Will en voz baja mientras nos alejábamos de su coche aparcado.
Naya, Sue y Ross iban unos metros por delante, quejándose de no sé qué. Bueno, se quejaban Naya y Ross. Sue se limitaba a suspirar, como si no quisiera formar parte de esa conversación. No les presté demasiada atención.
Estaba estúpidamente nerviosa.
—Muy simpática —Will se encogió de hombros—. Nunca la he visto siendo antipática con nadie.
—Vale —no pude evitar sonar aliviada.
Will sonrió, divertido.
—Relájate —me dijo—. Le caerás bien.
—¿Y por qué querría yo caerle bien? —pregunté, con una risita nerviosa.
Él me miró como si supiera perfectamente lo que ocultaba, pero no dijo nada.
—Porque es la madre de tu amigo, ¿no? —preguntó, haciendo énfasis en la palabra amigo.
—Oh, sí, claro —asentí con la cabeza, a lo que él pareció aún más divertido—. Mi amigo Ross, claro.
—¿Venís o qué? —protestó Naya, que ya había llegado a la entrada de la galería. Los dos nos apresuramos a llegar a su altura.
Ella abrió la puerta de la galería y aproveché para ver qué se había puesto. Yo había estado más tiempo delante del armario del que admitiría jamás y seguía sintiéndome demasiado desaliñada. Naya iba como siempre, pero tenía un don con la ropa. Se pusiera lo que se pusiera, siempre parecía que iba formal.
Qué suerte.
—¿Cuánto tiempo duran estas cosas? —preguntó Sue, que iba detrás de nosotros.
Me había sorprendido que hubiera querido venir, por cierto.
—Normalmente, hasta que se termina la comida —Ross sonrió y entró en el edificio.
Entré tras él y lo primero que vi fue dos hombres vestidos formalmente saludando a la gente que entraba. Supuse que serían ayudantes o algo así, porque Ross no se detuvo mucho tiempo a saludarlos. Se conformó con un asentimiento de cabeza.
La sala principal era grande, blanca, y tenía cuatro columnas en las que había cuadros colgados. Las paredes estaban repletas de ellos. De colores, en blanco y negro, con formas difusas, retratos... de mil formas. Había otras dos salas. La gente se paseaba y miraba los cuadros con copas de vino en las manos. Había camareros con bandejas paseándose. Enseguida localicé la mesa de comida y tuve la tentación de relamerme los labios.
—¿Tienes hambre? —me preguntó Ross, divertido, siguiendo mi mirada.
—Me ha costado mucho pintarme los labios. No lo arruinaré tan rápido —dije.
—Yo podría... —se interrumpió a sí mismo cuando un hombre se le acercó y empezó a hablarle de su madre y de no sé qué.
Esperé pacientemente a su lado mientras los demás desaparecían. Ross asentía con la cabeza como si supiera todo lo que le decía ese hombre. Sonreía amablemente todo el rato. Cuando el hombre se marchó, volvió a girarse hacia mí.
—¿Lo conocías? —pregunté, curiosa.
—No tengo la más mínima idea de quién era —se encogió de hombros.
Negué con la cabeza, mirando a mi alrededor.
—Oh, no —Ross me agarró de la muñeca—. Vamos, corre.
—¿Qué...?
—Amigos de mi madre muy pesados que todavía no me han visto —me dijo rápidamente, conduciéndome hacia la sala contigua.
Sin embargo, en el momento en que pusimos un pie en ella, una pareja se detuvo a hablar con él. Sonreí ampliamente a Ross, dejándolo solo con esa pareja mientras iba a por algo de comer o beber.
Con una copa en la mano, decidí pasearme por la sala principal. Los cuadros me parecieron más bonitos de lo que me esperaba con la descripción de Ross. Había algunos que me llamaban más la atención que otros. También los había que no me gustaban demasiado. Me quedé mirando cuatro cuadros juntos de un coche azul. En cada uno avanzaba por el lienzo hasta perderse en el último.
