Parte 23

Samuel se revolvía en el catre. Dormir en aquella caseta no era una faena fácil. El interior de la cabaña, ahora maloliente y llena de los cachivaches de Andrew, traía a su memoria los momentos que disfrutó allí en compañía de Emma. Aquellas imágenes, sonidos, palabras y sensaciones que hasta hace unos días eran hermosos y reconfortantes recuerdos, se habían vuelto puñales dolorosos. La imagen del contratista conquistando el cuerpo de Emma le hacía hervir la sangre. Les imaginaba mezclados en una cama, sudorosos, con la muchacha entregándose tal cual se había entregado a él, y eso le dolía, le enfurecía y entristecía a la vez. Además ahora, con el aspecto que lucía, quizás Emma no quisiera ni mirarle. Aquellas ideas quedaban soterradas por los nervios cada vez que pensaba en qué ocurriría cuando se encontrase con Christopher. Por otro lado la cercanía de Frederick y una cierta desconfianza hacia el cochero y su labor de vigilancia le hacían permanecer alerta ante el menor ruido.

Apenas había conciliado el sueño cuando Andrew, que el día anterior le había avisado de la inminente marcha, le despertó.

—¡Ya hay movimiento en la casa! —informó el viejo.

Tirando de su caballo se encaramó en una colina desde donde podía curiosear sin ser visto. Frederick y sus acompañantes montaron en un carruaje dirigido por un mayoral de sombrero triangular.

Samuel fue prudente al iniciar su marcha, siguiéndoles a suficiente distancia como para no ser descubierto. Como el carro abultaba bastante, era fácil distinguirle en la lejanía. A media mañana se detuvieron a descansar los caballos y darles de beber en la orilla de un rio, donde varios aldeanos pescaban.

Samuel atendió la pesca por matar el rato. Los hombres estaban metidos en el agua hasta la cintura. Tres de ellos creaban un triángulo con una red grande cortando el paso del rio, mientras que los otros dos asustaban a las criaturas con redes más pequeñas atadas a palos. Finalmente cerraron la red grande sacando un par de buenos ejemplares amarrados a la misma.

El carruaje reanudó el camino sobre un puente de madera, que resonó al trote de los corceles como si fuese un enorme tambor. El camino estaba mejor perfilado y aumentaba en número de viajeros que deambulaban en dirección contraria. La mayoría de ellos venían a pie. Un hombre que viajaba acompañado de una embarazada y tres niños pequeños se acercó a él.

—Señor, tened piedad de nosotros, ¿no tendríais algo de comida que os sobre?

—No me sobra comida, pero estoy dispuesto a compartirla por algo de información, ¿de dónde viene esta gente?

—Venimos de Londres, señor, huyendo de la peste, por eso nadie quiere que nos acerquemos ni nos dan trabajo o cobijo. Fuimos en busca de un oficio en la ciudad o en las minas, y volvemos en una situación desesperada, huyendo como miserables. Nadie quiere trato con nosotros, además no hay faena. Apenas hay grano que recoger. Los beneficios que dan la carne, el cuero, la grasa o la lana son mucho mayores que los cultivos de cereal, por lo que los dueños de las tierras han cambiado la avena o el trigo por pastos y los jornaleros nos morimos de hambre.

—Está bien. Tomad, es todo lo que os puedo dar —aseguró ofreciéndole un trozo de pan y otro de queso.

—Dios os bendiga, señor.

—Me temo que Dios hace tiempo que me ha abandonado.

La noche cubrió con su manto el verdor. El carruaje paró a pernoctar en la posada de una pequeña aldea. Estaba dispuesto a permanecer en vela toda la noche, no quería que Frederick partiera mientras dormía.

Se acercó a una familia que al amor de una hoguera tocaban flautas de hueso. Sin duda el aspecto de Samuel les sobresaltó, porque el padre acercó una espada.

—Preferimos no tener compañía de desconocidos, señor. No os lo toméis a mal, es simple precaución, no sabemos si estáis o no afectado por la plaga. Pero si queréis podéis llevaros una rama con fuego para crear vuestra propia lumbre.

