Parte 4

Las largas y canosas cejas de Martin Page se plegaron cuando observó el catre vacío al amanecer. Recorrió la casa con inquietud, bajó las irregulares escaleras, le volvió a llamar, pero todo fue en vano. Pensó que quizás su hijo se hubiera fugado con Emma, lejos de los problemas económicos de su remilgado padre. Consternado, se encaminó hacia el puerto en una mañana fresca y brumosa. Preguntó a los hombres, que se entregaban a sus ajetreadas tareas, pero nadie sabía nada, así que se encaminó hacia casa de los Norman.

El ama de llaves le recibió con tibieza. Tras unos minutos apareció el Sr. Norman en lo alto de una escalinata de madera. Le había despertado, se notaba que acababa de ponerse la peluca, no la tenía bien encuadrada. Entre los mechones teñidos de crin de caballo y algo de pelo humano, la cara del Sr. Norman esbozó un gesto de extrañeza.

—Sr. Page, ¿a qué se debe vuestra visita a estas horas de la mañana?

—Buenos días, lamento molestaros. Estoy buscando a mi hijo... y pensé que quizás la señorita Norman sabría dónde encontrarle.

—¿Y por qué habría de saberlo? —contestó irritado.

—¡No sabéis dónde está Samuel! —irrumpió Emma saliendo en camisón la habitación contigua.

—Cuando me he levantado he descubierto que no ha dormido en casa. Y como anoche me dijo que vendría a visitaros, pensé que quizás supieseis algo.

—Vino a verme, pero... —confesó mirando al suelo.

—¡Hija!

—Estuvimos conversando sobre sus negocios. Quizás haya ido a hablar con el capitán del Nueva Esperanza, estaba dispuesto a aceptar el trato que...

—Ya he preguntado allí —aseguró Martin con gesto de dolor— y tampoco saben nada de él. No imagináis algún otro sitio donde pudiera haber ido anoche.

—En ocasiones comenta, que de regreso a vuestra casa se para a tomar una jarra de cerveza cerca del mercado. No sabría deciros el nombre de la taberna, pero tiene un pato pintado en la puerta.

—No conozco el lugar... —afirmó mientras movía la cabeza en busca de ayuda. La joven acogió la propuesta con presteza.

—Con vuestro permiso, os acompañaré en cuanto termine de vestirme.

Su padre, medio adormilado y asombrado por los sucesos, se colocó la peluca sin saber qué decir:

—Una taberna no es lugar apropiado para una señorita. Cuando los puritanos las prohibieron, sería por algo. Aunque el rey las haya abierto de nuevo...

—¡Padre!, os guste o no, voy a ir a buscar a Samuel.

—Está bien. Te permitiré ir, por el afecto que sé que prolijas al joven, pero eso no cambia mi opinión sobre él o sobre las tabernas. No son lugares para una mujer honrada, y yo mismo te lo mostraré. El Sr. Norman siguió refunfuñando sobre el tema.

Emma encontró con facilidad el sitio. Las prevenciones del Sr. Norman contrastaban con la realidad del local a esas horas, apenas visitado por media docena de hombres que almorzaban tocino y pan, bebían cerveza y charlaban con normalidad. El tabernero relató lo sucedido, mientras el padre de Samuel le interrogaba con preocupación:

—¿Estaban solos los soldados?

—Sólo les acompañaba una chica rubia.

—¿Rubia, de pelo largo y delgada?

—Sí... tenía una sonrisa muy fea, con todos los dientes rotos.

—Sé quién es. Y me temo lo peor.

—¿Qué sucede?— intervino Emma.

—Esa furcia nos ha jodido... Trabaja para Christopher Harris. ¡Mierda!

—Sr. Page, moderad vuestro lenguaje ante mi hija.

Martin dirigió la expedición hacia el puerto sin atender las constantes quejas del Sr. Norman.

—Tenemos que hablar con Christopher, él está detrás de todo esto. Ayer nos hicieron una propuesta y se ha asegurado de que la rechazábamos.

Cuando llegaron al muelle buscaron un caseto donde solía estar Harris. En aquel lugar, el olor a salitre quedaba enmascarado por los efluvios de la piel, el sudor y el hacinamiento expelidos por los hombres negros que maniatados a tres largos palos, se alineaban en filas. En dos de ellas se aglomeraban hombres jóvenes, en la tercera, mujeres y niños de mirada perdida que ya no tenían fuerza para continuar llorando.