Vi que Ross había encontrado a otro grupo de gente que quería hablar con él al intentar venir conmigo, así que me metí en la sala contigua. Ahí, los cuadros parecían ser un poco más... nostálgicos. Más tristes. Incluso los colores lo parecían.
El que más me llamó la atención fue un cuadro de una niña asomándose a un balcón que miraba hacia el lado opuesto del cuadro. Estaba en blanco y negro, solo que el vestido amarillo de la niña estaba a color. Me quedé mirándolo un momento.
Entonces, me di la vuelta y vi que Ross estaba intentando no perder la simpatía al hablar con un nuevo matrimonio. Nuestras miradas se cruzaron y casi pude ver que me suplicaba ayuda internamente. Tomé un sorbo de mi bebida y me acerqué a ellos.
—Perdone —fingí una sonrisa, mirándolo—, su madre lo está buscando.
—Oh, vaya —él fingió sorpresa descaradamente—. Tengo que irme. Tiene pinta de ser importante.
—Muy importante —asentí con la cabeza.
La mujer del matrimonio me miró con confusión.
—¿Qué pasa?
Dudé un momento y Ross abrió mucho los ojos, mirándome.
—Eh... —lo pensé un momento—. Por lo visto, alguien ha estornudado en un cuadro y están teniendo problemas para limpiarlo.
El matrimonio pareció más confuso mientras que Ross puso cara de horror, antes de parecer querer reírse a carcajadas. Se puso serio enseguida cuando lo miraron.
—Parece importante —dijo, asintiendo con la cabeza—. Ha sido un placer veros, ¿eh?
El matrimonio desapareció y él se acercó a mí, sonriendo.
—¿En serio eso es lo mejor que se te ha ocurrido? —preguntó, riendo—. ¿Un estornudo?
—¿Y yo qué sé? ¿Tengo cara de haber ido alguna vez a una galería de arte?
—No lo sé, ¿está de moda correrse el pintalabios al ir por primera vez a una galería de arte?
Abrí los ojos como platos, tapándome la boca con la mano.
—Es broma —sonrió burlón, pasando por mi lado—. Tus labios siguen tan perfectos como siempre.
—No tiene gracia —mascullé, siguiéndolo.
Cuando se volvió a acercar una mujer, la saludó con un gesto y siguió andando rápidamente.
—¿Hay algo peor que encontrarte con amigos de tus padres que no has visto en años? —preguntó, suspirando.
—Pero, ¿cuánto hace que no vienes a una exposición de tu madre? —le pregunté, sorprendida.
—Yo vine hace dos meses. Ellos vinieron hace tres años.
—Oh.
Sonrió.
—Soy un buen hijo —dijo, orgulloso—. A veces. Cuando no tengo nada mejor que hacer.
—El hijo del año —negué con la cabeza.
Agarré un canapé al pasar al lado de la mesa de comida.
—¿Y por qué no ha venido Mike? —pregunté, comiéndomelo—. También es su madre.
—¿Has intentado ponerte en contacto con él alguna vez? —Ross puso los ojos en blanco—. Es más fácil escapar de Guantánamo.
—Pero... si siempre está por tu casa.
—Sí, tiene un don para aparecer solo cuando no lo necesito.
Negué con la cabeza, mirando uno de los cuadros distraídamente. Cuando me volví a girar hacia Ross, vi que me estaba observando y me puse nerviosa al instante.
—¿Qué? —pregunté enseguida.
—¿Qué te pasa hoy? —preguntó—. Estás como... alterada.
—Estoy bien.
—¿Estás nerviosa por conocer a mi madre? —sonrió ampliamente.
—¿Qué? —solté una risita nerviosa, negando con la cabeza—. ¿Qué dices? Claro que no. Eso sería de niña pequeña, ¿no? Je, je...
—Así que, ¿no estás nerviosa? —enarcó una ceja, divertido.
—Claro que no —di un trago a mi bebida, nerviosa.
—Entonces, vamos a conocer a mi madre.
Me atraganté con la bebida y me tomé un momento para no morir ahogada mientras él esbozaba una sonrisita malvada.
