Capítulo 7|| humillaciones y subastas baratas

— Te ves muy guapo, hijo.

— No es cierto... no quiero ir... solo iré a humillarme, nadie pagará la dichosa cita conmigo... —suspiró Roger mientras dejaba que su mamá le acomodara la corbata.

— No pienses eso, Roggie, de seguro alguien lo hará —sonrió.

— Eso espero —suspiró—. ¿Tengo que amarrarme el cabello?

— No veo por qué, hijo —sonrió Winifred intentando tranquilizarlo—. Te queda bien ese corte.

— Gracias, ma... —suspiró—. Estoy nervioso.

— Tranquilo, ¿sí? Solo serán unos minutos en donde seas el centro de atención.

— Pero aún así lo seré. Y no quiero. Todos se van a reír de mí... como la última vez...

— Vamos, Roggie... —suspiró su madre—. Sabes que la vez pasada por más que lo intentamos, no pudimos sacarte de la tómbola.

— Sí sé... —se rascó el cuello—. Parezco de los cincuenta, ¿no?

— Ponte los lentes de tu abuelo —dijo.

— Mamá... no... se van a reír... —dijo nervioso.

— Solo para probártelo, sino te gusta, puedes quitártelos.

El adolescente asintió y tomó los lentes, para luego ponérselos frente al espejo. Tenía una mirada nerviosa, y su madre le abrazaba el brazo con una sonrisa.

— Te ves tan grande y tan guapo, Roggie —comentó con una sonrisa.

— Gra... Gracias mamá —tragó saliva y siguió mirando su reflejo delgado y nervioso frente al espejo, con el traje negro con delgadas rayas grises.

(...)

— ¡Eh, Rog, mira, resulta que si me peino mi cabeza se ve proporcional a mi cuerpo! —comentó Syd al verlo llegar. Roger se echó a reír. Su amigo tenía el cabello engominado hacia atrás, además de andar con un traje azul oscuro y una corbata negra, además que no llevaba su típico delineado de ojos negro.

— ¿Qué mierda, Syd? —dijo riendo.

— ¡Es verdad! ¡Resulta que mi cabeza no mide medio metro!

Roger negó con la cabeza sin dejar de reír ante los comentarios de su amigo, luego lo abrazó por la espalda y ambos entraron al auditorio, con los demás chicos y chicas que asistían al evento, tanto como para subastar, o ser subastados.

Al llegar, les dieron un número pequeño que colocaron en su pecho. Roger era el 34 y Syd el 18.

— Bien, saben lo que tienen que hacer —dijo el maestro mientras los ordenaba—. Se sientan en las sillas y van levantándose a medida que es su turno —explicó—. Yo haré una pequeña descripción, y diré la oferta inicial de cinco euros.

— Esto parece prostíbulo —comentó Roger en voz baja, hacia su amigo.

— Lo sé, señor Taylor, usted es un antisistema, pero quédese tranquilo, ya que dada su condición, difícilmente lo van a elegir —interrumpió el maestro. Roger solo suspiró cansado—. En fin, recuerden que no hay filtros, tampoco un precio máximo.

— O sea si un violador con sobrepeso de cincuenta años hasta dos millones de euros en alguno de nosotros, tenemos que acostarnos con él —masculló Roger, nuevamente hacia Syd.

— Señor Taylor, ya pare. Nadie que no sea alumno puede comprar —dejó en claro en profesor mirando a Roger con rabia. Este solo dio vuelta el rostro, con un suspiro cansado—. Además todos saben que a cualquier persona con dos dedos de frente le daría asco acostarse con usted.

— Uf, ¿quiere subirme la nota, profesor? Hago lo que sea —dijo irónico.

— Señor Taylor, pare.

— Pedófilo, lo mal pensó.

— A veces se me agota la paciencia con usted, señor Taylor —dijo el maestro.

— Déjelo, señor, solo está así porque nunca en su vida va a tener vida sexual —comentó un alumno.

— Tú cállate, cara de ano —le respondió Roger.

— Señor Taylor, compórtese.

— ¡Pero é-!

— No, Taylor, usted empezó —repuso el maestro. Roger suspiró, se la había buscado—. En fin, todos en los asientos.

— ¿Están numerados? —preguntó una chica.

— No, pueden sentarse con quien quieran —dijo el profesor.

Todos se dirigieron a sus puestos, Roger se acercó al maestro.

— Señor Taylor, creo que ya tuvo suficiente con...

— No, de hecho... me venía a disculpar —dijo avergonzado—. No debí haber actuado así, es solo que... no sé... estoy harto de todo.

El maestro suspiró y se cruzó de brazos.

— Entiendo que esté harto, señor, como también entiendo que esta actividad no le guste porque lo expone, pero ¿no cree que estaría discriminándolo más si no lo considero al igual que al resto? Yo lo considero un alumno más, independiente de su condición.

