Parte 29
El amanecer perfilaba los esqueletos de los árboles cuando los caballos no aguantaron más, negándose a avanzar. Samuel reconocía ya el camino, aún quedaban varias horas a pie, pero las bestias habían dado todas sus fuerzas. La niña tenía el rostro amoratado por el frío y comenzaba a llover.
Adam Silver saltó hacia la puerta. Era temprano para que fuese algo no urgente y su corazón le decía quien llamaba. Sus ojos benévolos se posaron en la niña. Observó al padre, contrariado y a punto de desfallecer.
—Necesita calor y alimento, leche, leche fresca. Y yo necesito descansar, no he dormido en dos días.
Adam asintió con la cabeza y se apresuró a encender la chimenea que, pronto, caldeó la estancia. Antes de entrar en la habitación Samuel se volvió:
—Perdóname por todo aquello que te dije... Emma, Emma está muerta.
—¿Cómo ha...?
—La peste.
—¿Es la hija de Emma?
—Y mía.
Adam le miró en busca de una explicación, pero Samuel se tambaleó para derrumbarse en el catre como un castillo de naipes.
Le despertó el llanto de la niña. La puerta de la habitación estaba cerrada, se acercó a ella, pero no se atrevió a abrir al escuchar que Adam hablaba con una mujer de voz escandalosa que decía:
—Necesita la leche de una parturienta o caerá enferma. Buscaré a la hija del panadero, hace poco tuvo un crío muy hermoso y según dicen tiene leche de sobra, quizás quiera darla de mamar. A una niña tan pequeña no se le debe dar tanta leche de cabra. ¿A sí, que no sabes quién te ha podido encomendar la criatura...?
—No.
—Pues andan diciendo por ahí que han visto al joven Page de madrugada. El sheriff Aldworth está interrogando a los vecinos. Frederick, el tratante de esclavos, le paga para ello. Algunos creen que es un fantasma que viene a pedir justicia por su padre; pero yo no lo creo, los aparecidos no traen niñas tan bonitas. —Después dirigió su voz hacia la habitación, donde había escuchado movimiento, y con un tono que dejaba claro que sospechaba lo que ocurría, concluyó—: Si le ves, dile que lamento mucho lo de su padre, nunca olvidaré lo bien que se portó con mi familia. ¡Ah!, y que no asome la cabeza por la calle si quiere conservarla en su sitio. Volveré por la chiquilla antes de que anochezca.
Tras escuchar la puerta, Samuel se levantó a inspeccionar la cabaña. El sol de la tarde apenas tenía fuerza.
—¿Cómo está la niña?
—Según la comadrona está bien, pero necesita leche de mujer. Ha salido en busca de una muchacha que nos pueda ayudar. ¿Cómo se llama?
—Elisabeth. Emma estaba en cinta cuando me reclutaron.
La sorpresa de Adam fue interrumpida por el chasquido de una rama. Corrió a mirar por la ventana. Todo estaba en calma.
—Aquí corres peligro, tras la paliza que le diste a Frederick, te denunció a las autoridades; ahora es rico e influyente. El sheriff asegura que la única forma de que aún estés vivo es que hayas desertado antes de entrar en combate. Hace unos días, sus soldados vinieron a buscarte acusándote de insurrección. Yo no sé cómo huiste, ni lo quiero saber; pero si te encuentran, sin duda te ahorcarán, y esta casa será de las primeras que registren.
A Samuel le falló una pierna y se sentó cerca del fuego. Adam tuvo tiempo para contemplarle, pálido, consumido y tembloroso.
—¿Te encuentras bien?
—No. ¡Dios mío Adam! Espero no haber traído la muerte conmigo... Para ti y para el resto de Bristol.
—¿A qué te refieres?
—A la mano de Dios... la peste. Emma murió de peste y yo la acompañé hasta el último momento. Debo irme de aquí antes de que sea demasiado tarde.
Pero no puedes salir a la calle: si te reconocen, tendrás problemas.
—No te preocupes por mí. Cuando me marche, abre puertas y ventanas para que corra el aire limpio. Me ocultaré en casa de mi padre, allí no podré contagiar a nadie.
Adam sacó algo de un cajón, aún conservaba una copia de la llave de los Page. Samuel le correspondió con las joyas y las tres bolsas de monedas que le quedaban.
