Parte 24

Las voces de la planta baja se oyeron con más fuerza de lo habitual, la de Frederick era una de ellas. Cuando llegaba, Christopher siempre le recibía junto a sus nuevos hombres de confianza que se encargaban de contar el dinero.

Con tanto estruendo, Emma no tuvo duda de que algo importante había sucedido. Dejó al bebé con Cecilia y se acercó sigilosamente para escuchar. Uno de los escalones de madera rechinó y ella se detuvo por miedo a ser descubierta. Desde allí les pudo oír con claridad.

—Tenía una gran cicatriz en la cara. El cabrón me golpeó con rabia. Mirad los moratones que me ha dejado.

—Aun por esas, no deberías haberte retrasado en el pago, por un momento comencé a desconfiar. Ya sabes lo que te sucederá si algún mes no me llega el dinero.

—No volverá a pasar.

—¿Estás seguro de que es él?

—Seguro, era el hijo de Martin Page. Estaba cambiado, con su cara de cerdo desfigurada por un repugnante corte, pero era él. Primero me preguntó por su padre y me golpeó para que confesara, después me preguntó por ti y por tu mujer.

—¿Y qué le dijiste?

—No le dije una santa mierda, sabes que puedes confiar en mí. Además, ¿qué le podría decir? Si llega a saber que lo de su padre fue cosa mía, me habría matado en el momento.

El más joven de los calvos abrió sus ojos al oír la declaración. Era el único de los hermanos que no estaba al tanto de la implicación de aquellos hombres en la muerte del Sr. Norman. Hasta ese momento, no sospechaba que sus hermanos hubieran jurado en falso cuando testificaron contra Martin. La sorpresa fue tal, que su boca dejó escapar algunos trozos del pan que masticaba sobre su chaleco de cuero.

—Está bien —prosiguió Harris—, mantén vigilada su casa y la de su amigo Adam. Y si vuelve a aparecer, junta a algunos hombres y mátale de una paliza, cueste lo que cueste. Descuéntalo de mi parte, ¿entendido?

—No hay problema.

Los desbocados pálpitos de su corazón estaban asfixiando a Emma, que se limitó a concentrar sus esfuerzos en silenciar el llanto mientras volvía a la habitación. Con sus manos temblorosas se abrazó a Cecilia.

—Está vivo, Cecilia, ¡vivo!

—¿De quién habláis?

—De Samuel. Ha regresado a Bristol y me está buscando. Christopher lo quiere matar de una paliza. Hablaban de algo que Frederick ha hecho a su padre...

—¡Oh Dios mío! Señora, hay algo que nunca os conté. Cuando dije que por el asesinato de vuestro padre habían colgado a un pobre hombre... Ese pobre hombre era Martin Page.

—¡Pero cómo me pudiste ocultar eso!

—Entendedlo, vos odiabais al señor Harris y yo sólo pensaba en salvaros la vida.

Christopher era un hombre desconfiado por naturaleza, y reaccionó con presteza al escuchar un crujido. Hizo un ademán a Frederick y subió las escaleras. Cuando abrió la puerta, Emma, tenía los ojos llorosos y la niña pegada a su pecho.

—Aún me hace daño al mamar —explicó con gesto serio.

—Con seguridad, eso lo ha heredado de mí.

Cuando Christopher regresó con sus ayudantes, siguiendo las indicaciones de Emma, el ama de llaves se aproximó para escuchar con su excepcional oído. Al quedarse sola, Emma se esforzó por no perder la compostura, las manos le temblaban y no paraba de sudar. La sensación de felicidad sucumbió ante la preocupación. Qué le había sucedido a Samuel, quién le había cortado la cara. Cómo se encontraría tras la muerte de su padre y cómo habría reaccionado ante su boda, ¿la odiaría por ello?, ¿no la querría ver jamás? Fuera como fuere debía advertirle sobre su marido, pero no sabía cómo. Si permanecía en Bristol, Christopher le localizaría y le mataría, estaba segura de ello. Quizá el padre Pritchard podría ayudarla: evitar un asesinato siempre es una tarea piadosa.

Cecilia no oyó nada que en principio interesase a las mujeres, la conversación había vuelto al cauce de los sucios negocios que administraban. Al parecer los hombres estaban rabiosos por que habían perdido un barco que ellos mismos habían financiado. A mitad del trayecto tuvieron que poner a trabajar a algunos de los presos, que en un descuido, tomaron el mando y obligaron a poner rumbo a África. El timonel, por el día seguía el trayecto trazado, porque los esclavos se orientaban bien por el sol. Pero por la noche viraba el rumbo hacia el norte intentando llegar a Europa. Cuando los cautivos se enteraron del engaño, tomaron represalias matando a gran parte de la tripulación. Finalmente, consiguieron escapar próximos a su tierra natal.