—¿Qué? —parpadeé, intentando mantener la compostura—. ¿Ahora?
—Podemos ir a las doce de la noche, pero no creo que le guste mucho.
Tragué saliva, nerviosa. ¿Por qué estaba nerviosa por conocer a su madre?
—No querría molestarla. Igual está hablando con invitados y...
—No te preocupes por eso.
Dudé un momento, dejando la bebida en la mesa.
—Vale —asentí con la cabeza, como si fuera a embarcarme en un barco de guerra—. Vamos.
—Te advierto que es un poco rara —él puso una mueca—. Un poco... hippie, distraída.
—¿Hippie y distraída?
—Ya me entenderás cuando la veas.
Estaba a punto de responder cuando vi que una mano de uñas pintadas de azul se ponía en el hombro de Ross. Una mujer de mediana edad, con el pelo oscuro y largo y los ojos claros clavados en mí, se asomó y me pareció que me hacía un escáner de pies a cabeza. Me puse firme inconscientemente.
—Ah, hola, mamá —le dijo Ross, sonriendo.
Su madre me causó una buena primera impresión. Iba vestida con unos pantalones grises anchos y una camisa. Tenía un tatuaje en la muñeca de una enredadera que le llegaba hasta el dedo meñique. No era la mujer formal que me esperaba. Tampoco era la mujer hippie que esperaba por culpa de Ross.
—Hola, Jackie, cariño —dijo, con voz arrastrada, casi melodiosa.
Me hizo gracia como me miró. Era como si estuviera distraída, pero a la vez me daba la sensación de que era una persona muy observadora.
Ya empezaba a entender lo que decía Ross.
—Esta es Jennifer. Te hablé de ella.
—Sí, os he visto entrar juntos —su madre se apartó y me miró con una sonrisa afable—. ¿Cómo estás, querida?
No esperó a que respondiera. Me dio un pequeño abrazo que me pilló tan desprevenida que estuve a punto de no devolvérselo. Por suerte, reaccioné a tiempo y se lo devolví.
Así me gusta.
—En un placer, señora Ross —le dije, algo conmocionada.
—Mary —me dijo—. La señora Ross es mi suegra. Y a ella tampoco le gusta que la llamen así.
—Mary —corregí.
—Hablando de tu abuela... —miró a Ross—. Hace tiempo que no la veo. Deberíamos cenar con ella alguna vez.
Pareció que Ross iba a decir algo, pero su madre lo ignoró completamente y me pasó un brazo por encima del hombro.
—¿Qué te parece la exposición, Jennifer?
—Si lo que quieres es que te hagan la pelota, tienes a muchos otros candidatos por aquí —bromeó Ross.
—Jackie, cariño —su madre lo miró—. Es una conversación de chicas. No molestes.
Sonreí divertida a Ross, que puso los ojos en blanco.
Ella lo decía todo con voz calmada, como si estuviera en las nubes. Me volvió a mirar.
—¿Y bien? ¿Te ha gustado?
—Sí, sí, claro —aseguré enseguida.
—No me enfadaré si me dices que no —aseguró—. A mi hijo no le gusta y todavía no lo he desheredado.
—No es que no me guste —dijo Ross—. Es que no lo entiendo.
—El arte es para los que saben entenderlo —le dijo su madre.
Ross le puso mala cara y yo intenté no reírme.
—¿Qué cuadro te ha gustado más, querida?
Dudé un momento.
—Todo el mundo dice la de la bicicleta —dijo Ross—. Es el comodín.
—Eso es cierto —le concedió su madre.
La había visto. Estaba en la sala principal. Era una bicicleta roja en un fondo de colores. Era cierto que todo el mundo se detenía a mirarla.
—Bueno... ese estaba bien —dije torpemente.
—¿Pero...? —a su madre le brilló la mirada.
—A mí me ha gustado más el de la niña en el balcón.
Ella me miró un momento y me pareció que estaba superando una prueba. Entonces, sonrió y se separó de mí.
—El de la niña en el balcón —repitió—. Curiosamente, también es mi favorito.