—Gracias, me acercaré por ella en cuanto amontone algo de leña.

No dormirse era difícil, sin nada que hacer, sentado cerca de la lumbre y arrastrando el cansancio del viaje y el sueño de la noche anterior. De vez en cuando metía un pellizco al hatillo y sacaba algo que llevarse a la boca para intentar despejarse, sabía que si cerraba los ojos caería en el sueño. El problema fue cuando sus ojos decidieron por él, y se negaron a permanecer abiertos. Comenzó con parpadeos lentos, eternos, en los que veía a Emma, Van Goyen, Patrick o a su padre, y continuó con extraños sueños en los que intentaba despertar. Sin perder del todo la conciencia, en mitad de sus pesadillas oyó relinchar a su caballo de una forma alarmantemente real. Se incorporó para ver a dos ladrones de gorros anchos que aprovechando la oscuridad pretendían llevarse a su animal cortando las ataduras. Uno de ellos se encaramó sobre el corcel, el otro atacó a Samuel con un largo bastón.

Esquivó el golpe echándose a un lado y desenfundó su daga. El atacante, sorprendido por el arma, huyó. Corrió tras él y, en un gesto de desesperación, lanzó un ataque impactando en el hombro del ladrón que continuó su fuga hasta una pequeña ladera.

Una piedra golpeó la cabeza de Samuel con tal fuerza, que cayó hacia atrás perdiendo la visión durante un instante. Cuatro cantaros más sobrevolaron amenazantes. Corrió tras unos matojos, donde pudo distinguir voces de niños que huían en la oscuridad.

Cuando se repuso del golpe, comenzó a sumir la realidad. Le habían robado el caballo y a pie, no podría seguir al carro. Despertó a algunas familias con intención de comprar un nuevo rocín, pero nadie quería desprenderse de su medio de trasporte hasta llegar a la ciudad, además, con el dinero que le quedaba tampoco podía ofrecer un precio ventajoso.

Con las primeras luces del alba, el carro continuó su rodaje mientras Samuel con desesperación se encaminaba tras él.

Entró en la posada, buscando algún medio de trasporte.

—Posadero, necesito vuestra ayuda. Unos hombres han robado mi caballo.

—Lo siento, señor, no puedo socorrer a todos los que desvalijan los pillos por estos caminos. La gente se traslada con sus pertenencias a la ciudad y los rateros se aprovechan de ello.

—Por casualidad no sabríais adónde se dirige el carro que acaba de partir.

—¿Pues, dónde habría de ir? A Londres.

—¿Y no conocéis algún otro detalle que me pudiera ser de provecho?

—¡Ah, señor! Yo no me inmiscuyo en los asuntos que no son de mi competencia.

El posadero se fue a un lado, por lo que Samuel intentó llamar su atención con las monedas que conservaba.

—¿Tenéis algún caballo en venta?

—¿De cuánto dinero hablamos?

Por la cantidad que le quedaba no le ofrecieron ni un asno. Marchó a pie, advirtiendo con impotencia como el carro se escapaba de su vista.

—Quizás sufran algún percance que me permita alcanzarlos —pensaba con desesperación.

Recorrió caminos de tierra, atravesando campos amarillentos de avena que aldeanos de sombreros marrones semicirculares, de la misma tela que sus pantalones, recogían siega en mano. Dos mujeres recogían unos pasos atrás las espigas que los hombres habían descuidado, guardándolas en un delantal anudado que hacía las veces de bolsa. Otra mujer de falda roja y delantal blanco cocinaba gachas para almorzar sobre unas ascuas cercanas. El perro que descansaba a su lado, salió corriendo hasta Samuel para ladrarle con fuerza enseñándole los dientes, hasta que un tipo que montaba en una burra y parecía controlar aquella fracción del campo lo llamó con un graznido.

Un par de carros repletos de paja pasaron a su lado. Les suplicó ayuda para recorrer el camino; pero el aspecto desaliñado de sus ropas, fiero de su cara, y la capa que ocultaba su arma le hacían parecer un salteador, por lo que los lugareños procuraban rehuirle, no atendiéndole o buscando una excusa para evitarle.

