Parte 3


El marino pelirrojo se balanceaba entre la muchedumbre de la taberna. Tras orinar en el empedrado entró por más diversión. Rodeado de semblantes encendidos por alcohol y calor humano, se topó con una agraciada muchachita rubia de dientes rotos. Se dispuso a seguirla, pero ella envolvió con sus brazos a un tipo alto y robusto, de pelo rizado, nariz aguileña, amplias patillas morenas y ojos hondos y vivos que ahora se estaban fijando en él. El hombre rondaba los cuarenta años, pero la fuerza y el vigor de la juventud no le habían abandonado.

—Te conozco, marinero —dijo el tipo alto.

—Perdonad —el marino no quería problemas, y había algo en aquel individuo que le daba un aspecto peligroso.

—¡Tranquilizaos! ¿No os acordáis de mí? Soy Christopher Harris, os conocí en el Nueva Esperanza. Faenáis allí, ¿verdad? ¡Vamos, os invito a una cerveza! ¿Rosalind, nos concederás el placer de vuestra compañía? —preguntó mientras impulsaba a la chica en busca del marino con una palmada en el trasero.

El pelirrojo se quedó mirando la sonrisa de la muchacha, tomándose una cerveza tras otra acompañadas de varios aguardientes. Aprovechando el aturdimiento del alcohol, su nuevo amigo le tiró de la lengua:

—¿No era vuestro capitán el que me propuso vender sus esclavos? — preguntó Christopher Harris sin darle importancia.

—Es posible —respondió el pelirrojo—, porque está desesperado con esa cuestión.

—Decidme... ¿creéis qué aceptará mi propuesta?

—¡Oh, no! Cuando os marchasteis estaba furioso. Ha buscado a otro para venderlos, un comerciante de especias o algo así.

—Especias...¿Page?

—¡Eso! Page.

—¡Vaya con el viejo!

—No, el viejo no quiere. Será su hijo. Él sí está dispuesto —afirmó moviendo su pecosa nariz rojiza.

—¿Y su socio, Adam?

—No, sólo el joven Page. Los otros no tienen las agallas necesarias —añadió sonriendo con complicidad.

Christopher hizo un gesto a otra muchacha. Morena y bien parecida, su rostro reflejaba la dureza de una vida en la calle. Tenía un par de lunares bajo su ojo izquierdo, que evocaban la forma de una diminuta lágrima. Al ver la señal, se acercó con desparpajo.

—Atiende a mi amigo —ordenó Christopher—. Quiero que se vaya bien contento de aquí.

La morena engatusó al marino secándole el sudor de la frente con un pañuelo que extrajo de su voluminoso escote. Los ojos del pelirrojo quedaron prendidos del vaivén blanquecino de sus pechos, acogiendo con sumo gusto el tacto cálido de la tela.

Mientras el marino estaba entretenido con el paño, Christopher pidió un licor que engulló de un trago, y otra cerveza que llevó a un rincón discreto junto a la rubia de dientes rotos.

—Rosalind, dame la belladona.

—No sé de qué estás hablando.

—No te hagas la tonta, sé que la usas para rapiñar a los incautos... Si dijese todo lo que se de ti, te quemarían por bruja.

—Y si yo dijese lo que sé de ti, te ahorcarían por asesino.

—Ten por seguro que antes de que me apresaran, te pegaría la mayor paliza de tu vida.

Christopher atrapó la muñeca de la muchacha con fuerza y le untó un largo beso en la boca que fue recibido con una sonrisa cómplice.

—¡Basta de juegos! Dame el frasco.

Rosalind sacó un pequeño recipiente marrón de entre sus ropas. Christopher lo abrió y dejó caer un chorrito sobre la jarra.

—¡Para! —gritó ella—, o le matarás.

—No seas imbécil. Es un tipo fuerte, aunque se tomara todo el frasco no moriría. De todas maneras, sólo quiero que olvide donde y con quien ha pasado la noche.

—Entonces, con las cervezas que lleva y esto, bastará.

Rosalind le hizo un gesto a su amiga morena al entregarle la jarra, y ella se encargó de que el marino pelirrojo la bebiera con avidez.

Christopher abandonó la taberna maldiciendo. Rosalind, advirtiendo su ofuscación, salió tras él.

—¿Con que esos cabrones quieren jugármela? ¿Pero quién se ha creído que es ese Page? No consentiré que me pise el negocio: aquí, a los negros, los controlo yo... Nos lo quitaremos de encima.

—Pero, aunque te deshagas del muchacho, buscarán a otro.

—Quizá, pero cuando vean que ese otro también desaparece, entonces el capitán del Nueva Esperanza no estará tan gallito y terminará aceptando mis condiciones. Busca a ese soldado amigo tuyo... Walpone, y que traiga a sus hombres. Veremos la fuerza que puede hacer en ellos una bolsa repleta de monedas.

