Parte 8

Desde que la noticia había llegado a Bristol, Emma apenas salía de su alcoba. Un marino lo aseguró en la tienda de Martin. Adam, tras atender al Sr. Page, le informó a ella con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta: el barco de Samuel había sido asaltado por piratas. Walpone, un antiguo rehén de los bucaneros, así lo había confirmado. Aparte de él, sólo había sobrevivido un tal David Lake, al que los piratas hallaron medio muerto.

El padre de Emma ya no sabía qué hacer para consolarla, con el paso de los días perdía la paciencia. Su hija se consumía en vida, aferrada al recuerdo de aquel joven que a él tanto le desagradaba. Cada lágrima de la chica ahogaba su aguante, y aumentaba el peso que otros problemas, de un orden superior para él, ejercían sobre sus hombros.

Era un día fatídico, tenía que dar la cara de nuevo. Se aseó en la palangana, y tras vestirse cuidadosamente, se colocó su mejor peluca con la ayuda del espejo. Intentó inútilmente hablar con Emma que seguía languideciendo sobre la cama. Exasperado por el comportamiento de la joven, bajó las escaleras hacia la puerta.

Antes de salir, tomó su bastón. Quería trasmitir la distinción de la que él y su familia habían gozado años atrás. Contempló el retrato de su padre, pretendiendo atrapar una pizca de su determinación y salió de su pequeña mansión con parsimonia. Su mente no dejaba andar con soltura a sus pies, no quería llegar demasiado pronto. El viejo cochero le esperaba. Atravesaron el camino polvoriento hasta el centro de la ciudad, donde se alzaban las casas de pulcras fachadas de piedra.

Cuando entró en la sala sus cinco acreedores le aguardaban alrededor de una oscura mesa. Uno de ellos, viejo, de cara afilada y largas patillas canas, presidía la reunión.

—Señores.

—Sr. Norman.

—Me temo que una vez más tendré que apelar a vuestra paciencia.

—Sr. Norman, durante muchos años habéis sido un buen socio y conciudadano —argumentó el anciano—, sin embargo, me veo en el difícil aprieto de recordaos que nuestra relación es prioritariamente financiera.

—Pero me prometisteis...

—Os prometimos esperar dos meses a término y mantenemos nuestra palabra. Pero si en dos semanas no nos pagáis, presentaremos nuestro caso ante el condestable de Homerton.

—Me parece justo —masculló apretando los dientes—, nos veremos a finales de mes. Señores.

Los cinco negociantes le observaron cual buitre a un moribundo, ya que, sin que él lo imaginase, antes de su llegada habían estado repartiendo sus posesiones ante lo que consideraban un embargo seguro.

El pecho le oprimía. Tuvo que detenerse a tomar aire antes de bajar las ostentosas escaleras.

—Cuando vivía mi padre —pensaba—, estos miserables no se atrevían ni a mirarle a los ojos, y ahora se harán con todas sus posesiones.

Ya en la calle, el rechinar de sus dientes trasladó su agitación al resto del cuerpo, que en un ataque de tensión golpeó el bastón contra una de las grandes piedras de la fachada. La vara quedó dividida en dos piezas que no se separaron, sino que quedaron agarradas por varias astillas fibrosas. El Sr. Norman contempló su faena, había destruido el cetro familiar, el bastón en el que se apoyó su padre. Con la esperanza de repararlo, lo depositó sobre el asiento del carro.

Andrew azuzó a los caballos y regresaron en un tenso silencio, roto por las primeras gotas de agua de un oscuro nubarrón. Olía a tormenta.

Si no pagaba sus deudas, pronto todo desaparecería. Su viejo cochero se marcharía en cuanto no obtuviese comida caliente diaria. Le despojarían de su casa, la casa donde habían habitado y muerto sus antepasados. Sólo le quedaría su hija y Cecilia. Cecilia, esa mujer que cimentaba el quehacer de su hogar.

Cuando cerró la puerta, las gotas de lluvia golpeaban las maderas. Tras quitarse el chaquetón, encontró al ama de llaves exaltada. Su hija debía seguir en su habitación.

—Sr. Norman tengo que deciros algo —anunció con lágrimas en los ojos—. Aunque aseguré a la señorita Norman que no lo haría, considero que es necesaria vuestra experiencia para...

