Parte 27
Anochecía cuando Christopher se acercó al final de la calle, donde seis hombres montaban guardia. Uno de ellos, el joven vecino de ojos despiertos, se acercó.
—¡Alto Sr. Harris!
—¿Qué sucede aquí?
—Nos han nombrado guardias de zona. Tenemos órdenes de impedir el paso o salida a cualquier animal u hombre. Además, en vuestro caso, debéis de permanecer dentro del domicilio, sabemos que vuestra esposa está infectada.
—Entiendo señores, pero me temo que mis obligaciones con Londres son demasiado importantes como para quedarme recluido en casa, y si me permiten les mostraré el salvoconducto que me ha firmado el propio Alguacil Mayor adelantándose a esta circunstancia.
Los hombres examinaron el pase. No había duda, era auténtico.
—No sé qué decir, señor.
—Como podéis ver, está firmado con fecha de ayer, cuando todos conocíamos los desafortunados acontecimientos.
—Está bien, es libre de pasar Sr. Harris. No sabía que usted trabajase junto al Alguacil Mayor.
—El Alguacil y yo hemos compartido alguna que otra carga —contestó con una sonrisa maliciosa.
—¿También trabaja con ustedes el tipo de la cicatriz?
—No sé de quién me habláis.
—Un hombre, vino hace un par de horas, tenía una horrible cicatriz a lo largo de la cara. Pretendía acceder a vuestra vivienda y se irritó mucho cuando no se lo permitimos.
Christopher recordó la descripción que le había dado Frederick. No quería a Samuel merodeando por su casa, tenía que quitárselo de encima.
—Ese ratero es conocido y temido en otros barrios. Se aprovecha de la desgracia de las casas, haciéndose pasar por comerciante o familiar para rapiñar cuanto puede de los moribundos. Hacedme un favor, si aparece, dígale que mi esposa le ha citado mañana a las doce en punto, y dejadle pasar. Yo sabré atenderle como es debido, no sé si me entendéis... ¿Podré contar con vuestra discreción en este asunto?
—Por supuesto, Sr. Harris.
—El Alguacil Mayor y yo, no olvidaremos a las personas que sepan ser diligentes en tiempos tan desapacibles como los que vivimos.
—Gracias, señor —respondió el joven enorgulleciéndose de compartir camaradería con alguien tan destacado.
—Agradezco mucho vuestra vigilancia. La desgracia se ha cebado con mi hogar. Mi mujer delira a causa de la enfermedad, mis guardeses huyeron ante el brote de peste y mucho me temo que mi ama de llaves no es una persona digna de confianza. Me encuentro indefenso ante cualquier vicisitud.
—Guardad cuidado, Sr. Harris, nadie entrará ni saldrá de vuestra casa hasta mañana a las doce.
Las firmas estampadas en el documento le abrieron paso hasta el local regentado por Rosalind. Christopher la reclamó con un gesto y la condujo hasta la habitación privada que se alzaba sobre las escaleras, donde la muchacha solía vivir. Ella le atendió extrañada, pues desde que Sara fue asesinada, una silenciosa tensión vivía entre ellos, por eso Christopher prefería revolcarse con las otras mujeres cuando se dejaba caer por allí. Ella no se había atrevido a decir nada, le temía, pero le habría apuñalado por la espalda de haber tenido la ocasión y el valor. Rosalind siempre se cuidó de mantener esta disputa en secreto, pues Harris aún mantenía la lealtad de la mayoría de la chusma que cuidaba el negocio, llegando a sus oídos todo lo que se comentaba dentro del local.
Al entrar, se quitó el camisón con gesto frio, mientras él la contemplaba desde una silla acolchada en carmesí.
—No, no quiero eso. Tengo un problema.
—Lo sé, tu mujer está apestada.
—Sí, pero no es ese el asunto. Hay un individuo al que quiero eliminar y me gustaría que tú y los chicos le preparaseis una sorpresa. Se trata de Samuel Page, ha reaparecido y está rondando mi casa. Quiero que acompañes a los chicos y cuando le encontréis, le partáis la cabeza.
—No tengo porque acompañarles, les será fácil identificarle...
Rosalind enmudeció, ¿se habría dado cuenta Christopher de su descuido? Le miró sin darle importancia, pero él ya se había incorporado con fuego en los ojos.
