Parte 22
Harris era un vigilante eficaz, nunca dejaba sola a Emma. Ella esperaba que antes o después bajase la guardia, pero en estos meses jamás había ocurrido. De todas maneras no sabría dónde ir, la hambruna y pobreza que la rodeaban eran unas inexpugnables cadenas. Cuchicheaba estos pensamientos con Cecilia cuando estaban a solas.
—No sabéis lo malo que es el hambre, señorita, y vos ya debéis alimentaros por dos.
Christopher solía llegar tarde y borracho. Desde que estaba en Londres, hacía poco más que vaguear y esperar la llegada de Frederick con una bolsa llena de monedas. Solía mostrarse bastante amable y zalamero con ella, tanto, que se preguntaba si él habría olvidado que era el asesino de su padre; pero su carácter se tornaba en aterrador cuando algo le contravenía u ofuscaba. La primera vez que Emma intentó negarse a yacer con él, le abofeteó la mejilla con tal fuerza que cayó sobre la cama. Él la giró con furia, le quitó las ropas a tirones y disfrutó de su cuerpo sin importarle lo distante y molesta que se mostrase. Emma había aceptado la situación, había aprendido a no resistirse.
Su tripa se había hinchado, aunque aún no sentía ningún movimiento. El traqueteo del viaje no la sentó bien, llegando a sangrar durante un par de días, por lo que guardó reposo en cama durante una semana. El temor a que el niño hubiese sufrido algún daño torturaba de continuo a la muchacha, que en todo momento tuvo el apoyo de Cecilia. De vez en cuando, se le escapaban las lágrimas en recuerdo de los días felices que vivió en casa de sus padres.
Se instalaron en un edificio de dos plantas. La planta baja estaba controlada por el séquito de Christopher, consistente en una anciana y sus tres hijos, gordos, calvos y rechonchos que ya trabajaban con él en Bristol y ahora acataban sus órdenes a cambio de unas monedas que les permitían holgazanear el resto del tiempo. Como Christopher no solía estar en casa, nunca dejaban salir sola a Emma. Siempre que deseaba pasear o ir a la iglesia, era vigilada por el más joven de sus guardianes. Le solía tener tan cerca, que podía sentir su agrio aroma a sudor y mugre. El hombre era ágil y, como ya había demostrado en alguna ocasión, corría tras ella al primer indicio de huida.
Acudía con asiduidad a una parroquia cercana. Oía el culto y rezaba por su padre y por Samuel entre suspiros y lágrimas. El padre Pritchard, un hombre serio con aspecto de anciano, conocía su desdichado matrimonio, los sueños recurrentes de la joven en los que rememoraba los encuentros con Samuel y como ella deseaba morir cuando despertaba; tan sólo el consuelo de su futuro hijo conseguía sacarla de la cama. Cecilia le había hablado largo y tendido sobre todo ello, pues ella le tenía por un hombre santo y piadoso. Él, que nunca confesó su fuente de información, se acercaba a la joven y la aconsejaba con firmeza:
—El varón no procede de las mujeres, sino al revés, por ello es él la cabeza de su esposa, y cristo la del hogar— sentenciaba parafraseando el libro de los Efesios—. Dios tiene un plan para todos, debemos resignarnos a él y buscar refugio en la oración. Si el todopoderoso ha querido desposarte con ese hombre, ¿quién eres tú para contradecir su voluntad? Ora e intenta amar a tu marido, pues es el camino que la divina providencia te ha marcado.
Emma le escuchaba atentamente intentando seguir sus indicaciones, creyendo que el sacerdote era capaz de leer en lo profundo de su alma. Rezar era fácil, pero aunque lo hubiese intentado, que no lo hizo, no podía dejar de odiar a Christopher y de anhelar a Samuel, reviviendo cada uno de los días que pasó a su lado.
Cuando quedó sumía en sus conflictos el párroco, pasó a resolver las dudas y cuestiones de otros fieles. Era un orador portentoso, inexpugnable en sus réplicas bíblicas ante cualquier cuestión. Mientras, el padre Keating, un sacerdote joven, delgado y pecoso, se afanaba por mantener en orden la iglesia siguiendo las indicaciones del párroco, que le trataba más como a un esclavo que como a un adjunto.