Cuando la mujer se lo trasladó a su señora, ésta se quedó abstraída, recordando los momentos en los que estuvo a punto de beber el pequeño frasco de veneno y consideró:

—Si para esos infelices hay esperanza, también la hay para mí.

Tras adecentarse para salir a la calle, optó por seguir con su rutina diaria visitando la iglesia. No quería que su esposo albergara la más mínima sospecha, era un hombre suspicaz.

Aunque la parroquia estaba apartada, Emma prefería ir andando. Era el único momento que se alejaba de casa. Desde que alumbró, Cecilia ya no le acompañaba al culto, se quedaba al cuidado de la pequeña Elisabeth.

Las calles que conducían a la parroquia eran bulliciosas, siempre había que estar alerta para no tener encontronazos con carros y otros cuadrúpedos que utilizaban la ley del más fuerte para atravesar como una exhalación la ciudad. Una mujer que caminaba unos metros por delante, se detuvo en seco, llevaba un elegante vestido rojo y la cara pulcramente arreglada. Comenzó a sentirse mal, perdiendo las fuerzas y el equilibrio. Estaba a punto de derrumbarse cuando Emma, que pasaba a su lado, la sujetó instintivamente.

—Ayudadme a entrar en mi casa, os lo ruego.

—¿Vivís cerca?

La mujer señaló un portal, y la muchacha le ayudó a tenerse en pie. El guardián mantuvo una distancia prudente, mientras su señora abría la puerta e introducía a la enferma en su morada.

La depositó sobre un sillón y contempló la estancia abarrotada de cuadros de cristos, santos, ángeles y escenas bíblicas. Jamás había contemplado tal imaginería, pues su culto no era partidario de las representaciones.

Vasijas de pintura, pinceles y otras sustancias de nuevos olores llamaron la atención de la joven que recorría con sus sentidos cada insólito rincón.

—Me encuentro mejor, aunque os agradecería que me acercarais algo de agua.

Emma recorrió la sala hasta una estrecha cocina. Encontró una frasca de agua sobre un horno de leña. En una alacena cercana encontró una taza que rellenó entre el olor de las manzanas verdes que se desparramaban sobre una mesa de madera.

—¿Sois pintora? —preguntó mientras le entregaba la bebida. La mujer afirmó con la cabeza.

—Mi padre lo era, y yo he heredado su oficio. Pinto cuadros que vendemos en Italia. Ahora estaba acabando de retratar a San Pablo.

Junto al cuadro casi terminado del fariseo reconvertido, se alzaba otro que fascinó y horrorizó a Emma por igual. En la colosal pintura de un realismo salvaje, una joven, ayudada por una anciana, decapitaba a un temible guerrero. Un escalofrío recorrió su espalda mientras contemplaba el rio de sangre que surgía del cuello hasta casi derramarse fuera del lienzo.

—Nunca habíais visto el cuadro de Judit, ¿verdad? Es una copia del que hay en...

La mujer no terminó la frase. La taza se desprendió de su mano, rompiéndose contra el suelo. Cuando Emma se volvió, ya estaba muerta. En aquel momento la muchacha comprendió la amenaza de la peste y, temerosa, salió corriendo de la casa.

Su calvo guardián la siguió a más distancia de la cuenta mientras voceaba:

—¿Por qué la habéis tocado, acaso no habéis visto que estaba apestada?

—No parecía enferma, hace un momento caminaba.

—A algunos les pasa —comentó el hombre, más avezado en los temas de la calle—, no saben que llevan el mal, pero la gangrena les come por dentro.

El calvo continuó hablando de la enfermedad, pero ella no lo escuchó. Otras ideas le rondaban la cabeza.

Anduvo hasta la iglesia con intención de contarle lo sucedido al padre Pritchard. Cerca de la puerta, el sacerdote adjunto, delgado y pecoso, se afanaba por desclavar un madero donde se leía: "Se alquila púlpito".

En el interior un gran número de personas agolpaban sus rezos cerca del altar sin orden alguno. Otros feligreses deambulaban sin rumbo, creando un barullo hasta entonces desconocido en el templo. Al párroco no se le veía por ninguna parte y como la peste comenzaba a extenderse, Emma se temió lo peor.