Emma contempló la penosa estampa posando su vista sobre una mujer mayor. Sus ojos quemaban en el alma, lanzando un grito silencioso ante la venta de su maltrato. La chica no pudo soportar esa mirada y se giró para no observar a la desafortunada, aun así, notó cómo esos dos negros luceros recorrían su espalda. El calor, el olor y la tensión aflojaron sus fuerzas, especialmente cuando recordó cómo incitaba a su buen Samuel a realizar este tipo de ultrajes. Su mirada chocó con la del viejo Martin, que no se tomó más de un instante para reprobar a la joven por su actitud de la pasada noche que parecía haber adivinado, mientras seguía buscando al responsable de la desaparición de su hijo.

Harris, tras una mesa liviana, anotaba números con un lápiz cuadrado y corto sobre un papelucho. Varios ayudantes malencarados, entre los que destacaban tres hombres orondos de una calvicie total, mantenían el orden entre la mercancía.

Frederick, el tipo de tez calavérica, les cortó el camino con sus brazos. Era delgado, pero sus músculos poseían una fuerza fibrosa inamovible. Christopher se acercó sonriente a saludarles. Esperaba su visita.

—Sr. Page... ¿qué os trae por aquí? ¿Acaso deseáis aprender el oficio?

—Ya sabéis a qué hemos venido. ¿Dónde está mi hijo?

—¡Ah! He oído rumores...

El Sr. Page reprimió sus ganas de abofetearle apretando sus manos. Los hombres de Christopher le iban a detener, pero les hizo un gesto para que se mantuvieran quietos, un viejo no era rival para un tipo alto y fornido como él.

—Por lo que comentan, Samuel se ha enrolado en la Marina Real... Quién sabe, quizás estuviera cansado de comerciar con especias.

—Eso es falso, y tengo testigos de ello.

—Os recuerdo que la armada tiene la real potestad de efectuar enrolamientos forzosos —añadió Christopher—, además, dicen que aceptó el salario de la marina por adelantado, quizás tuviera algún tipo de necesidad que desconocíais.

—Si eso es cierto, no hay nada que podamos hacer —intervino el padre de Emma, deseoso de terminar el encuentro.

—Con un poco de suerte —se burló Christopher— volverá en un par de años hecho un hombre. El ejército curte el carácter. La mayoría de los que trabajamos aquí lo hemos vivido en nuestras propias carnes.

Los hombres calvos sonrieron disfrutando el juego de su patrón.

Las gotas de llanto surcaron el rostro de la muchacha, que unió a su culpabilidad la ratificación de la ausencia de Samuel. Se acabó el compartir los paseos y las tardes, las conversaciones y los besos furtivos, y aunque no sabía dónde estaba o cómo se encontraba, era consciente de lo peligrosa y dura que era la Marina Real. Conocía a varios hombres que se enrolaron y jamás regresaron. Por un momento, la joven empequeñeció, mostrando toda su fragilidad entre negreros y esclavos.

Christopher contempló el embrujo de su llanto. Él estaba acostumbrado a ver llorar a los negros y a lo que denominaba "sus rameras", especialmente cuando le intentaban engañar en las cuentas, y se había sorprendido a sí mismo degustando el dolor ajeno, pero nunca con esta sutileza. Era una muchachita noble, bien arreglada y posiblemente doncella, con una piel tersa y sin picar, alguien con quien ni siquiera había llegado a imaginar mantener una conversación, y ahora él había provocado su llanto, y eso, el llamar de algún modo su atención, le gustaba, le provocaba un extraño placer que intentó paladear. Desnudó a la joven con su mente, imaginándose lo exquisito que sería yacer con alguien tan delicado.

Los monjes con los que pasó algunos años de su niñez le habían enseñado la cortesía, que de cuando en cuando, repartía a su antojo. Pensó que era un buen momento para exhibir su saber estar y sacando un pañuelo de su bolsillo, lo tendió hacia la dama.

—Una flor tan bella no debería llorar por un hombre, medio Bristol estaría a vuestros pies si quisierais.

Nunca un pañuelo tan blanco había producido tanta repugnancia. Emma golpeó la tela mostrando su repulsa, retirándose unos pasos para desahogarse con intimidad. Su padre la abrazó en un vano intento de consuelo. Mientras, Martin Page acorraló a Christopher amenazándole:

—Os arrepentiréis de esto.