—No puedo aceptar este dinero —aseguró Adam tras darles un vistazo.
—Es de Elisabeth, si no regreso, empléalo en su cuidado.
Su casa no estaba lejos, por lo que le fue fácil recorrer las calles evitando a sus antiguos vecinos. Esta vez la vivienda estaba vacía.
Las gotas de sudor rodaban por su frente, estaba ardiendo. Un enfermizo dolor se apoderó de cada articulación. Descansó en la mecedora del difunto Martin, y al ritmo del bamboleo dejó que sus ojos divisaran el pasado. La casa se llenó de recuerdos, de voces, olores y canciones; de las risas de su padre y poesías de su madre, de sus juegos con Adam y sus paseos con Emma. Las visiones tiraban de él sumergiéndole febrilmente entre aquellas presencias con las que deseó permanecer por siempre.
Emma se acercó. Él extendió su mano con intención de cogerla, pero ella se retiró. Estaba radiante, rebosante de salud y fuerza, aunque no tan joven como antaño. Mirándole con sus ojos claros le rogó una vez más:
—Debes cuidar de Elisabeth.
Un crujido le sacó de su éxtasis particular. Alguien entraba. Se incorporó recordando la amenaza del Sheriff, y desenfundó su daga ante los pasos que se aproximaban. Por un momento deseó que todo terminara, enfrentarse a los soldados y encontrar la muerte para unirse con sus seres queridos. La agitación se transformó en sosiego cuando escuchó la voz de Adam:
—Samuel, soy yo. He venido a advertirte, pronto vendrán a registrar la casa. Debes abandonar Bristol cuanto antes. Nadie te perseguirá por haber dado una paliza a un esclavista, pero si te quedas aquí Frederick no parará hasta que den contigo. Es un hombre rencoroso y con suficiente dinero como para gobernar sobre el sheriff y sus hombres.
—Lo sé, fue él quien urdió la conspiración que acabó con mi padre. —Adam, ofuscado, necesitó unos segundos para digerir la revelación.
—¿Qué piensas hacer?
—No estoy en condiciones de cargar con la niña, además, no resistiría otro viaje.
—Déjala conmigo, ya he encontrado una mujer que la amamantará por un precio sensato. Otra vecina la cuidará en mi casa hasta que se valga por sí misma.
—Aunque yo me vaya, no estaréis a salvo mientras Frederick viva. Si descubre que es mi hija... Es demasiado retorcido para ignorarle. —Las nubes se retiraron y Samuel contempló por última vez la luna desde su alcoba—. Como me enseñó un caballero, sólo hay un modo de zanjar ciertas cuestiones.
Samuel posó la vista en los ojos de su amigo, reencontrando al hermano mayor que años antes, bajo aquel mismo techo, jugaba a ser un caballo cargándole sobre sus hombros.
—Si Dios me lo permite, algún día regresaré a por Elisabeth.
—Hasta que llegue ese momento, la cuidaré como si fuera mi propia hija.
—Así lo hubiese querido Emma. Adam, si las autoridades te lo consienten, puedes ocupar esta casa. Me gustaría que mi hija creciera en ella.
Ambos sabían que se querían, eran la única familia que habían conocido, y no necesitaron más palabras de despedida.
La puerta de la casona estaba custodiada por dos hombres de capa verde y sombrero luengo, armados con espadas, dagas y pistola que se pusieron en pie al oír el chirrido de la cerradura. Frederick dejó salir a una mujer morena mientras miraba a ambos lados con recelo.
—No olvidéis mirar por las tabernas —le recordó a ella—. Hay rumores de que el de la cicatriz continúa en la ciudad.
—Por el dinero que ofrecéis por su cabeza, si lo veo, yo misma le cortaré el cuello —se burló mientras se alejaba, mirando a los hombres con cierto coqueteo.
—¡Una buena hembra! —afirmó uno de ellos comiéndosela con la vista.
—Tú mantén los ojos abiertos, gusano, que para eso te pago.
—No os preocupéis. Si se atreve a venir, le daremos su merecido.
—No le dejéis vivo.