—¿No está mal que tú digas eso? —le preguntó Ross—. ¿No es poco ético o algo así?
—Es poco ético si se lo dices a alguien que quiera comprártelo —replicó ella tranquilamente.
Su madre se giró y le pellizcó la mejilla con una sonrisa. Él se apartó, malhumorado.
—No hagas eso —dijo, pasándose la mano por la mejilla—. Y menos delante de la gente.
—Todavía se avergüenza de mí —me dijo Mary—. ¿Crees que eso está bien, Jennifer?
—No deberías avergonzarte de tu madre, Ross —le dije, burlona.
Él me miró con mala cara mientras su madre sonreía.
—Ha sido un placer conocerte, Jennifer —miró a Ross y le volvió a pellizcar la mejilla, muy a su pesar—. Y a ti verte, cariño.
—Igualmente, Mary —dije educadamente.
—Podríais venir algún día todos a cenar a casa —dijo, mirando a Ross—. Hace tiempo que no vienes.
—Mamá, no pongas a Jen en un compromiso.
—No pasa nada —aseguré.
—Y a ver si consigues que también venga tu hermano —le dijo Mary—. Hace mucho que no lo veo. ¿Cómo está?
—Como siempre —Ross apartó la mirada.
—Ya veo —su madre sonrió un poco menos animada y nos miró—. Bueno, debo ir a saludar a todo el mundo. Espero que os guste la exposición, niños. Gracias por venir.
Cuando se marchó, vi que Ross todavía me miraba con mala cara.
—¿Qué? —pregunté.
—No deberías avergonzarte de tu madre, Ross —imitó mi voz.
—Oh, vamos, ha sido divertido.
—Supongo que te ha caído bien, entonces.
—Se ha metido contigo. Me ha caído genial.
Me di la vuelta para buscar a los demás y él me siguió, suspirando.
—Qué decepción. Pensé que me defenderías cuando se metiera conmigo.
—¿Te recuerdo que tú te pasas el día metiéndote conmigo?
—Pero lo hago con cariño —sonrió ampliamente.
Estábamos llegando a la salida de la sala cuando su madre volvió a aparecer.
—Cariño —miró a Ross—. Casi se me había olvidado. Felicidades. Pásatelo bien hoy, ¿vale?
Me apretó el hombro al pasar por nuestro lado e ir a saludar a unos hombres del fondo. Miré a Ross.
—¿Te ha felicitado? —pregunté, confusa.
—Eso parece.
—¿Por qué?
—Porque es mi cumpleaños.
Me quedé mirándolo un momento, totalmente descolocada.
—¿Qué...? —parpadeé, reaccionando—. ¿Es tu cumpleaños?
—Sí.
—¿Hoy?
—Sí, ¿te pasa algo?
Lo empujé por el hombro y él me miró, sorprendido.
—¿A qué ha venido eso? —protestó.
—Por no decírmelo —fruncí el ceño—. ¿Ibas a hacerlo en algún momento?
—Pues claro.
—¿Cuándo?
—A las doce. Para que no me molestaras con eso.
Salió del edifico y me apresuré a seguirlo. Los demás ya estaban fuera. Will se estaba fumando un cigarrillo y vi que Ross se encendía uno.
—¿Sabías que hoy es su cumpleaños? —le pregunté a Will.
—Claro —Will pareció confuso—, ¿tú no?
—¿Es tu cumpleaños? —Naya levantó las cejas.
—¿Por qué es tan importante eso? —preguntó Ross, confuso, quitándose el cigarrillo encendido de la boca.
—¡Es tu día! —dije, intentando que reaccionara—. Deberías celebrarlo. Cumples diecinueve.
—Veinte —me corrigió.
Parpadeé, haciendo el cálculo rápidamente.
—¿Tienes dos años más que yo? —pregunté, confusa.
—Sí —sonrió—. Soy un abuelo, ¿eh?
—Pero... solo vas un año por delante de mí.
—Eh... sí —él y Will intercambiaron una mirada—. Tuve un... problemilla en el instituto. Con un curso.