—¿Y qué pensáis hacer, no venderme más azúcar...? —Ante el intento de réplica de Martin, el negrero continuó—: Tened cuidado con lo que vais a decir, os aseguro que nunca olvido una ofensa.

El padre hizo ademán de propinarle una torta, pero Christopher le sujetó la mano con fuerza y en un atenazador abrazo, susurró:

—¿Pensabais que me iba a dejar pisotear tan fácilmente? Vuestro hijo jamás se debió entrometer en mis negocios...

—No habíamos aceptado tratar con esclavos, eso lo dejamos para escoria como tú.

Uno de los tipos calvos y corpulentos interrumpió la discusión.

—¡Aquel negro se ha desatado! —bramó apuntando con su achaparrado dedo.

El más joven y delgado de los calvos, de cierto parecido físico al anterior, corrió hacia el señalado que tenía una mano suelta. Christopher tomó una vara gruesa, corrió hasta al preso y le golpeó.

—¡Deteneos! —voceó un ayudante que lucía un mal pelaje rubio y largo—. Ese cabo está descosido desde ayer, la cuerda no llegaba para atarle las dos manos.

—Dios te maldiga, Eugene. Debería abrirte la cabeza con este palo. Ahora no nos pagarán un meado por este. —Tras envenenarse con su ira y echar un vistazo al esclavo, se volvió hacia Martin—: Escucha viejo, lárgate antes de que pierda el aguante. Espera un par de años a tu hijo... y si intentas algo, mandaré a mis socios para que zanjen la cuestión.

Cuando Christopher hizo un gesto dejando claro que había concluido la conversación, Frederick se interpuso y empujó a Martin para despacharle.

—¡No me toques, escoria pervertida! —advirtió Page—. Yo no soy una de tus esclavas. Todo el muelle sabe lo que haces con esas pobres desventuradas... ¡Le das asco hasta a las ratas!

Algunos de los hombres rieron mientras Frederick mudaba su expresión. Sus ojos se llenaron de una oscura ira: odiaba que alguien se atrevía a reprocharle en público sus abusos con las esclavas.

—Esto no quedará aquí, viejo. Juro que me lo pagarás.

Martin, impotente, se encaminó hacia la otra punta del muelle, donde regentaba su negocio. El Sr. Norman y su hija le siguieron. Christopher Harris no dejó pasar la oportunidad de ver las lágrimas del delicado y blanco rostro:

—Adiós señorita —pregonó con sarna mientras ejecutaba una grácil reverencia—, siento lo de Samuel. Pero si el chico quería un buen salario debía haber acudido a mí y no al ejército... Sí yo tuviese una prometida como vos, jamás me enrolaría.

—No era su prometida —puntualizó el Sr. Norman, intentando defender la que él creía intacta reputación de su hija.

Cuando entraron en su local, Adam había dispuesto todo y comenzado la jornada. Sus gritos y lágrimas le encogieron el corazón. Tras ponerse al corriente de la situación, insistió en la conveniencia de denunciar los hechos ante el sheriff.

Cerraron el portón de madera y marcharon hasta el centro de la ciudad. En la Calle del Vino encontraron a un guardia barbudo de casco y coraza metálica que les señaló donde podían localizar a su superior.

Tras esperar a los pies de una destartalada fortificación de piedra, les indicaron que podían pasar.

Aldworth era uno de los dos sheriffs de Bristol, un tipo serio, enjuto y con perilla que buscaba siempre el beneficio de la corona. Sentado tras una sobria mesa de madera oscura, les recibió con desgana. Pronto descubrieron que ir a verle no había sido una buena idea, ya que defendió el esplendor de la Armada Real y la obligación de todo inglés de servir a su reino; incluso se ofendió cuando Martin insinuó la confabulación contra su hijo.

Además, reconocer al Sr. Norman, que por todos era sabido que negoció en persona con el propio Cromwell, no facilitó la conversación. Cromwell que en su día era admirado por gobernar la república, ahora era repudiado por ser el hombre que cortó la cabeza al padre del rey, tiñendo de sospecha a cualquiera que hubiese tenido trato o entendimiento con él que su dinero o condición no pudiera limpiar. Por lo que, aparte de irse con las manos vacías y sus esperanzas vapuleadas, advirtieron como el frío recelo y la desconfianza del sheriff tornaron aquella audiencia en un incómodo interrogatorio.


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