Una noche lluviosa, un tipo mal encarado, de pelo largo rubio y sucio, llamó a Harris con urgencia desde la puerta.
—Eugene, ¿qué haces aquí?
—Es necesario que me acompañes, Sara...
Tras ponerse algo de ropa, caminaron por las pequeñas y oscuras travesías londinenses hasta un callejón iluminado por una cristalera anaranjada. Entró alterado en el local, Rosalind le aguardaba de pie.
—¡Te prohibí que mandases a nadie a mi casa!
—La han matado... Han matado a Sara.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un gordo baboso y bien vestido, quería hacer cosas anormales y las chicas se negaron. Entonces él ofreció una bolsa llena de dinero y Sara aceptó. La oí pedir auxilio, pero cuando llegué ya era demasiado tarde. Tenemos al cabrón encerrado con llave en la habitación. Tienes que hacer que se arrepienta.
Christopher se acercó a la puerta que Rosalind abrió con precaución. La muchacha morena se desparramaba, descoyuntada, sobre la cama. Bajo sus lunares en forma de lágrima, su cara se encorvaba en un espantoso gesto.
Con tirabuzones marfiles, rostro blanqueado por polvos de arroz, coloretes en pómulos y un corazón rosáceo en torno a la comisura de sus labios, un tipo mayor y orondo paladeaba vino sobre una silla de oscura madera.
—Dejadme marchar, señor. No sabéis quien soy.
—Un viejo gordo al que si le arranco las entrañas y se las arrojo a los perros, nadie sabrá donde las ha perdido. Seguro que en tu casa no has dicho donde ibas esta noche, ¿verdad?
El hombre, por un momento se apocó ante los bríos de Harris, arqueando sus cejas empolvadas, pero después, volvió a su aparente sosiego.
—Estáis hablando con Sir Charles Wattermann, Alguacil Mayor, y os aseguro que os arrepentiréis si aireáis el percance con esta ramera. Ha sido un desafortunado accidente.
Christopher cerró la puerta tras de sí, dejando a Rosalind fuera. La muchacha no oyó nada en un buen rato, hasta que Christopher salió con una bolsa repleta de monedas que lanzó hacia la chica.
—No querías una compensación... ¡Pues ahí la tienes! Yo me iré con mi nuevo amigo, el Alguacil. Seguro que puede atender algunos de mis intereses.
—¿Y Sara, que pasa con Sara?
—Dile a los chicos que tiren su cuerpo al rio... y busca otra puta.
Rosalind escupió la bolsa de las monedas, arrojándolas a los pies de Harris.
—¡Sabes que no es este el tipo de desagravio que esperaba!
—Escúchame Ros, la providencia me ha puesto en las manos a este hombre. Él me puede abrir muchas puertas. No desaprovecharé la oportunidad por una ramera muerta. Coge el maldito dinero y tráeme a una zorra joven y nueva. Esta taberna me pertenece y te recuerdo que aún me has de obedecer.
Christopher frecuentó otro tipo de fiestas de la mano de su nuevo amigo, a las que acudía con capa de seda y alargado sombrero negro de ala corta. El alguacil le descubrió cómo la depravación podía vestirse de terciopelo, cómo se podía comprar a mujeres que parecían nobles y cómo se podían hacer con ellas cosas que habrían hecho enrojecer al propio Frederick. Comenzó a usar peluca para ser uno más, e incluso en algunas ocasiones, pintó de blanco su rostro con polvo de arroz.
Solía regresar tarde, menos la noche en que su amigo faltó a la cita, y fue rechazado por un par de mujeres que no estaban dispuestas a vender sus servicios. Entró en casa alborotado, sin duda había bebido aún más de lo que acostumbraba. Emma cenaba en el salón.
Christopher ya no acudía a su alcoba a dar rienda suelta a sus instintos, por lo que intuía el tipo de andanzas de su marido, aunque no llegara ni a imaginar algunos de sus lujuriosos detalles.
Cuando él estaba presente, las mujeres solían callar por miedo a encolerizarle. Entre aquel tenso y duro silencio, los pequeños crujidos y chirridos eran estruendosos.
Subió las escaleras para dejar la capa y el sombrero en su aposento, un pequeño cuarto, cercano al de su esposa, que estaba vetado para las mujeres; ni siquiera Cecilia podía pasar a limpiar el catre.