—¿Tuviste que repetir? —pregunté, confusa.
—No exactamente —dijo Will, divertido.
—¿Y qué pasó?
—No quiero que te lleves una mala impresión de mí —me sonrió Ross.
Miré a Sue y Naya. La primera seguía comiendo lo que había conseguido robar de la exposición. Naya fingió que no me veía.
—Bueno —como vi que nadie iba a decirme nada, miré a Ross—, ¿no vas a celebrarlo?
—Soy un chico tranquilo —se encogió de hombros.
—Nunca lo celebra —me dijo Naya—. Como mucho, vamos a tomar cervezas.
—Pues vamos —dije, confusa—. No me puedo creer que no quieras celebrar tu cumpleaños.
Los demás se quedaron mirándolo. Parecían tener ganas de ir a tomar unas cervezas. Ross suspiró.
—Déjame terminarlo —me advirtió, señalando el cigarrillo.
Sonreí ampliamente.
Mientras los esperábamos sentadas en la parte de atrás del coche de Will, noté que el móvil me vibraba. Monty me había llamado dos veces. Y me acababa de mandar un mensaje.
¿Por qué no estás respondiendo? ¿Con quién estás?
Puse los ojos en blanco y lo escondí otra vez.
Los chicos aparecieron poco después y Will condujo hacia el bar en el que había tocado Mike una vez. Nos sentamos todos en una de las mesas junto a las ventanas y nos pedimos una cerveza cada uno menos Sue, que tenía su botella de agua.
—Sigo sin querer darte agua —me dijo, al ver que la miraba.
—¿Por qué no esperas a que te la pida para decírselo? —preguntó Ross, divertido.
—Tú, cállate.
—Sue —le dije—. Es su cumpleaños.
Ella dudó un momento.
—Pues... tú, cállate. Y felicidades.
Si giró, muy digna.
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí. Yo me tomé tres cervezas y media. Y ya era suficiente como para ir un poco borracha. No estaba acostumbrada a beber. Will era el único —a parte de Sue, que seguía con su agua— que solo había pedido una. Después de todo, tenía que conducir.
Ross había bebido cinco y seguía como una rosa.
—¿No te emborrachas nunca? —pregunté, confusa, viendo como dejaba la botella vacía en la mesa.
—Tengo mucho aguante —sonrió—. ¿Qué pasa? ¿Ya vas borracha?
—No —murmuré—. Pero... termínatela tú.
Agarró la media cerveza que me quedaba. Lo miré de reojo mientras los demás hablaban de algo que no me interesaba y fruncí el ceño.
—¿Qué te pasó? —le pregunté—. En el instituto.
—Y yo que creía que ya se te había pasado la curiosidad.
Él apoyó los brazos en la mesa, mirándome de reojo.
—Tuve un problema con un compañero —me dijo.
Lo consideré un momento.
—Sigo sin entenderlo.
—Tuve un problema con él y... me expulsaron.
Me quedé mirándolo fijamente.
—¿Qué?
—Ya te dije que en el instituto no era como ahora —me sonrió.
—Pero... ¿qué hiciste?
—Eso no te lo voy a decir.
—Oh, vamos.
—Solo te diré que tuve que repetir curso. Y eso que tenía unas notas bastante buenas.
Quería saberlo, pero decidí esperar a ver si se emborrachaba para preguntarle de nuevo. Me limité a mirarlo beber de mi cerveza, mirando a los demás sin prestarles demasiada atención.
No estaba segura de por qué, pero cada vez que me quedaba mirándolo fijamente, lo veía más atractivo que de costumbre.
—No me puedo creer que no me dijeras que es tu cumpleaños —murmuré—. No tengo ningún regalo.
—No quiero ningún regalo —frunció el ceño, mirándome.
—Eso dicen todos los que quieren regalos.
Apreté los labios al notar que el móvil me vibraba por otro mensaje. Seguramente de Monty. No lo miré.
—No quiero, de verdad —me aseguró—. Me conformo con que no me vuelvas a preguntar lo del instituto.