—¿Les será fácil identificarle? ¿Por qué? Porque es un chico bien parecido y castaño... o por la cicatriz que dicen le recorre toda la cara. Cuando no te mostraste extrañada al volver a oír de él me escame, pero no quise desconfiar de ti.
—No sé de qué estás hablando —pretendió disimular.
Al sentir las fuertes manos de Harris alrededor del cuello, intentó desesperadamente gritar.
—Sí lo sabes, zorra. Cuando me dijeron que Samuel merodeaba por mi casa, imaginé que alguno de vosotros le había revelado donde vivo, pero no esperaba que fueses tú, que has sido cómo mi hermana.
Walpone oyó el tintineo lejano de una campana, era hora de retirarse. Ya se iba acostumbrando a deambular hasta el local y subir las escaleras sin necesidad de rastrear vivamente con sus brazos, tan sólo tocando la pared y la barandilla. Se quitó la capa y llamó a Rosalind. Ahora que dependía de ella, la chica había pasado de ser un juego a ser toda su vida. No le había visitado en un buen rato, creyó que estaría realizando algún trabajo extra. Tras desvestirse, se metió en la cama y la encontró dentro. Pensó que estaba dormida, pero al no percibir el suave ronquido que emitía durante la noche se preocupó. Su cuerpo estaba tibio. La zarandeó, pero no obtuvo respuesta.
El grito del antiguo oficial alarmó a todo el local. Varios hombres encabezados por Christopher subieron al momento. Harris se apresuró a examinar el cadáver y, volviéndose hacia Walpone, exclamó:
—¿Pero qué has hecho, maldito?
—Yo no la he hecho nada...
Eugene miró con desconfianza a Harris, era demasiada coincidencia que el mismo día que él había aparecido asesinasen a Rosalind, además Walpone la adoraba y necesitaba por igual. El resto de hombres pronto quisieron creer lo que más les convenía. Enfrentarse a Christopher era una muerte segura, mientras que Walpone era sólo un pobre ciego.
—Hoy mismo Rosalind me confesó que se disponía a abandonarlo —aseguró Harris—, pero no imaginé que esto fuera a suceder. Lleváoslo... lleváoslo y dadle su merecido.
Golpearon a Walpone sin piedad, rodó escaleras abajo. Los hombres corrieron a su acecho, excepto Eugene que seguía meditabundo.
—Cuando terminéis con él —ordeno Christopher desde lo alto de la escalera—, tiradlo al rio.
Los ojos saltones de Eugene se clavaron en Harris. Él le conocía, sabía que era capaz de haber tejido esta mentira, como había hecho otras tantas veces.
—Deja de mirarme así.
—La has matado tú, cabrón. Ese infeliz no es capaz de subsistir dos días sin ella, y lo sabe.
—Ten cuidado con lo que dices, te recuerdo que para mí también era como una hermana.
—¡Vete, vete de aquí!, o te juro que te degüello como a un cochino.
Christopher le miró a los ojos, Eugene no era fuerte, pero capitaneaba a la chusma que aún pateaba al ciego. Era arriesgado enfrentarse a él, por lo que cogió su sombrero y se marchó.
Cecilia aún no se había acostado, cuidar de Emma y Elisabeth era una ardua tarea. Llenaba la casa de pequeñas ascuas de incienso, tal y como le habían indicado los médicos, para que los efluvios malignos de la señorita no infectasen a ningún otro miembro de la familia, y se limpiaba las manos en una palangana de agua con vinagre antes de tocar al bebé o su comida.
La puerta sonó antes que de costumbre. Los pasos fuertes del hombre llegaron al agudo oído de Cecilia. Parecía malhumorado.
—¿Cómo está?
—Su estado es muy delicado, señor Harris, no sé cuánto tiempo durará.
—No digas eso, algunas personas se salvan, por qué habría de ser diferente.
—Pero, señor, escuchad la calle, muchas familias sucumben ante la enfermedad y la señorita...
—¡Te he dicho que cierres la boca! Mañana no olvides comprar comida y todo lo que sea necesario. Aquí tienes algo de dinero —añadió dejando algunas monedas sobre la mesa.