—Apenas cruce la colina, iré hacia el pueblo —se justificó el último del día sin detenerse.

Atravesó puñados de casas de adobe y paja, en las que los niños se amontonaban en la puerta guardando algún que otro cerdo o gallinas. Los chicos ya parecían hombrecillos, con sucios trajes de paño y sombreros que protegían del sol, las niñas solían llevar cofias o pañuelos a la cabeza y amplias faldas. Las madres, que supervisaban a la prole, miraban con desconfianza al extraño.

El sol se agotaba, al igual que sus esperanzas de alcanzar a Frederick. Durmió escondido en el bosque por miedo a que le robasen la comida y el arma.

En el hueco de un árbol, perdido en la oscuridad de la noche pensó que había perdido la oportunidad de encontrarla. Temió que fuese mejor así, que quizás ella no quisiera ser encontrada. Que prefiriera una vida rica y acomodada junto a aquel hombre. ¿Qué podía ofrecer ahora él? Tan sólo una cara ajada, un andar encorvado y una orden de búsqueda como desertor de la armada. Aun así tenía que encontrarles, Harris tenía que pagar lo que le había hecho a su padre, bebería del oscuro odio que había germinado en el interior de su alma y que afloraba en la parte sana de su cara en forma de arrugas perpetuas.

La claridad le despertó. Sacudió las hojas y la tierra de su ropa y reanudó el camino entre una fina lluvia. Los viandantes con los que tropezaba le pedían ayuda. Si no fuese por su aspecto temible, sin duda le habrían arrebatado todo a punta de cuchillo, incluso una de las veces tuvo que empuñar su arma para alejar a un bravucón que pretendía registrar sus pertenencias.

Al atardecer oyó un carro que iba hacia Londres. Un hombre de frente despejada y cara delgada gobernaba los seis caballos que tiraban del mismo. Samuel reconoció al antiguo pretendiente de Emma, y comenzó a gritarle.

—¡James, James!

El carro pasó de largo en un principio, pero el hombre aflojó el paso para atender a la llamada.

—James, ¿no os acordáis de mí? Soy Samuel, el prometido de Emma Norman. El mayordomo tardó en reconocerle.

—¿Page? Os daba por muerto.

—Lo sé. Voy en busca de Emma, creo que ahora vive en Londres.

—Montad, viajo a la ciudad. No tengo tiempo que perder.

En cuanto subió, James azuzó a los caballos.

—Elena, mi hija, está muy enferma. Mi mujer se ha quedado velándola. He tenido que llevar a mis señores a la casa de Campo, y ahora debo volver para cuidar sus posesiones... Mi hija... —el mayordomo enjugó su llanto sin poder hablar. Mudó de nuevo el semblante volviendo a su cordial serenidad—. Nadie sabe bien de donde vino la peste, algunos dicen que de Holanda. La llamamos la mano de Dios, porqué sólo él sabe el motivo por el que va llamando a sus fieles... Cuando se contagiaron los habitantes de Long Acre, las autoridades intentaron ocultárnoslo. Después se extendió a St. Giles y a varias calles cercanas, tras unos meses apareció en muchas otras parroquias. La gente infectada lo disimulaba para que sus vecinos no le dejaran de hablar y no les dieran de lado... Cuando aumento el calor, el contagio fue mucho más rápido. Entonces fue cuando nobles y ricos huyeron al campo. Los señores nos ordenaron hacer viajes para sacarles de allí, a ellos y a sus más valiosas pertenencias, mientras que nosotros debemos permanecer en Londres para cuidar el resto de sus propiedades. A mi hija y a mi mujer las han encerrado en la casa, y han puesto un guardián día y noche para que no puedan salir de ella. He rezado todo el camino para que el Señor las mantenga a salvo hasta mi regreso.

Aunque James avanzaba lo veloz que las bestias permitían, no llegaron a vislumbrar a Frederick, la ventaja que les separaba debía ser considerable.