—No iba a hacerlo —mentí descaradamente.
—Lo que tú digas.
—¿Y lo de Terry? —sonreí—. Naya te amenazó con contármelo. ¿Por qué?
Él se terminó la cerveza y se puso de pie.
—Me voy a fumar —me dijo—. Puedes venir, pero no te lo contaré.
Los demás no nos prestaron mucha atención mientras lo acompañaba fuera. Me puse el abrigo, medio congelada. Él se encendió un cigarrillo, sentándose en uno de los bancos de piedra que rodeaban el aparcamiento del local.
—No deberías fumar tanto —le dije.
—Ya estamos.
—A largo plazo, puede provocar problemas cardiovasculares, enfermedades pulmonares e impotencia sexual.
—Bueno, con lo último todavía no he notado ningún problema —sonrió de lado—. ¿Tú sí?
—¿Eh? —me puse roja—. ¿Yo? No, yo no... estábamos hablando de eso que tienes en la boca.
—Sé que es malo —replicó—. No necesito que me lo recuerdes cada vez que me enciendo uno, Jen.
—Vale, pues te lo recordaré cada dos.
Él suspiró dramáticamente y lo apagó en el suelo.
—Ya está —dijo, con mala cara—. ¿Contenta?
—No lo sé. ¿Cuántos te quedan?
—Oye, acabo de malgastar medio cigarrillo por ti —protestó—. Ve poco a poco.
—Vale, vale.
Él extendió el brazo y me agarró la mano, tirando de mí hacia él. Me quedé de pie delante de él y noté sus manos en mis caderas, por encima de las mil capas de ropa que llevaba puestas.
—No me puedo creer que no me hayas dicho que era tu cumpleaños —repetí por enésima vez.
—No es que mi vida vaya a cambiar mucho por tener veinte años —replicó—. No le veo tanta importancia.
Justo en ese momento, noté que el móvil me vibraba. Otro mensaje de Monty. Como lo tenía en el bolsillo, Ross lo notó enseguida.
—¿No vas a mirarlo? —preguntó.
—Si fuera importante, me llamarían —me encogí de hombros.
Aún así, no pude evitar pensar en lo enfadado que estaría Monty cuando le respondiera por fin. Intenté quitármelo de la cabeza.
—Bueno —él sonrió, acercándome un poco más—. He intentado mantener la compostura, pero la verdad es que he estado todo el día queriendo arruinar ese labial tan perfecto que te has puesto.
Por algún motivo, lo único que me salió fue una sonrisa de idiota.
—¿Y a qué esperas?
Ross se puso de pie sin soltarme y noté que se me erizaba el vello de la nuca cuando se inclinó hacia delante, besándome en los labios. Cerré los ojos, dejándome llevar. Justo cuando hice un ademán de abrazarlo, el móvil me volvió a vibrar.
Colgué sin mirar.
—¿No te estaban...? —empezó a preguntar Ross.
Hice que se callara besándolo de nuevo. No protestó demasiado.
Estuvimos unos segundos más haciéndolo, pero me separé al oír la puerta del bar. Will y Sue estaban llevando a Naya a rastras. Ella sí se había emborrachado intentando seguirle el ritmo a Ross.
—Igual deberíamos ir a casa —sugirió Will.
Los ayudamos a ir al coche y vi que Ross sentaba a Naya en la parte de delante. Nos quedamos los otros tres atrás. Yo en medio.
Por algún motivo, durante todo el viaje tuve la tentación de girarme hacia Ross. Nuestras piernas se tocaban. Y nuestros brazos. Pero no parecía suficiente. Sentía cosquilleos en las puntas de los dedos cada vez que Will daba una curva y él tenía que pegarse un poco más a mí. Respiré hondo.
Entonces, noté que él se acercaba más a mí. Mi corazón se detuvo un momento cuando noté que me besaba el cuello y luego apoyaba la cabeza en mi hombro.
Por un momento, me quedé sin respiración. Sin saber qué hacer. ¿Por qué estaba tan alterada? Solo se había apoyado en mi hombro. Pero estaba nerviosa. O más bien tensa. En el buen sentido.