Observó a la mujer, sabía que era importante.

—Habla.

—Señor, no sé cómo decíroslo. La señorita me preguntó cómo se sabe si una muchacha está encinta, y yo pregunté por qué...

No necesitó oír más, la furia se apoderó de él. Subió las escaleras como una exhalación y abrió la puerta. Su hija estaba dentro de la cama.

—¿Cómo has podido hacerme esto? Tu reputación es lo poco que quedaba en esta casa. ¡Mírame, mírame!

Emma se limitó a llorar contemplando la tormenta a través de la ventana.

—¿Es de Page? ¡Responde!

La muchacha afirmó con la cabeza mientras su padre salía arrastrado por los demonios de la ira.

—Debí figurarme que ese pretencioso hacía algo más que cortejarte.

Hundido por los acontecimientos del día se sentó en la escalera. Cecilia se arrimó con sigilo.

—No está todo perdido, aún no es evidente el embarazo. Quizá pueda desposarla con alguien en estos días, es una chica muy bonita. Una prima mía así lo hizo y nadie supo nunca que estaba preñada de otro.

—¿Con quién? Todo el mundo sabe que me beneficié de los tratos con los puritanos. Comercié con el propio Cromwell en persona.

—Y Dios os bendecirá por ello.

—Dios quizás, pero no la corte ¿Sabes lo que han hecho con sus restos? Lo han desenterrado y ahorcado. Ahora exhiben su calavera ensartada a una pica, cerca del mismo lugar donde él corto la cabeza al padre de nuestro rey. Tuve suerte al conservar mis tierras hace cinco años, cuando expropiaron a todos los que colaboraron con la república, pero ahora, me siento muerto en vida. Ningún noble o aristócrata quiere trato o relación conmigo, algunos me huyen como si fuera el mismísimo diablo. Y para colmo de males, descubro que mi hija está preñada de un tendero muerto.

—Mis chicos murieron luchando por Cromwell, que Dios tenga en su Gloria. Si viviera alguno de ellos sería una dicha desposarle con la señorita.Y ese amigo vuestro...Hamilton. ¿No tenía un hijo?

—Sí, ruin y grosero, pero quizás nos pueda servir.

Esperó junto al fuego a que la tormenta pasara. Después Cecilia avisó a Andrew, y el Sr. Norman salió de la casa.

Una valla negra de punta dorada delimitaba la imponente residencia que los Hamilton tenían en las afueras. La puerta estaba custodiada por dos criados que conversaban. Uno de ellos, ataviado con peluca y sombrero triangular, era James: el hombre de cara delgada y sosegada, que en su día trató de cortejar a Emma. Cuando vio al Sr. Norman se agitó, no podía olvidar cómo le menospreció en su último encuentro. Incluso ahora, que estaba felizmente casado, se encontraba a sí mismo en la intimidad imaginando cómo debía haber rebatido los descréditos de aquella situación que jamás se volvería a repetir, sin darse cuenta de que hubiese dicho lo que hubiese dicho, para el Sr. Norman siempre sería un vulgar sirviente. Al menos, yo no estoy en la ruina como él, pensaba para tranquilizarse.

James no era rencoroso, y le saludó con alegría. El Sr. Norman apenas le miró. Estaba demasiado sumido en sus problemas como para detenerse a saludar a un criado y solicitó con urgencia entrevistarse con Lord Hamilton. Cuando con su mejor sonrisa, James indicó al cochero que debía esperar fuera, el Sr. Norman reparó en él. No sabía si el criado estaba casado o no, por un momento recordó su oferta, pero consideró que aún no era una opción a contemplar.

Entre los nubarrones grises reaparecieron los dorados rayos de sol, colmando de luz las gotas de lluvia que revestían el jardín. El verdor del forraje resplandeció, y las flores rojas y naranjas que ornamentaban el patio mostraron sus vivos colores mientras un longevo jardinero las apañaba cercenando las hojas que amarilleaban aquí y allá. Ligeras rachas de viento alzaban el olor de las plantas impregnado de humedad, extendiendo su fragancia por cada rincón de la hacienda.