Las casas eran frecuentes, llegando a rodearles cuando entraron en la ciudad, muchas de ellas albergaban negocios en sus bajos. Samuel aprovechó que James compraba provisiones para preguntar al tendero.

—Por casualidad, no habréis visto pasar un carro tirado por cuatro caballos.

—Todos los días —se mofó sin mirarle.

La conversación se disolvió ante la rabia del muchacho que acrecentó la lucha interna de sus dos yos; uno anhelante de venganza y de odio, con ganas de matar a Harris y reprochar a Emma, y otro deseoso de ver de nuevo los ojos de su amada y estar cerca de ella, por mucho que le pudiera doler.

La escena se repitió en una fragua y en una sombrerería cercana. Sin duda las entradas de la ciudad, eran sitios de trasiego, lo que imposibilitaba localizar a un carro en concreto.

James, que ahora administraba la casa, le ofreció pasar la noche en el establo de los Hamilton.

—Puedes dormir en las cuadras, alejado de la enfermedad de mi hija. No debes acercarte a los contagiados, los efluvios del aire que respiran pueden llevarte la enfermedad.

Cabalgaron por calles principales, y por otras tan estrechas que apenas cabía el carro, hasta alcanzar una solemne hacienda. En una tapia anexa al enrejado habían pintado una cruz roja para señalar la epidemia. Un vigía, que descansaba a la sombra del muro, se levantó al verles llegar, advirtiéndoles:

—Ya conocéis las órdenes, si entráis, ya no podréis salir hasta que los médicos os declaren libres de peste.

James asintió, tranquilizando a su acompañante con un gesto de la mano. Mientras soltaba los caballos le explicó:

—No os preocupéis por el guardia. Sólo hay uno por domicilio, y esta casa tiene dos puertas.

Abandonó a los caballos cerca de las cuadras, y se apresuró a entrar en la vivienda. Samuel escuchando su lamento, no pudo evitar acercarse. James tenía cogida a su mujer de la mano. Ella estaba sentada en una mecedora; despeinada, ojerosa y empapada en sudor, su rostro albergaba una mueca de dolor infinito.

—¡Elena, mi pobre Elena! Si al menos hubiese estado yo aquí... ¿Y su cuerpo?

—Se lo llevó el carro de los muertos.

—¿A una fosa común? Ni siquiera tendré donde llorarla.

—No hay entierros ordinarios estos días, se han acabado los ataúdes. El Ayuntamiento ha puesto una carreta que lleva a los muertos a enterrar, cuando oyes la campana hay que sacar los cuerpos... Entiéndelo, lo tuve que hacer con Elena y lo tendrás que hacer conmigo... Recé porque no te dejasen regresar, porque te quedases viviendo lejos de la enfermedad.

—No digas eso... Prefiero morir contigo, a vivir en cualquier otro lugar.

Samuel no quiso interrumpir. Acurrucado sobre los peldaños contempló el majestuoso jardín que rodeaba el edificio. Intentó salir a la calle, pero el guardián se lo impidió. Le tentó el impulso de luchar, pero recordó las palabras del mayordomo, sólo había un guardián por casa.

Tras esperar un tiempo razonable, se acercó a la pequeña mansión. James estaba sentado en el suelo junto a la mecedora de su esposa.

—Lamento molestaos, pero debo comenzar mi búsqueda.

La mujer parecía no verle, ensimismada en sus pensamientos. James le tendió una llave.

—Abre la verja de atrás. Podéis dormir junto a los caballos, y por el amor de Dios, no os quedéis dentro de la casa, este lugar está infecto.

Cuando Samuel se fue, la mujer masculló:

—Ese hombre era Page, ¿verdad? Ha cambiado, pero yo jamás olvido una cara. Seguro que aún va detrás de esa muchachita que os embruja con la mirada. Cuando escuché que habían matado al Sr. Norman, no pude evitar pensar que se lo tenía merecido por haberte despreciado.

—No pienses eso, que ese hombre me despreciase es lo mejor que me ha pasado en esta vida... Así pude llegar a ti.

Catherine intentó esbozar una sonrisa ante el alago de su marido.


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