Demonio

En el corazón de un desierto interminable, donde los cielos eran rojos como la sangre y el viento soplaba con un lamento eterno, un hombre sin rostro encontró un libro que no debía existir. Se le conocía solo como Salim, un vagabundo, un exiliado, un hombre que la sociedad había olvidado. Sin hogar ni nación, había sido arrastrado por las arenas de un mundo que no lo quería, hasta que el destino lo condujo a una cueva oculta entre las dunas.

Dentro de aquella cueva, bajo una luz espectral que no tenía fuente visible, lo encontró: el Another Necronomicon. Un libro tan antiguo que parecía estar hecho de la piel de la misma eternidad. Sus páginas no estaban escritas con tinta, sino con palabras que fluían como sombras líquidas, formando símbolos que se deshacían y se reconstruían cada vez que los miraba.

Al abrirlo, escuchó un susurro.

Qué buscas, mortal?

Salim no tenía respuesta. Todo lo que había deseado en su vida—riqueza, poder, amor—había sido arrancado de sus manos. Lo único que quedaba era un vacío, un abismo en su alma que no podía llenar. Y el libro parecía saberlo.

Tu corazón es un cántaro roto, y yo soy el río que lo llenará. Bebe de mis secretos, y no volverás a ser humano. Serás más. Serás mi heraldo.

No hubo ritual, ni promesa, ni pacto. El Another Necronomicon simplemente abrió sus páginas y lo envolvió en una oscuridad que devoraba la luz misma. Cuando Salim salió de la cueva, ya no era un hombre. Se había convertido en algo más.

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La arena del desierto se alzaba como una tormenta furiosa, pero Salim caminaba con una calma inquietante. Cada paso resonaba como un eco en el tejido de la realidad misma, y con cada avance, el mundo parecía fragmentarse a su alrededor.

Las dunas se torcían en ángulos imposibles, y destellos de imágenes irracionales invadían su mente: un mar de estrellas que lloraban sangre, cuerpos danzando al ritmo de un tambor que no existía, y rostros innumerables que lo observaban desde dimensiones paralelas. Horrores cósmicos, entidades demoníacas, formas y colores que ningún ser humano debería ver ni nombrar.

Pero para Salim, era como si todo aquello careciera de peso. Su mente, infectada por la corrupción del Another Necronomicon, ya no era humana. No podía quebrarse porque estaba rota desde el principio.

El desierto tembló bajo sus pies. La luz del sol se apagó de repente, y un ojo gigantesco se abrió en el cielo, como una herida luminosa en el tejido del cosmos. 

Un ojo que no pertenecía ni a Dios ni al infierno.

Curioso... —susurró una voz, suave y juguetona, como la risa de una niña que jugaba a ser sabia— primero, el orden...y ahora tú. Qué fascinante es este juego que llaman realidad.

Salim alzó la mirada. La tormenta de arena se había detenido, congelada en el aire como un mural suspendido. El ojo lo observaba con un interés profundo, casi infantil, pero con un peso que hacía que todo el desierto pareciera inclinarse hacia él.

—Quién eres? —preguntó Salim, sin temor, pero con una curiosidad fría que se filtraba en sus palabras.

La voz rió, una risa que resonó en el aire y en su mente al mismo tiempo.

Quién soy? No es la pregunta correcta, pequeño portador del caos. La pregunta correcta es: quién serás tú cuando termine esta historia?

Salim no respondió. La presencia del ojo no lo perturbaba, pero sentía cómo algo—algo profundo y antiguo—despertaba dentro de él.

Tú, que portas el caos y las sombras...tú, que caminas en un mundo que ya no puede tocarte...dime, qué harás con ese libro que desgarra la realidad con cada palabra?

Salim bajó la mirada hacia el Another Necronomicon, que parecía palpitar como un corazón oscuro en sus manos. Sus palabras fueron claras, decisivas:

—Buscaré la verdad.

El ojo brilló con una luz cegadora, y la voz dejó escapar un suspiro largo, como si estuviera encantada por su respuesta.

Oh, qué divertido. El portador del orden busca salvar al mundo...y tú, el caos, buscas comprenderlo. Una dicotomía tan deliciosa. Muy bien, Salim...te estaré observando.

El ojo comenzó a cerrarse, y con él, la realidad dejó de fragmentarse. El desierto volvió a ser solo un desierto, y Salim se quedó de pie bajo el sol ardiente, con el Another Necronomicon latiendo en sus manos como si tuviera vida propia.

Pero algo había cambiado. En lo profundo de su ser, sentía una conexión con aquella voz. No era una aliada, ni un enemigo. Era algo más...algo que él también buscaba comprender.

Salim miró hacia adelante y continuó su camino, sabiendo que cada paso lo llevaba más cerca de un destino que ni siquiera él podía imaginar.

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El aire en el desierto cambió con un solo murmullo. Era un sonido gutural, extraño, que resonaba desde el fondo de la garganta de Salim, como si el Another Necronomicon hablara a través de él. Cantoreaba el nombre original de algo...el nombre real de Cthulhu.

Khlûl'-hloo...

El nombre verdadero de la abominación cósmica vibraba con una cadencia que no pertenecía a este mundo. Salim lo repetía una y otra vez, cada vez con más intensidad, hasta que el desierto mismo comenzó a responder.

La arena se cristalizó con un brillo oscuro, formando torres y estructuras imposibles que ascendían hacia el cielo. Una ciudad de cristal nació en medio de la nada, cada edificio pulsando con un resplandor antinatural, como si el material estuviera vivo.

Khlûl'-hloo...Khlûl'-hloo...

La palabra atravesaba la realidad como un cuchillo, desgarrándola y remodelándola. Los insectos del desierto, atraídos por el canto, se acercaban a la ciudad y explotaban en fragmentos grotescos de carne y cristal. De esos restos, nuevas formas tomaban vida: bestias deformes con múltiples ojos, bocas, y extremidades, que se consumían unas a otras en un ciclo eterno de destrucción y renacimiento.

Salim avanzaba por la ciudad como si los horrores que lo rodeaban no existieran. La ciudad crecía con cada paso suyo, construyéndose sola, una obra maestra de caos y belleza imposible.

Finalmente, llegó al centro. Un castillo de cristal se alzaba sobre el resto, con picos y torres que se curvaban hacia el cielo como garras ansiosas. En su interior, una sala de proporciones titánicas lo esperaba.

El trono, hecho de cristal translúcido que parecía estar en constante flujo, lo llamaba.

Salim ascendió los escalones lentamente. Su voz ya no pronunciaba el nombre de la abominación, pero el eco del Khlûl'-hloo seguía resonando en las paredes y en los cielos.

Se sentó en el trono, su figura pequeña pero poderosa en medio de la sala.

Frente a él, las puertas del castillo se cerraron con un estruendo. La ciudad de cristal dejó de crecer, y un silencio profundo cubrió todo como un manto.

Salim cerró los ojos, sintiendo el peso del Another Necronomicon en su regazo. No dijo nada, pero en su interior sabía que solo quedaba esperar.

Esperar al último.

Su mirada, tranquila y fría, se perdió en las infinitas posibilidades que había desatado. El caos había encontrado su trono, y ahora todo estaba listo para la confrontación final.

En el horizonte, el ojo seguía observándolo, divertido, como un espectador en el teatro más oscuro de la creación.



FIN.

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