Mientras la chica se alejaba, Christopher llamó a un tipo de fisonomía cadavérica que estaba descansando en la calle.

—¡Eh! Frederick, necesito que me localices a alguien.

Otro diminuto guijarro golpeó la madera por tercera vez. Emma abrió su ventana, sabía quién le buscaba. Le costó abandonar la casa sin llamar la atención de Cecilia, la mujer dormía poco, y su perpetua curiosidad le había agudizado el oído. Desde que murió su madre, vivía sola con su padre y aquella fornida mujer que hacía las veces de ama de llaves, sirvienta, madre y hermana.

Se deslizó de puntillas hasta la alacena, una pequeña estancia, húmeda e impregnada del olor de verduras, carnes encurtidas y queso. Situó un taburete de madera estratégicamente y se subió él. Al Abrir las portezuelas del elevado ventanuco, el aire refrescó su cara. De un brinco se encaramó en el marco, tal y como venía haciendo desde que era niña. Deslizó sus piernas hacía el exterior de la casa, donde encontró los brazos del muchacho que le ayudaron a bajar.

Por discreción, guardó silencio, sabiendo que sucedía algo importante. Samuel no la despertaría sin una buena razón. Por segunda vez desde que la pretendía, hicieron una visita a la pequeña cabaña de la huerta. Tras exponerle la situación, Emma estaba entusiasmada.

—Vuestro padre debe comprenderlo —insistía ella—, tenemos que pensar en nuestras necesidades. Si no aceptáis este trabajo lo hará otro, llevándose todo el dinero. No podemos preocuparnos por los esclavos, sus circunstancias serán las mismas con uno u otro.

—Es cierto, pero el corazón me dice que no debo hacerlo. Soy conocido gracias a mi padre y no quiero traicionarle. Lo recapacitaré unos días, quizás haya otro modo de despachar nuestros problemas... Si nos casamos, vuestra familia podría vivir en casa de mi padre, hay suficiente espacio para todos en el piso de abajo.

—¿Mi padre en vuestra casa? Jamás lo aceptaría. Para él sería un deshonor, preferiría verse preso por impago.

—Sea como fuere, parece que llegaremos a una solución.

—Hablad con vuestro padre Samuel. Con ese dinero, podríamos casarnos y vivir prósperamente.

Emma acercó su boca a Samuel, que respondió con un beso. Ella no quería que pensara que lo hacía para convencerle de la empresa, porque no era así, estaba enamorada y deseaba abandonarse en sus brazos. De hecho evitaba los sitios solitarios como la cabaña en la que se encontraban porque sabía lo que podía suceder, Cecilia se lo había explicado. Desde aquel día, no habían vuelto a yacer juntos. Temía quedarse embarazada, eso destrozaría su reputación y enfurecería a su padre. Pero esta vez era distinto: si él aceptaba el encargo, tendrían dinero suficiente como para afrontar cualquier contratiempo.

Samuel conocía el miedo de Emma, pero ansiaba hacer el amor con ella en ese momento y se dejó guiar por el deseo de la muchacha. Jadeante, no le importaba en absoluto que pudiera quedar embarazada, al contrario, así el Sr. Norman no se podría oponer a su boda. Además, la idea de crear un nuevo ser al mezclarse con la muchacha, lejos de considerarla inquietante, le resultaba fascinante.

Tras besarla en la boca, desabrochó con torpeza los botones del camisón dejando al descubierto una suave piel marfil que se apresuró a saborear.

En el interior de la joven la moral inculcada año tras año perdía terreno ante el fuego helado de las caricias, desabrochándose el corpiño con una inquietante mezcla de liberación y culpa.

El chico, que no podía aguantar más el deseo, se tumbó sobre ella. Procurando ser sigilosos, sus cuerpos cálidos y jóvenes gozaron de un placer aderezado con el apresuramiento que imponía la furtividad. Cuando la pasión llegó a su fin, aguardaron abrazados el paso de las horas.

Antes de abandonar la caseta, Samuel sacó un pañuelo de su bolsillo. Tras desplegarlo cuidadosamente, extrajo un colgante de él.

—Lo compré en el puerto... pensaba regaláoslo el día de vuestro cumpleaños, pero ahora que sé que me lo puedo permitir, no he podido resistirme.

Ella lo tomó entre sus manos, tratando de reflejar la luna para apreciar los detalles. La cadena atrapaba un corazón dorado con una rosa roja en su centro compuesta de diminutas piedras brillantes. Sin duda el comprarlo había supuesto un importante esfuerzo para él.