— Sí, señor... comprendo —dijo Roger.

— Y tienes que mejorar esa actitud, Roger —dijo—. No es culpa de todos lo que sucede.

— Pero sí el que nadie haga nada ante las burlas —repuso. El maestro abrió la boca para responder, pero no supo qué decir—. No debí faltarle el respeto hoy de ese modo, señor, y le pido disculpas. Iré a sentarme.

— Señor —dijo el maestro. Roger se dio vuelta—. No eres un mal chico, Roger. Solo siempre que eres tan negativo y tienes mala actitud. Eso es lo que molesta, no tu condición.

— ¿Usted cree que es fácil esto? —repuso—. ¿Cree que me gusta ser así? Sí sé que soy antipático y que todos me odian por eso, pero es la única alternativa que me queda después de cómo son conmigo —dijo—. Yo no quiero ser así. Yo no era así. Ellos me hicieron como soy.

— Usted decide su comportamiento.

— ¡P-Pero no puedo si cada día me recuerdan que soy un bicho raro, que nunca nadie va a amarme por mi condición, que... que ni siquiera puedo identificarme como algo por mi físico! ¡Y-Ya lo sé, lo veo cada día cuando voy al baño, cuando me baño, cuando me cambio ropa o me llega esa mierda de periodo! ¡No es mi culpa! ¡Yo no pedí nacer así! —exclamó. Los ojos se le comenzaban a humedecer, inclusive una pequeña lagrima amenazaba con deslizarse lenta y silenciosamente por su mejilla. Y entonces se maldijo internamente. Odiaba mostrarse débil.

— Yo... lo sé señor Taylor, pero no tiene por qué gritarme —dijo el maestro—. Y es justamente lo que convendría hablar con sus padres algún día. Sus problemas personales no tienen que afectar en su conducta.

— Ni siquiera está escuchando... —suspiró Roger—. Usted es igual a mi psicólogo, igual a mis compañeros, igual a todos. Prefiere tapar el Sol con un dedo, y fingir que es el anormal de Roger, que ni género sexual tiene, el que debe cambiar, y debe adaptarse a que todos lo traten como la mierda, como si ya no tuviese suficiente con lo que él mismo piensa de él.

Después de eso, fue a sentarse con Syd, quien lo miraba atónito, al igual que el maestro.

— No abras tanto la boca, que se te meterán las moscas —comentó Roger mientras se acomodaba el traje. Syd asintió cerrando la boca.

— ¿No quieres hablar? —preguntó en voz baja. El rubio negó mientras se pasaba una mano por el ojo en un intento de quitarse una lagaña seca de la pestaña. Syd solo asintió.

— Bien, ¿todos listos? —preguntó el maestro dándole una mirada a sus alumnos y básicamente olvidando la plática con Roger—. Bien, pasaremos lista antes, de los seleccionados.

Los alumnos soltaron un bufido cansado, y el maestro sacó su lista con cada uno de los elegidos por la tómbola, que estaban ordenados por su número. Comenzó a nombrarlos uno a uno, Roger agradeció a que nadie hizo algún comentario ofensivo, y al estar terminada y pasada la lista, con todos presentes, el hombre se dirigió a un pequeño estrado de madera individual, y el telón del auditorio se abrió.

Roger estaba nervioso. Habían demasiadas personas, básicamente toda la escuela. Aquella era una actividad que muchos aprovechaban para tener citas o conocer a aquel inalcanzable amor platónico, que parecía tan cercano y a la vez distante, y por consecuente, muchos rostros estaban presentes.

— Buenos días alumnos —saludó el maestro—. Damos por iniciada la subasta de citas de este año. Recuerden que la mitad de los fondos serán donados al hogar de ancianos de la ciudad, y la otra mitad irá para la escuela, con el fin de garantizarles una mejor educación. Cada uno de estos cien caballeros y señoritas serán subastados para poder tener una cita con el afortunado que gane la subasta. Recuerden, el precio inicial son cinco euros, y si después de cierto tiempo, no hay ofertas, el precio va bajando.

Varios aplaudieron. Roger miraba al maestro, y luego miró su regazo, conociendo su doble intimidad que era cubierta por la tela, y sabiendo que posiblemente, ni siquiera de forma gratuita alguien querría una cita con él.

— Llamamos a nuestro número uno —dijo el maestro—. El señor Lawrence Scott.

El aludido se puso de pie y caminó al centro del escenario, esperando.

— Un joven atleta, del equipo de voleibol de la escuela. Tiene diecisiete años y su pasión, además del deporte, es la gastronomía. Empezamos con el precio inicial de cinco euros.

Varias chicas levantaron la mano, dando ofertas.

