Parte 7
Despertó sin saber el tiempo que llevaba encerrado. Sólo recordaba largos y desagradables sueños acompañados por sed, frío y desazón. Su cabeza ardía por la fiebre. Al apoyar las manos para intentar ponerse en pie, tocó un líquido viscoso y espeso que se extendía por el suelo. Lo acercó a la nariz reconociendo su olor: sangre. Creyó que era suya, pero pronto percibió la rigidez de su compañero. Palpando en la oscuridad llegó hasta la mejilla de David: estaba fría, fría como los peces que compraba en el muelle, fría como los cadáveres que había visto en los entierros.
Lloró y protestó, gastando las pocas energías de las que disponía, pero nadie atendió a sus demandas. Fuera, todos parecían muy atareados.
Le despertó una explosión. Pasos de marinos corriendo, gritos de apremio, tensión y miedo le indicaban que habían encontrado al enemigo.
Escuchó unos golpes secos que desatrancaban la puerta. Tras el rechinar de bisagras, apareció el contramaestre con dos palos.
—¡Arriba, holgazanes! —ordenó lanzando los garrotes—. Salid a defender la nave si estimáis en algo vuestras vidas.
A Samuel le hubiese gustado romper el palo en su redonda cabeza, pero apenas tenía fuerzas para levantarse. Cuando quiso anunciarle la muerte de David, el suboficial se alejaba con urgencia. Tambaleando cogió una de las estacas y, movido por la curiosidad e instinto de supervivencia, subió a cubierta. La luz del sol apenas le deslumbró, unas nueves grises cubrían el cielo. El viento enfrió su pecho aún desnudo. Los hombres se preparaban para la lucha. Entre el caos reinante, se alzaba la voz del capitán:
—Sr. Walpone, ordenad otra tanda de disparos. ¡Timonel! Mantened firme el rumbo. ¡Debemos salvaguardarnos de sus cañones!
Las detonaciones derrumbaron a Samuel, cuya mano pisó un marino que trotaba en busca de algo. Sobre cubierta cada cañonazo sonaba con un estruendo seco, que dejaba un hueco en el aire. Después llegaba una nube blanquecina de humo, que lo cubría todo durante unos instantes, para irse disipando poco a poco con un olor a pólvora tan fuerte que se podía masticar.
Se incorporó para contemplar la escena. En el otro barco un fogonazo precedió al rugido de la explosión que, lanzando una bola de acero al aire, alcanzó la arboladura. El proyectil traspasó las maderas y cayó al agua con un sonoro zambullido. Una lluvia de astillas cubrió las ropas de Samuel, mientras un embrollo de cuerdas y velas se desprendía hiriendo a un harapiento muchacho. El barbero intentó auxiliarle, pero ya era demasiado tarde.
El capitán, ducho en combate y con nervios de acero, continuaba vociferando órdenes que dirigían al revoltijo de hombres que correteaban.
Tras otro estruendo lejano, aterrizó en cubierta un enorme arpón de tres puntas atado a una cuerda que retrocedió hasta engancharse en el borde de las escaleras que descendían hacia la zona de carga. La soga pronto adquirió una fuerte tensión, elevándose del agua al ritmo que marcaban los tirones provenientes de la embarcación vecina. Cuando a golpe de sable consiguieron cortarla, tres ganchos más habían aterrizado en cubierta, y aunque sólo dos de ellos se hundieron en la madera, la llegada de los invasores era inminente.
—¡Contramaestre, preparad a la tripulación para el abordaje! —gritó el capitán.
Los oficiales empuñaron pistolas y sables; los marinos, mosquetes y espadas; y la leva, sin uniformar y organizada por el contramaestre, hachas, cuchillos y otros utensilios.
El barco atacante estaba cercano, en él ya se podía distinguir a la muchedumbre delirante que tiraba de los ganchos con intención de pasar al cuerpo a cuerpo.
Walpone se aproximó a Samuel para ordenarle:
—Sitúate en la borda de estribor. Obedece, o te juro que... —le advirtió a punta de sable.
Sin ánimo para enfrentarse al arma del primer oficial avanzó hacia el lugar más peligroso, donde habían amontonado a la leva.
—Tú, Page, ponte delante —ordenó el contramaestre que mantenía a la muchedumbre en orden.
Varios marinos le azuzaron hacia la borda, no por acatar la orden del contramaestre sino para guarecerse de posibles disparos. La débil resistencia de Samuel no pudo evitar que le situaran en primera línea, además, el miedo de los otros hombres multiplicaba sus bríos al empujarle. Apenas podía sostener el palo, incapaz de pelear contra la masa de harapientos que se avecinaba profiriendo todo tipo de insultos y amenazas.
Tres objetos esféricos sobrevolaron el montón de la leva, dejando una estela de humo sobre sus cabezas para caer en cubierta y estallar ensordecedoramente. Samuel giró la cabeza y descubrió como muchos de los hombres que le acababan de empujar, se encorvaban malheridos. El contramaestre se había llevado la peor parte: las bombas habían explotado de lleno sobre él, haciéndole un horrible boquete desde la frente hasta el fondo del cráneo. Lo que quedaba de su cuerpo se derrumbó sobre la madera que tantas veces había ordenado limpiar.
Hordas de individuos armados se lanzaron a la conquista del barco. Los oficiales descargaron sus pistolas y los marinos sus mosquetes, ocasionando numerosas bajas. Pese a ello, y lejos de retroceder, los asaltantes corrieron en busca de la lucha.
Tras descargar las armas de fuego, le tocaba el turno al acero. Un grito desgarrador se abrió paso entre las barbas del primer oficial, al que su corpulencia e instrucción marcial permitían lanzar fuertes sablazos sobre un grupo de desarrapados que acababan de aterrizar. Uno de ellos trató de apuñalarle a traición con un cuchillo, pero él hundió su arma en el pecho del atacante, momento que aprovechó otro para golpearle con un martillo en la cabeza. Tras el martillazo su mirada voló sin rumbo por la escena dantesca, posándose en los ojos de Samuel. El joven mercader de Bristol, nunca supo interpretar la extraña mueca con la que se derrumbó su principal captor: arrepentimiento, estupor o simple confusión por el golpe.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top