El tratante cerró con inquietud, asegurando la puerta con llave y cerrojo. Ahora podía permitirse exuberantes mujeres que se entregaban a sus antojos. Su crueldad y perversión se habían ocultado bajo un manto de monedas.
La luna iluminaba un solitario taburete bajo el ventanuco de la alacena. Las dos puertecillas estaban abiertas.
Frederick subió con tranquilidad las escaleras. Desde que él la habitaba, la casa olía a humedad. Abandonó la vela sobre una pequeña mesa y tras un sordo bostezo se adentró en su alcoba. Sobre la cama descansaba un machete. Cuando sus ojos repararon en él, se sobresaltó.
—¿Pensabais que no sería fiel a mi juramento?
Una figura surgió de la oscuridad. La vela iluminó una cara cortada, enfurecida y febril.
Frederick cogió el arma sin pensarlo dos veces.
Los vigilantes, augurando una noche tranquila, descansaban sobre los escalones hasta que les alarmó el estruendo. Intentaron entrar, pero la cerradura enclaustraba férreamente la vivienda. Tras golpear la puerta en vano, el más joven buscó otro acceso.
Las ventanas, que llevaban meses atrancadas, aguantaron inexorables el apremiante forcejeo del guarda. Corrió hasta el caseto contiguo y, abriéndolo de golpe, despertó a Andrew, el viejo cochero de penosa vida. En la pared del estropeado cobertizo colgaban varios utensilios herrumbrosos. El joven asió una hachuela y se precipitó hasta la puerta principal. El filo de la herramienta consiguió abrirse camino entre la madera, y poco a poco, hicieron un hueco lo suficientemente grande como para pasar la mano y girar la llave que aún se encontraba en la cerradura. Aún tuvieron que agrandar el agujero para meter parte del brazo y elevar el cerrojo.
Espada en mano subieron las escaleras. Encontraron a Frederick, que ofrecía una horrible mueca a todo aquel que se atreviera a mirarle. El corte que le atravesaba el estómago inundaba de oscura sangre los tablones de la que en su día fue residencia de los Norman. Mientras exploraban el cadáver advirtieron la voz del viejo cochero en la oscuridad:
—¡Acaba conmigo también! Es lo justo...
Andrew, al que un tenue rayo de luna le permitió distinguir entre las sombras el rostro furtivo de Samuel, hincó las rodillas en la hierba y rompió a llorar; pero la muerte aquella noche pasó de largo sobre él.
El sheriff Aldworth y sus hombres llegaron al amanecer. A la luz del nuevo día fue fácil esclarecer los hechos. Cuando los dos guardianes le mostraron el taburete que permitía acceder al ventanuco, escuchó la voz del viejo cochero, que desde la noche, permanecía arrodillado con su mirada azul perdida en una colina cercana.
—Debería haberme destripado a mí también.
El enjuto sheriff se acercó hacia él.
—¿Por qué decís algo así?
—He obrado peor que Judas, y preferiría pagar mis pecados en esta vida antes que perder la eternidad... El chico sólo hacia justicia por su padre. —Y añadió mientras rompía a llorar—: ¡Frederick me obligó a erigir falso testimonio contra el Sr. Page!
Andrew relató precipitadamente los pormenores de la historia, sin importarle que sus palabras le arrastrasen a prisión hasta el fin de sus días.
La historia de la conspiración, y de cómo Martin Page fue ahorcado siendo inocente, pronto se hizo popular, por lo que Aldworth tuvo que acarrear durante el resto de su vida el menosprecio de sus conciudadanos. El sheriff, temiendo la venganza de Samuel, preguntaba de cuando en cuando por si alguien había visto en la zona a un hombre marcado por una gran cicatriz.
Adam, por aquel entonces, tuvo que responder a numerosas preguntas ante la justicia. Como la mayoría de la gente daba por muerto a Samuel, los vecinos adjudicaron el nacimiento de Elizabeth a la relación fugaz de Adam con alguna mujer carente de moralidad.
Con parte del dinero que le proporcionó Samuel, Adam consolidó su negocio, tomando el relevo al que antaño regentaba Martin. Meses después, se trasladó con Elisabeth a la antigua casa de los Page, reparándola y llenándola de nuevo de vida, llantos, risas y alegrías, hasta que, pasados casi veinte años, la muerte vino a llamarle.
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