Anduvieron hasta toparse con otro mayordomo de aspecto fuerte y peluca cana que les hizo esperar ante una puerta pulcramente barnizada en verde oscuro, dejándoles a solas en un frio silencio que James decidió romper.

—Hace unos meses me encontré a la señorita Norman. Le presenté a mi hija, Elena. ¿No os lo dijeron?

—No, no —respondió sin apenas mirar o poner interés en las palabras de James.

El Sr. Norman no pretendía mentir. Emma se lo comentó el día anterior a la desaparición de Samuel, pero su falta de interés sobre James o cualquier otro sirviente le había hecho olvidarlo. Por aquel entonces él creía conocer todo lo que necesitaba saber del criado: que ya no ambicionaba a su niña.

El mayordomo corpulento abrió la puerta y le invitó a seguirle. Hamilton, un tipo orondo que se había quitado la peluca para estar más cómodo dejando al descubierto su pelo corto, vestía una levita marfil ornamentada en dorado y un abultado pañuelo al cuello. Su mirada verde y penetrante dejaba escapar su carácter directo, exento de cualquier tipo de tapujos. Se disponía a comer en un alargado salón, presidido por un gran reloj decorado en oro que se trasladaba con su dueño de una ciudad a otra.

Tras una acogedora bienvenida, tomaron unos huevos escalfados, picadillo de pollo y algo de salmón salado, bebiendo copiosos tragos de vino entre bocado y bocado. Hablaron del tiempo, de cómo crecía Bristol, de la gente que se iba a vivir a ultramar, de lo mal que se encontraba un conocido reverendo desde que fue expulsado por católico y de la corte. Pero si hubo un tema al que dieron vueltas durante toda la conversación fue al negocio prodigioso que les estaba enfrentando a Holanda, el mismo que hacía que algunos mercaderes ganasen dinero a manos llenas: la compra-venta de esclavos. Por lo visto, ese tal Christopher Harris y sus ayudantes se habían hecho de oro. En unos meses, tras hacerse con la mayoría del negocio, había conseguido ser uno de los hombres más ricos e influyentes de Bristol.

La conversación viró hacia cuan necesarios eran los esclavos en las colonias y la productividad de las mismas. Muchos hombres libres marchaban hacia ellas para evadir la hambruna que se extendía por toda Europa. Cuando el Sr. Norman creyó que era el momento, le preguntó por su hijo, haciendo cierta mención sobre la edad de Emma.

—Vuestra hija es una criatura deliciosa, pero jamás podría consentir que mi hijo os tenga como suegro. Me parte el corazón daros un no, pero todo el mundo sabe que fuisteis partidario de Cromwell. Nadie que aspire a ser valorado en la corte querrá emparentarse con ella.

—Pero tiene que haber alguien...

—¡No os aflijáis! Por lo que me contó James vuestra florecilla ya tiene un buen pretendiente, el hijo de Martin Page. Martin siempre ha sido un negociante honrado y sagaz, con el bolsillo bien lleno, y dicen que su hijo le sigue los pasos.

—El joven ha muerto.

Tras la consternación de Lord Hamilton, el Sr. Norman le explicó su situación. Tomaron algunos tragos más, hasta que las campanillas del reloj anunciaron que la conversación llegaba a su fin.

Se despidió con una sincera reverencia y abatido montó en el carro. Su ebrio intelecto recordó la conversación con su antiguo amigo y aquel primer día que vio a Harris. Sin duda era un hombre de mala calaña; pero... ¡qué diablos! A veces, hay que pertenecer a la mala calaña para sobrevivir. También recordaba cómo miraba a su hija: quizás consiguiese matar dos pájaros de un tiro. Harris podría pagar sus deudas y hacer feliz a Emma, así él podría mantener sus posesiones, aunque fuese en usufructo. Seguro que ella al principio no lo entendería, era demasiado joven como para saber qué quería en realidad, no había vivido suficientes penurias en sus propias carnes. Sólo quedaban dos semanas, no había tiempo que perder.

—Andrew, llévame al puerto —gruñó.

El espacio del muelle que usaba Harris para sus negocios se había extendido en apenas dos meses. Los tres hombres calvos se encargaban de cerrar los negocios y él, mejor ataviado que la última vez que le echó el ojo, supervisaba todas las operaciones. Las filas de hombres negros maniatados a un largo palo se amontonaban en el muelle.