—Debéis darme monedas más pequeñas, la gente tiene miedo al contacto. A los tenderos hay que dejarles el dinero exacto y ellos te dan el alimento sin tocarlo, la carne hay que arrancarla uno mismo del gancho y...
Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación, era muy tarde para cualquier tipo de visita. Christopher bajó a abrir con precaución. Ante la pregunta de quién llamaba, una voz joven respondió, era el muchacho que encabezaba el grupo de clausura. En cuanto la puerta se abrió, se apresuró a comunicar:
—¡Ha venido! Sr. Harris, el hombre de la cicatriz ha venido.
—¿Qué le habéis dicho?
—Lo que me indicasteis, que viniera mañana a las doce del mediodía.
—Muy bien, aseguraos de dejarle pasar a él sólo, ¿de acuerdo? Si esto sale bien hablaré con el propio Alguacil de vuestra ayuda.
—Gracias, señor.
Christopher subió las escaleras hasta su habitación y de una caja de madera extrajo una pistola. La cargó preparando la llave detonante y, mirando desconfiado, la escondió bajo su almohada.
Cecilia lamentaba incomodar a Emma, pero sabía que algo había que hacer, aunque no sabía el qué, así que se acercó hasta su oído.
—¡Señora, señora! —susurró—. El señorito Page ha venido a buscaros, pero vuestro marido le ha tendido una trampa. Le ha citado mañana a las doce y ha preparado una de sus pistolas, la más cara de todas.
—Samuel vendrá. Está dispuesto a todo.
—Señora, yo, yo... lamento haberos aconsejado mal. Para mi sois la única familia que tengo en el mundo y os empujé a las manos de ese hombre, vil, pérfido y ruin que nos mantiene aprisionadas. Creí que sería conveniente sacaros de la cárcel y no sabía que con ello os empujaría a esta ratonera en la que se ha convertido Londres.
—Cecilia, no podemos abandonar ahora, debemos ayudar a Samuel. Es él y no Harris, él que debe cuidar de mi hija cuando yo muera.
—Señora, no habléis así.
—No podemos permitir que le mate.
Emma, presintiendo la tragedia, exasperó. Se tensó músculo a músculo, y con la mirada perdida y boca entreabierta, susurró:
—Cecilia, ¿recuerdas el cuadro del que te hablé?
—La historia de Judit —respondió el ama de llaves mientras afirmaba sutilmente con la cabeza—, desde que la narrasteis, no he podido dejar de pensar en ella. En la guerra, aprendí a disparar y sé dónde guarda las pistolas vuestro marido. Si le distrajeseis...
Emma sopesó la situación, su anciana aliada estaba dispuesta a llegar hasta el final, y tras unos instantes, su mente elaboró un plan.
—Prepara un taburete y una mesita.
Harris estaba sentado en su cama cuando Cecilia, tras llamar, se asomó por la puerta. El hombre colocó su almohada antes de incorporarse con malos modos.
—¡Te tengo dicho que no entres en esta habitación!—amenazó.
—La señorita se encuentra muy mal, quiere hablar con vuestro honor antes de que ocurra lo peor —aseguró la mujer mientras miraba al suelo.
Christopher salió de su cuarto y observó el taburete que había preparado su sirvienta bajo el marco de la alcoba de Emma. Una botellita de licor y un vaso que descansaban en un pequeño aparador cercano le indicaban que la conversación iba a ser larga. A su mujer la voz apenas le salía del cuerpo.
—Siéntate, esta será nuestra última charla.
—Eso nunca se sabe —respondió Christopher—, algunas personas están empezando a sobrevivir a la enfermedad.
—Yo no sobreviviré, me noto muy débil, es cuestión de días o de horas, seré una más. ¿Acaso crees que no escucho los lamentos de las gentes? Oigo los gemidos de madres que pierden a sus hijos, esposos que enviudan... La muerte nos rodea y pronto vendrá a por mí.
El hombre se sirvió un vaso rebosante de licor y bebió un largo trago.
—¿Tú me amas?— preguntó ella.
—Eso ahora qué más da.
—A mí me importa.
Con otro largo trago terminó el vaso.
—Sí, te quiero, por eso te hice mi esposa.