El sacerdote adjunto entró presuroso. Ella no pretendía molestarle, pero la curiosidad le impulsó a preguntar.

—Disculpad, padre Keating, no he visto al padre Pritchard, ¿sabéis donde se encuentra?

—Me temo que no puedo comunicaros su paradero, porque ni yo mismo lo conozco. Cuando se enteró que la epidemia se extendía por la ciudad, salió de Londres, instándome a hacerlo junto a él. La gente está consternada: muchos sacerdotes y médicos han huido. Ahora, los que nos hemos quedado tenemos que soportar todo tipo de insultos impropios de un lugar sagrado. ¿Acaso no habéis visto las burlas que nos dedican? —preguntó mientras mostraba el letrero que había arrancado de la entrada.

Se sintió profundamente defraudada. La marcha del padre Pritchard evidenciaba que el párroco no había hecho sino ofuscarla con su palabrería. Aquel supuesto santo, que defendía la sumisión ante la voluntad divina, había huido despavorido por miedo al contagio. Con una sonrisa desesperada recordó sus palabras: "Dios tiene un plan para todos, debemos resignarnos a él y buscar refugio en la oración, ¿quién eres tú para contradecir su voluntad?". Tuvo que sentarse para soportar la ofrenda.

El joven sacerdote percibió su abatimiento e intentó serenarla.

—Perdonad mi enojo, ¿puedo ayudaros en algo?

—Acabo de auxiliar a una mujer que apenas tendría mi edad —evocó mientras rompía a llorar—. La llevé hasta su casa, la serví agua... y murió al instante. Aún veo su semblante mortecino.

—Nuestras vidas son frágiles, y estas circunstancias estimulan nuestra consciencia de ello.

—Era pintora, dibujaba cuadros de santos... Uno de ellos aún turba mi mente. Antes de morir dijo que se trataba de Judit.

Keating afirmó con la cabeza.

—Conozco la escena. Judit cortando la cabeza a Holofernes, luce en algunas iglesias católicas.

—Y por qué nunca había oído hablar de ella.

—Nosotros sólo estudiamos los libros del antiguo testamento de procedencia hebrea o aramea. El texto de Judith, proviene de la biblia griega.

—Pero conocéis la historia...

El clérigo la observó, y procurando apartar la peste de los pensamientos de la joven, le reveló:

—Sí, la conozco. Viví más de diez años con mis tíos católicos en Irlanda... Judit era una bella viuda judía de la que Holofernes, un general invasor, se enamoró. Ella aceptó ir a su fiesta, y tras embriagarle con vino y con la ayuda de Abra, su criada, le cortó la cabeza con su propia espada, evitando la matanza que se cernía sobre su pueblo. Dios no siempre está del lado de los poderosos, sino que cualquier persona puede ser un instrumento para hacer llegar su voluntad.

—¿Incluso matando?

—Matar va en contra de la ley de Dios, siempre debe ser la última de las opciones de defensa; pero sin llegar a matar, en ocasiones no practicamos otros pequeños gestos que podrían obrar el milagro en los demás. Una limosna, compartir nuestra comida o aliviar a un enfermo llevándole a su casa y ofreciéndole agua pueden ser acciones más útiles de lo que pensamos.

—O no huir cuando los feligreses más os necesitamos —respondió a modo de agradecimiento.

El sacerdote sonrió percatándose del cumplido.

—Disculpadme padre, necesito un favor. Hay un hombre en Bristol, se llama Samuel Page. Debe abandonar la ciudad, corre un grave peligro. Mi marido tiene intención de apalearlo y yo...

—Comprendo. ¿Sabéis escribir? —Ante el gesto afirmativo de la mujer prosiguió—: Entonces, escribid una nota, aunque me temo que no puedo aseguraos nada. Por culpa de la peste los caminos están cortados y las rutas comerciales no funcionan, pero sí sé de alguien que se encamine hacia Bristol, os aseguro que se la haré llegar. —Y tras una leve reverencia concluyó—: Si me disculpáis, me esperan para encabezar los rezos.

Emma siguió las señas del pastor para encontrar una mesa de madera donde había útiles de escritura. Tras reflexionar un instante, comenzó su tarea.

"Mi amado Samuel, os escribo estas letras para advertiros del peligro que corréis en Bristol, debéis de abandonar cuanto antes la ciudad. Mi marido, Cristopher Harris, os ha preparado una trampa. Ha encargado a varios hombres que os den una paliza de muerte. Os preguntaréis cómo he podido contraer matrimonio con alguien así, cuando la devoción que siento por vos nunca se ha apagado...".



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