Se quedó a un lado curioseando. Frederick, el encargado, se dirigió hacia ellos mientras los ojos azules del cochero le evitaban, intentando que su señor no percibiese los oscuros negocios que habían compartido.

A una señal de Christopher, Frederick les dejó tranquilos. Harris era perspicaz, no había olvidado al Sr. Norman e intuía que no estaba allí para nada.

—Buenos días tengáis Sr...

—Sr. Norman.

—¿Qué os trae por aquí?

—¿Sabéis quién soy?

—Os recuerdo, a vos y a vuestra encantadora hija.

—De eso mismo quería hablaros— respondió intentando ordenar las ideas que bailaban en su mente al ritmo del vino.

—Vamos, Sr. Norman, no vendréis a pedirme cuentas por lo de Samuel, sólo son habladurías, y de ser cierto, creed que lo lamento. Aunque, ya sabéis, el que trabaja con cenizas acaba con las manos sucias.

—Por lo que sé, los rumores de cómo os deshicisteis de él han atemorizado a toda la competencia. Sr. Harris, nadie comercia con esclavos sin vuestro beneplácito. Y de ser cierto que usted tuvo algo que ver en la desaparición del joven Page, vengo a reclamaros una justa compensación, ya que vuestras acciones han llevado mi vida y la de mi hija a la ruina.

—Sr. Norman, vuestra vida y la de vuestra hija llevan en la ruina más de dos años.

—Sí, pero desconocéis que el Sr. Page, con quien mi hija estaba prometida, era un joven dispuesto a hacer frente a todas mis pérdidas.

—¿Y habéis venido hasta aquí para pedirme dinero, acaso me creéis tan necio como para compensaros por algo así?

—En estos momentos, por vuestra culpa, me encuentro sin dinero y con una solterona infeliz que apenas quiere salir de su aposento. Creo que tenéis la obligación moral de reparar ambos hechos.

Christopher arqueó sus cejas, atravesando con su mirada al Sr. Norman. Era astuto y comprendió sus intenciones enseguida.

—En verdad, Sr. Norman, tenéis una manera desconcertante de hacer propuestas. ¿Me estáis ofreciendo que contraiga matrimonio con vuestra hija?

Ante el gesto aprobatorio del pretendido caballero, Harris soltó una ruidosa carcajada. Sara, la chica morena de pecas junto al ojo, al observar la situación, saltó como si le hubiesen clavado un alfiler en el trasero. Su mirada maldijo al viejo Norman mientras sus pulmones se hinchaban y deshinchaban a un ritmo frenético. Si no fuera por aquel arrebatado movimiento, cualquiera hubiese jurado que se había transformado en una estatua de perfecta talla.

Harris la observó, se sirvió un poco de licor y lo bebió de un solo trago. Tras secarse los labios con la manga propuso a su desesperado pretendiente:

—Pasad a mi escritorio, los negocios importantes nunca los despacho en el muelle.

Cuando llegó a casa no sabía cómo explicárselo a su hija. Él nunca había sido bueno para este tipo de cosas. Llamó a la puerta de la habitación y Emma le invitó a entrar.

Seguía tumbada en la cama, más pálida que de costumbre y con un halo violeta circunvalando sus ojos claros. El colgante con forma de corazón reposaba sobre su blanco camisón. Reparó en la pequeña joya, nadie le había explicado su verdadero valor, pero él no era tan necio cómo para no imaginarlo; prefería que fuese así, que nadie le dijese nada al respecto, no lo quería oír.

Explicarle a su niña lo que pretendía hacer no era una tarea fácil. En estos momentos anhelaba tener el don de palabra presente en muchas personas, como la familia Page. Siempre sabían negociar con la palabra oportuna en el momento justo, y él ni siquiera hallaba el modo de abordar la conversación. Tras deliberar un instante, arrancó:

—Lamento la pérdida de Samuel, ahora sé lo mucho que le apreciabas, pero la vida continúa...

La negación de Emma arrugó aún más el gesto de Cecilia, que no pudo contener sus lágrimas.

—¡Soy tu padre y tendrás que obedecer mis órdenes! Además, el Sr. Harris ya me ha adelantado parte del dinero.




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