—Entonces debes atender a un último favor, Elisabeth. Mientras se servía otro vaso, preguntó:
—¿Qué pasa con la niña?
—No quiero que crezca contigo.
—¿Pero qué dices? Sin duda la fiebre te hace desvariar...
—No desvarío, conozco tu carácter impetuoso y jamás desearía a nadie que creciese a tu lado, y menos a mi hija.
—¿Pero qué clase de petición es esa...? Pedirle a un padre que abandone a su hija.
—Elisabeth no es hija tuya.
El hombre estalló el vaso contra el suelo.
—¡Zorra, si no estuvieras enferma te mataría con mis propias manos! Tú eres la que no me has amado nunca.
—Tienes razón; pero eso nunca te importó, porque tu alma no conoce la compasión. ¡No permitiré que mi hija crezca al lado de semejante monstruo!—gritó con voz temblorosa—. Si hay algo de lo que me arrepiento en esta vida, es de no haber hundido aquel cuchillo en tu negro corazón. Debí enfrentarme a ti la primera vez que te vi.
—¡No tenías coraje para hacerlo! Jamás lo has tenido. Y ahora escúchame, me quedaré con tu hija y la criaré como una puta en el local de Eugene, y siempre que me apetezca me desahogaré con ella tantas veces como quiera por un mísero puñado de monedas.
Cecilia aprovechó la colérica conversación para entrar en la habitación de Christopher con sigilo. Hacía años que no se sentía tan nerviosa. Abrió la caja de madera blanca, estaba vacía. Miró alrededor sin ver las pistolas. De pronto, le vino a la cabeza la imagen fugaz de Christopher colocando la almohada. Con las manos temblorosas levantó el almohadón y las encontró. Empuñó una de ellas y se acercó a Harris que gritaba desde el taburete.
—Se acabó— chilló Cecilia tras él.
Harris se volvió hacia atrás. La preocupación llenó su rostro al verla pistola en mano.
—¡Deja eso, vieja!
Cuando la mujer apuntándole a la cara disparó, él se revolvió hacia un lado. El bebé lloró alarmado mientras Christopher caía al suelo. En su sien apenas quedó un rasguño alargado del que brotaba sangre.
—Hay que ser un tirador avezado para matar a alguien con una pistola —aseguró Harris con una maliciosa sonrisa. Acababa de salvar la vida y estaba dispuesto a hacérselo pagar.
Se intentó levantar hacia la sirvienta, pero las piernas le fallaron. Todo le daba vueltas. Apoyado en la pared intentó recobrar fuerzas, pero era inútil. Observó la situación, algo extraño estaba sucediendo.
—Mi hija vivirá libre de tus atropellos.
Cayó, derribando el taburete. Con fuertes espasmos intentó ponerse en pie.
—Ya no harás daño a nadie más —continuó Emma con fuerzas renovadas—. ¿Recuerdas la noche que me llevaste a tu taberna para que aquellas mujeres me enseñasen algo? Esto es lo que aprendí.
El hombre consiguió ponerse de cuclillas.
—Esa puta te dio un frasco de belladona. No os servirá de nada, os voy a... —amenazó levantando su mano antes de derrumbarse.
Cecilia le acercó la mano a la boca, no había aliento; aproximó su oído al corazón, no escuchaba nada, así que se levantó y aseguró:
—Ha muerto.
—¿Qué haremos con él?
—Verá señora, no he querido comentároslo para no desalentaros, pero desde hace días, el ayuntamiento ha puesto un carro que se encarga de recoger a los muertos en mitad de la noche. Aún no ha pasado por aquí.
El ama de llaves vendó la cabeza de Harris con un trapo, disimulando la herida de la bala, y agarrándole por sus piernas le arrastró estruendosamente escaleras abajo. Christopher era corpulento y ella una mujer fuerte pero de escasa estatura, por lo que acercarlo a la puerta fue una tarea infructuosa. Tras varios intentos, escuchó una campana.
—¡Sacad a vuestros muertos! —gritaba una voz lejana.
Cecilia abrió la puerta y corrió a buscar ayuda. A los operarios no les gustó pasar a la casa, pero tras varias quejas lo cargaron sin dificultad, estaban acostumbrados a tratar con cuerpos inertes.