—Deberíais dar conversación a vuestro marido —sugirió Cecilia cuando él no escuchaba.
—¿Olvidáis que ese hombre mató a mi padre y a mi prometido? Jamás olvidaré el daño que me ha hecho. Esta farsa sólo sigue a delante por mi hijo. Por lo que a mí me concierne, él sólo es mi carcelero.
Harris bajó sin peluca y con algo de maquillaje mezclado sobre su rostro, se sentó a la mesa, indicó a Cecilia que le sirviera y el ama de llaves trajo otro plato con presteza.
—¿Os provoca nauseas la preñez?
A Emma le ofendía la forma de comportarse de su marido. Era un ser vil que la trataba como a una esclava, y de repente, esperaba sentarse a charlar animadamente en la mesa. Tragándose su odio, optó por no responderle.
—¿Acaso ha afectado a vuestro oído el embarazo? Haría traer a un médico para que os revisara, pero están ocupados cercando la peste en el otro lado del río. La gente huye de Londres por miedo a la epidemia, pero nosotros nos quedaremos. Nunca he temido a la muerte, y estoy mayor para cambiar de costumbres.
Emma no hizo caso a sus palabras, lo que provocó una de sus reacciones de cólera. Sus puños golpearon con fuerza la mesa sobresaltando a las mujeres. Estampó el plato contra el suelo, era la furia personificada. Se levantó rabioso, y habría llegado hasta ella si no se llega a interponer Cecilia.
—Aparta de mi camino, vieja.
—Ningún hombre tiene derecho a tratar así a una parturienta.
Él levantó la mano para abofetearla, pero la ausencia de intimidación del ama de llaves hizo que no valiera la pena, así que optó por ofenderla.
—¿Derecho?, que sabrá una alcahueta como tú de justicia.
—Sé más de lo que pensáis, no olvidéis que mis dos hijos murieron por Cromwell.
Cromwell, Harris no era la primera vez que escuchaba a la mujer hablar de él, y sabía que el airear su lado oscuro podía hacerle más daño a Cecilia que cualquier otro golpe.
—Cromwell... —Sonrió—. Os diré algo de Cromwell, yo luche junto a él.
—Pues no aprendisteis nada de su moralidad.
—¡Ah, en eso estás equivocada! Cuando era joven me alisté como piquero en el Nuevo Ejercito Modelo para ir a luchar a Irlanda, pretendíamos extender los valores puritanos por toda la isla. Con mi pica defendí a los mosquetes de los ataques de caballería. Lo que pensábamos que iban a ser unos pocos meses terminaron siendo años... Una noche acorralamos la fortaleza de Drogheda, era un punto estratégico, con los cañones hicimos dos agujeros en los muros y Cromwell nos mandó entrar por ellos. La primera carga murió por completo, aun así, mandó a una segunda y después una tercera, en la que yo me encontraba. Jamás he visto matanza semejante. Cuando entramos en la ciudad, Cromwell olvidó sus beaterías: saqueamos y matamos. Fue la primera vez que maté a alguien a sangre fría... —hizo una pausa pensando, y añadió sonriendo—... y mi primera vez de todo.
—A Cromwell no se le puede pedir cuentas por lo que hicieran sus hombres.
—Ese bastardo no era ningún santo. No me crees, ¿verdad? Pues escucha, vieja necia, muchos irlandeses corrieron a refugiarse junto a sus familias en la iglesia. Cromwell en persona nos ordenó cerrarla con bancos y prenderla fuego, a mí, al muchacho, como entonces me llamaban, me tocó tirar la primera antorcha. Aquella noche entramos hombres entre las murallas, y la guerra nos transformó en bestias antes de salir de ellas, gracias a las ideas de Cromwell, así que no me extrañó que lo desenterrasen y lo colgaran. Cuando lancé aquella primera antorcha pensé que Dios jamás me perdonaría, pero mírame... tengo dinero, me he casado con una hermosa doncella y me codeo con la aristocracia, no sabría que más pedir a la vida.
Cecilia se quedó lívida de la impresión.
—Fuimos doce mil a Irlanda y regresamos sólo tres mil. A mí me dieron un puñado de tierras que vendí para emprender mi negocio de esclavos.