Se separó de mí cuando llegamos al edificio. Noté mi cuello frío cuando salió del coche, esperándome. Will cargó con Naya, que se tambaleaba, por el ascensor y el pasillo. Fueron los primeros en encerrarse en su habitación. Sue también desapareció, bostezando. Decidí imitarlos.
Me estaba quitando las botas cuando Ross llegó a la habitación, bostezando con ganas.
—Felicidades —le dije—. Después de todo esto, todavía no te lo había dicho.
Se me quedó mirando un momento.
—Gracias —sonrió—. Aunque se me ocurren mil formas mejores para felicitarme.
Noté rebotaba en la cama cuando se dejó caer en ella. Me quité las botas y me giré para mirarlo. Tenía los brazos cruzados por detrás de la nuca.
—Estoy cansado y no he hecho nada —reflexionó—. Es sorprendente.
—Bienvenido a mi vida.
—Tú sales a correr cada día —murmuró, jugueteando con uno de los cordones de mi sudadera distraídamente—. O a dar brincos por el parque.
—Yo no doy brincos. Corro como una profesional. Y durante una hora y media.
—¿Es que te gusta sufrir? —preguntó, extrañado.
—Solía hacer atletismo —dije—. Se me da bien.
Él soltó el cordón y me miró.
—Igual debería venir alguna mañana para comprobarlo —dijo.
—No podrías seguirme el ritmo.
—Jen, hiperventilas subiendo las escaleras.
—¡Eso no es cierto! —dije, ofendida.
—Yo creo que, por las mañanas, te limitas a correr durante cinco minutos y luego paras a tomarte un café.
Se rio cuando intenté tirarle una almohada a la cara. Acabamos forcejeando para apoderarnos del cojín, y de alguna forma me encontré a mí misma tumbada en la cama besándome con él de nuevo. Cerré los ojos y le agarré las solapas de la chaqueta, tirando de él hacia mí. Él me quitó la sudadera lentamente, dejándome con la camiseta interior.
Y, entonces, mi móvil volvió a sonar.
Ross se detuvo un momento cuando lo saqué de mi bolsillo para lanzarlo al otro lado de la habitación.
Pero me detuve al ver que Ross leía el nombre de Monty en la pantalla.
—Es muy pesado —le dije—. No le des mucha importancia.
Dejé el móvil a un lado.
Pero Ross se quedó mirando al móvil.
—¿Era él quien te llamaba antes? —preguntó, mirándome.
—Puede ser. No lo he mirado.
Vi que me sostenía la mirada un momento. No supe muy bien cómo interpretar su expresión. Nunca la había visto. Parecía... triste.
—Le dijiste lo que había pasado, ¿no? —me preguntó.
—¿Eh?
—Entre nosotros.
Dudé un momento, que fue suficiente como para que supiera que sí se lo había dicho. Cerré los ojos un momento cuando se quitó de encima de mí, quedando tumbado a mi lado.
—Se lo dijiste.
—Era... parte del trato —le dije, mirándolo.
Él no me devolvió la mirada. La tenía clavada en el techo.
—El trato —murmuró—. Claro.
No sabía qué decirle. Quería que volviera a besarme. Quería estar con él toda la noche. Pero no me atrevía a acercarme más a él. Nunca había visto esa faceta tan seria.
—Olvídate de él —le dije.
—¿Y tú vas a olvidarte de él? —me miró—. Es tu novio.
Tardé un momento en responder.
—Sí, pero...
—Deberías responderle —dijo—. Querrá saber si lo hemos vuelto a hacer.
Me incorporé cuando vi que se ponía de pie, yendo hacia la puerta.
—¿Dónde vas? —pregunté enseguida.
—A ver la televisión —me dijo, sin darse la vuelta—. No tengo sueño.
—Ross... —empecé.
No respondió. Cerró la puerta a su espalda y yo me quedé mirando el móvil, que seguía vibrando por los mensajes del paranoico de Monty. Lo apagué, frustrada.
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