— Diez euros de la señorita Lockhart, aquí la señorita Travis da veinte. Pattinson da Cuarenta. ¡Vaya subida de precio! ¡Haugland ofrece cincuenta, señores! Cincuenta a la una, cincuenta a las dos... ¡Daniels ofrece cien euros, señoras y señores! ¡Una gran oferta! Cien euros a la una, cien euros a las dos... ¡vendido a la señorita Daniels por cien euros!

Roger suspiró. Jamás gastarían cien euros por él.

Las subastas seguían, Roger estaba aburrido, y conversaba discretamente con Syd, cuando podía. Otras veces lo hicieron callar, y el rubio no tuvo otra que obedecer.

Observó cuando llamaban a su amigo, el cual nerviosamente, se ponía frente al escenario.

— Aquí tenemos al joven de quince años, Roger Barrett.

— Tengo dieciséis, señor —le murmuró Syd.

— Lo siento, dieciséis —se disculpó—. A quien todos llaman simplemente Syd. Ha llegado este año a la escuela, y le gusta pasar las tardes pintando al óleo, o leyendo literatura clásica y poemas de Percy Shelley y Edgar Allan Poe, además de tocar melodías de blues y rock clásico en su guitarra eléctrica. Empezamos con el costo inicial de cinco euros.

— ¡Yo doy quince!

— ¡A mí, doy veinte!

— ¡Yo treinta!

— ¡Treinta y cinco!

— ¡Sesenta!

— ¡Yo doy setenta y cinco!

— ¡Setenta y seis!

El maestro, que intentaba seguir las ofertas de las chicas, acabó por vender por setenta y ocho euros a Syd, a Lorelei Skidmore, de tercer año. El chico estaba sorprendido por el precio en el que había acabado, y por las numerosas ofertas que recibió.

— Quién diría que mi mejor amigo era el galán de la escuela —dijo Roger sonriéndole con orgullo.

— Esa mierda fue lo más humillante que he vivido en toda mi vida —dijo Syd—. Al menos Lorelei es linda...

— ¡Lorelei es la chica de la cual todos se enamoran, Syd! —exclamó Roger—. Tu historia cliché de Wattpad acaba de comenzar.

— ¿Mi qué? —comenzó a reír.

— Nada, no importa —río también Roger negando con la cabeza.

Un cuarto de hora después, Iván Espinoza, el estudiante de intercambio español, acababa de ser vendido por ochenta y seis euros. Él era el número treinta y tres, por lo que Roger sabía que el siguiente era él.

— Número treinta y cuatro —dijo el maestro. Roger suspiró y se puso al centro—. El joven de dieciséis años, Roger Taylor.

— Hermafrodita y anormal, el joven Taylor se dedica a meterse su propia verga en su concha para masturbarse —dijo un alumno. Los demás comenzaron a reír.

— Piensa en un chiste mejor, ya has contado ese como treinta veces —dijo Roger mirándolo mal.

— Señor Taylor, guarde silencio —le dijo el maestro—. Como decía, el joven Taylor es un artista que disfruta del dibujo y la música, teniendo el talento de tocar la batería y cantar canciones de Gretna...

— Greta.

— Eso, Greta Van Fleet. Iniciamos la oferta con cinco euros.

Silencio total. Nadie hablaba y nadie daba un número. Roger agachó la cabeza, esperando los insultos que no tardaron en llegar.

— ¡Profe, pase al siguiente!

— No sé si está subastando a un tipo o una tipa.

— ¡Nadie lo quiere!

Roger miró suplicante al maestro, esperando que dijese algo o que pasara al siguiente. Este lo ignoró deliberadamente.

— Bajamos el precio inicial a cuatro euros.

El rubio suspiró. Aquello tardaría. Los insultos continuaban, y tenía deseos de salir corriendo y llorar en el baño, o en cualquier lugar donde nadie lo viera. No miraba al frente. Solo hacia abajo, con la vista borrosa por las lágrimas que le provocaban aquella humillación.

— Dos euros.

Ninguna oferta, solo insultos que no eran detenidos. ¿Por qué nadie intervenía? ¿Por qué nadie lo defendía? Solo oía que Syd pedía silencio, y el profesor lo silenciaba a él, en vez de silenciar a los que lo insultaban. ¿Se estaba vengando por la plática?

— Gratis. El señor Taylor está gratis —dijo el maestro—. A cero costo, alguien puede tener su cita con él.

Los insultos continuaban. Roger comenzaba a llorar, avergonzado, intentando escapar y con los puños cerrados con fuerza.

— ¡Mírenlo como llora!

— ¡Réspetate, por fa! ¡Ya que nadie lo hace!

Entonces lo inesperado ocurrió. Alguien se levantó con su mano extendida y dijo.

— Yo ofrezco veinte euros.

Roger miró a ver quién era, con las lágrimas aún corriendo por sus mejillas. Y se limpió los ojos, viendo a quien acababa de ayudarlo.

Y aquel era Brian.

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