La mujer se retiró llorando, mientras él se subía hacia la habitación saboreando su victoria. Sabía que su historia le había atravesado el corazón. Eso le enseñaría a no interponerse en su camino.
Cuando Emma se retiró a dormir, él se acercó y se tumbó sobre ella para satisfacer sus impulsos.
—¡Cuidado! Desde hace unos días expulso sangre. Por favor, tened aguante, según Cecilia, pronto llegará el parto.
—Entonces, buscad otra forma de satisfacerme.
—No sé de qué habláis.
—Estúpida... ¡Vístete!, esta noche te enseñaré como actúan las mujeres de verdad.
Conociendo la poca paciencia de su marido, la muchacha se puso un vestido con presteza.
La ciudad le daba miedo por la noche. En la maraña de callejuelas oscuras, la luna resaltaba el contraste de las maderas ordenadas geométricamente sobre las grises paredes. Anduvieron hasta el pasaje iluminado por la tenue luz de la taberna regentada por Rosalind, sin toparse con más vida que la de unos gatos y un par de borrachos perdidos en la lejanía.
Cerca de la cristalera, descansaba un mendigo. Ataviado con una andrajosa ropa marrón, sombrero de fieltro, barba y un gran pañuelo sobre los ojos, sostenía en una mano un cayado, extendiendo la otra en busca de limosna.
—Ayudad a un ciego —gemía sin fuerzas.
Christopher abrió la puerta. Emma reconoció el rostro de Rosalind que estaba de pie con su fea sonrisa. También creyó reconocer las sombrías caras de algunos de los antiguos ayudantes de Harris, especialmente de Eugene, el tipo de melena desgarbada y rubia que vigilaba la sala con sus ojos abultados.
Rosalind se acercó con extrañeza a Harris, desde la muerte de Sara su trato era frio y punzante. Ella aún se sentía dolida porque él no había valorado la vida de su amiga más que la de un perro callejero, y a él le desagradaba esta actitud, deseaba encontrar en ella a la muchacha servicial y animosa de antaño, y no a la mujer resentida que le reprochaba su falta de camaradería. Aun así, la chica nunca llegaba a explicitar su postura, sabía que era mejor, había visto demasiadas veces cómo terminaba una discusión con Harris.
—Pensé que ya no te gustaba pasar por aquí.
Christopher se la llevó a un lado para hablar mientras Emma miraba desde el marco de la puerta, sin duda era un prostíbulo. Las mujeres entre la penumbra engatusaban a los hombres que bebían, hablándoles melosamente, besándoles o acariciándoles. Una pareja se perdió tras las puertas del fondo del local, de las que emergían ecos desenfrenados.
Rosalind sirvió dos vasos de licor que Christopher y ella apuraron de un solo trago. Tras limpiarse con la manga, el hombre cogió de la mano a Emma conduciéndola a una de las alcobas mientras se quitaba la capa y el sombrero. Era una habitación azul alumbrada por cuatro grandes velas en cada uno de sus rincones, en su centro, un lecho de sábanas blanquecinas y arrugadas revelaba su utilidad.
—Presta atención. Hoy aprenderás un nuevo oficio.
Cuando sentado en el lecho terminó de desabrocharse la camisa, llegó una joven de lánguido pelo rubio. La muchacha dejó caer su vestido descubriendo su delgado y blanco cuerpo, y se detuvo para que él la pudiera contemplar. Christopher se tumbó sobre la cama, donde la chica con sus finas manos acarició su pecho de forma lasciva. Abrió la boca y la dejó caer contra aquel torso oscuro y pétreo. El hombre contempló con placer la compañía de su esposa que permanecía en pie, e hizo un gesto para que se acercara.
Emma comprendió que este era uno de los sitios donde su esposo solía pasar los días y ahora, pretendía que ella entrase en ese juego. Odiaba a Christopher, lo odiaba con todas sus fuerzas. Quizás fuese el odio, o el olor cargado del local, pero la sopa se revolvió en su estómago, necesitaba vomitar, era imparable. Instintivamente colocó una mano sobre su boca y se apresuró fuera de la habitación, volcando su malestar.
Christopher, en lugar de enfadarse, comenzó a reír mientras la improvisada amante dejó de acariciarle para contemplar la escena.