—Os merecéis una joya de mayor valía, pero... —se disculpó.

Aquella disculpa hizo que toda la ternura de la muchacha se volcase sobre la baratija, convirtiéndola en la más preciada de las joyas.

—Es precioso, ponédmelo.

Emma contempló el colgante que lucía ya sobre su pecho, antes de acercarse al ventanuco.

—Tened cuidado, no os rompáis la cabeza al saltar.

—No temáis. Llevo escapando por aquí desde niña. Mi padre guarda las llaves de la casa y esta es la única ventana que no tiene cerrojo por dentro.

—Pues debería tenerlo, no quisiera que nadie entrara a robar.

—Me temo que en esta casa ya no queda nada de valor.

—Para mí hay un gran tesoro.

Las manos de Samuel se entrelazaron para formar un escalón en el que ella pudo posar su pie y encaramarse en la repisa. El descenso sobre el taburete fue alborotado. Después, con el mismo sigilo con el que se había fugado, regresó a su aposento. Al cerrar la puerta rechinó en el silencio de la noche. Su familia seguramente se dio cuenta de su retorno, especialmente Cecilia, de sueño ligero, pero nadie lo mencionó. Ninguno quería revelar un suceso que a todos desagradaría y destrozaría la reputación de la casa.

Samuel quería a Emma desde que la vio por primera vez paseando, hacía ya dos años. Aquella vez, ella no reparó en él, que cargaba con un pesado saco de sal. Tardó varias semanas en averiguar a qué parroquia asistía, para poder entablar conversación con ella a la salida de los oficios, y ahora al fin, aquel dulce sueño estaba al alcance de su mano.

Con la mente tensa, anduvo por una calle arenosa. De un lado tiraba su padre y su moralidad, y de otro su amor por Emma: los recientes recuerdos de su cálido cuerpo, su olor y las malditas deudas de su padre. Con ese dinero no sólo podría casarse con ella, sino demostrarle a su futuro suegro que era un gran partido. El Sr. Norman siempre le había mirado por encima del hombro, pensando que no estaba a la altura de "su niña", pero eso cambiaría cuando viese que poseía lo único que él codiciaba: dinero, mucho dinero.

Había un largo trecho de casa de Emma a la suya, así que, como casi todas las noches, decidió hacer una parada en la taberna de La Oca Dorada, cuya luz destacaba en una manzana de estrechas fachadas amarillentas. Aquella noche la luna apenas dejaba ver los tejados que abuhardillaban la cuarta planta de cada edificio.

El estrecho local estaba más concurrido que de costumbre. Soldados de levitas rojas se agolpaban en mesas y barra. Rosalind, la chica rubia de sonrisa rota, estaba sentada en las rodillas de uno de ellos, corpulento y de barba espesa. Al ver a Samuel, los labios de la muchacha se posaron en la oreja del marino con un susurro furtivo, y este, tras buscar con su mirada al muchacho, asintió con la cabeza.

Cualquier otro día, Samuel se habría detenido a ponderar la situación, y quizás hubiese intuido el peligro en el cuchicheo de la muchacha, pero aquel día las ideas se agolpaban en su cabeza y sólo deseaba una cerveza para ahogar alguna de ellas y poder conciliar el sueño.

El tabernero, un hombre pequeño, canoso y con bigote, en respuesta a la moneda de Samuel, le sirvió una jarra metálica de cerveza tibia, tal y como hacía cada vez que pasaba por allí.

Bebió a grandes sorbos. Paseaba por su mente, absorto, perdido en sus pensamientos, cuando un soldado enjuto y con perilla se le acercó para preguntarle por una dirección cercana. Samuel indicó con la facilidad del que ha vivido desde niño en la ciudad, y el soldado se lo agradeció con un apretón de sus manos huesudas y duras, aprisionándole tan fuerte, que le hizo daño.

Hoy la jarra se consumía más rápido que de costumbre, se pediría otra. En el último sorbo, algo golpeó su campanilla, haciéndole escupir parte de la bebida. Se llevó la mano a la boca, y entre saliva y espuma encontró una moneda. La miró sorprendido mientras el soldado delgado le señalaba y gritaba:

—¡Ha aceptado el primer pago! Ya es uno de los nuestros. Ha tomado el chelín del rey.

Los militares se amontonaron a su alrededor zarandeándole, sin que Samuel o el tabernero pudieran hacer nada al respecto. El muchacho, que aún se encontraba ensimismado por lo acontecido a lo largo del día, tardó en reaccionar.

Ya en la puerta, intentó zafarse, pero varios soldados le retuvieron. Le estaban esperando. Antes de que tuviese tiempo areaccionar, el oficial fornido y barbudo se le acercó por la espalda con una porra. Cayó desplomado.


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