Christopher recobró una chispa de consciencia. Intentó moverse pero los músculos no le respondían ni podía articular palabra. Era de noche, y un traqueteo rítmico le indicó que debía estar en un carro o carreta. Sentía un peso que oprimía su cuerpo y apenas le dejaba respirar.
¿Qué había sucedido?, se preguntaba. ¡Ah, sí! La puta de su mujer le había envenenado. Reconoció el sabor de la belladona en el paladar, antaño Rosalind se la había dado a probar. Lo que su esposa desconocía es que para envenenar a un hombre corpulento como él, la dosis debía ser mucho más alta. Cuando se bebía en dosis bajas, uno se quedaba un rato como dormido, luego durante unas horas el cuerpo no te responde, pero con el paso del tiempo, te encuentras como nuevo. Ya se estaba regocijando al imaginar la cara de sorpresa de Emma al verle entrar en casa. A la vieja, le pegaría una paliza en la habitación contigua para que se escuchasen bien sus gritos. Con la niña, algo se le ocurriría.
Unos sollozos contenidos acompañaban al carro, que rebosante de cuerpos, entró en el cementerio. Las luces de velas y candelas iluminaban el campo santo que olía a humedad. El ruido de las palas extrayendo arena, revelaba el trabajo a destajo que allí se estaba realizando. Uno de los enterradores salió a su paso. Tenía la cara tapada con un pañuelo.
—Hemos empezado a cavar otra fosa el doble de ancha al otro lado del cementerio. No podemos hacerlas más profundas, porque a los dieciocho pies aparece agua.
—Se suponía que esta debía durarnos al menos un mes o más.
—Los cuerpos ya están a seis pies de la superficie, los carros que traigáis esta noche serán los últimos que arrojemos en ella.
—Por el amor de Dios, ¿Cuándo acabará esto...? ¡Está bien, hagámoslo! —propuso el carretero mientras se cubría el rostro con un pañuelo.
—¿Y este? —preguntó el enterrador señalando al hombre envuelto en una capa marrón que andaba tras el carro.
—Toda su familia está en la carreta y me ha querido acompañar.
—Está bien, pensé que era uno de esos desesperados que intentan enterrarse a sí mismos.
Colocaron la carreta junto a la fosa y la descargaron con la ayuda de otros dos enterradores que portaban palos con enormes ganchos. Tuvieron que sujetar al hombre de la capa que delirante intentaba abrazar a los suyos.
Cuando le tocó el turno a Christopher, uno de los sepultureros exclamó:
—¡Cómo pesa este!
Sintió un golpe en la pierna que le arrastró, y cayó como uno más sobre el montón. Quizás si el hombre de la capa no hubiese gritado, los enterradores habrían escuchado el leve gemido que emitió Christopher al golpearse.
Los cadáveres fueron amontonándose sobre él uno tras otro. Cuando terminó la primera carreta, echaron algo de tierra por encima que le tapó parte de un ojo y la nariz. Aún estaba muy débil como para moverse bajo el amasijo de cuerpos. Respiró desesperado por la boca, que se llenaba de tierra en cada inhalación. Los dedos comenzaron a responderle, justo cuando la segunda carreta descargó.
—Aquí no caben más —aseguró una voz que no alcanzaba a ver—. Debemos tapiarla ya. Echa el resto en la fosa nueva.
Los hombres, armados con palas, pusieron manos a la obra. La tierra se deslizó entre los cuerpos hasta taponar casi por completo los agujeros.
Christopher aún veía algo de luz, pero apenas podía respirar emitiendo un agónico jadeo. Más tierra, más tierra y más. Reuniendo todas sus fuerzas consiguió lanzar un grito desesperado.
Uno de los hombres en la superficie, tras escuchar algo, paró su pala.
—¡No te detengas! Terminemos esto antes de que acabemos todos apestados.
El hombre pensó por un momento si compartir sus dudas. Su compañero tenía razón. ¿Cómo iban a sacar todos los cuerpos para ver si alguno aún agonizaba? ¿Quién los tocaría? Tomó la pala, y apretando los dientes, redobló su esfuerzo.
Christopher no recordaba haber llorado desde su infancia, en el orfanato.
Entre fríos cadáveres, sus lágrimas se mezclaron con el barro.
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