Emma esperó fuera, donde podía escuchar con claridad las respiraciones y gemidos de las habitaciones. Al fin Christopher se había descuidado, era la primera vez en meses que no tenía a sus guardianes encima. Miró la puerta de la calle, tomó aire, e intentó escabullirse.
—¿Vas a alguna parte? —preguntó Rosalind cortándola el paso—. Me temo, briboncilla, que no te puedo dejar marchar. Christopher ha dado orden de irse a casa junto a ti, y aquí él es el amo, pero puedes esperar junto a mí, una mujer en tu estado no debe permanecer mucho tiempo de pie.
La chica la llevó a un rincón, donde una pequeña mesa y sillas de madera les daban cierta intimidad. Emma estaba agotada, el sudor se le acumulaba en el pelo y su tripa abultada distaba mucho de los vestidos ceñidos que lucía en Bristol. Rosalind la observó, parecía más frágil que nunca, así que su cabeza comenzó a trabajar con rapidez.
—No creas que no te compadezco. Conozco a Christopher desde cría, los dos vivimos en la casa de huérfanos, y sé cómo puede llegar a ser. Cuando era niño le dieron una paliza de muerte y su temperamento cambió, empezó a divertirse atormentando a perros y gatos. Cometió pequeños robos, y para librarse de la cárcel por uno de ellos, se enroló en el ejército. Cuando volvió de la guerra, su crueldad se había encaminado hacia las personas. Yo vivía en la calle, él me dio de comer y me buscó un lugar para dormir... aunque me forzó a joder con otros hombres para desembolsar mis gastos. Cuando le encargaron comerciar con esclavos descubrió que era un trabajo que le iba como anillo al dedo. Es un hombre muy rudo, pero debo admitir que me gusta tenerle entre mis piernas de vez en cuando, sin embargo...
Emma no quería participar en la conversación. Sabía que aquella mujer había colaborado en la desaparición de Samuel y le provocaba la misma repulsa que su marido, así que, sin responder nada, se limitó a rechazar un vaso de licor.
—Sin embargo... preferiría morir a vivir bajo su mismo techo. Me imagino que ya lo habéis intentado, ¿verdad?, quitaros la vida. Pero es difícil dar el paso cuando se siente el frío metal en la piel. Tomad —indicó con sigilo mientras sacaba un frasco marrón de entre sus ropas—. Es un veneno muy efectivo, por Dios no digáis nada a Christopher o me matará... Debéis tomarlo de una vez o no funcionará, no sabe mal, ni provoca ningún dolor. Beber es más fácil que clavarse un cuchillo. Si no lo haces por ti, hazlo por el bebé. Es mejor no venir a este mundo, que aguantar toda la vida a un padre como él.
Guardó el frasco, mientras Rosalind se alejaba sonriente. Si su plan funcionaba, saldaría cuentas con Christopher y la indiferencia con que había asumido la muerte de su única amiga.
Todas las noches, sacaba el frasco y lo contemplaba pensativa. Sopesó la idea una y mil veces. ¿Acaso tenía alguna otra esperanza? ¿No sería la propia mano de Dios la que le habría hecho llegar aquella forma de unirse con Samuel? Se preguntaba contagiada del clima de melancolía que se había extendido por Londres. Cecilia que conversaba en el mercado con otras mujeres, aseguraba que la cola de un cometa que se divisó meses atrás había apestado la ciudad, y que sin duda era la causa de la epidemia, que aumentaba cada día y amenazaba con cruzar el rio.
Despertó sobresaltada. El ama de llaves vino veloz desde su cama.
—¿Ya viene el niño?
—No, Cecilia. He tenido un mal sueño. Había muchos cuerpos muertos sin enterrar. La gente lloraba...
—Es un mal presagio, señora. La gente dice que un astrólogo ha predicho la destrucción de Londres en este fatídico 1666, y son muchos los que afirman ver ángeles o espectros. Anteayer, en una calle, había un grupo de señoras que aseguraban ver un ángel en un árbol. Yo miré, más no vi nada, muchos dicen que es simple hipocondría.
—Cuando le noto moverse en la noche, me pregunto cómo será su vida junto a Christopher.
—No os apuréis señora y rezad, que dicen los clérigos que el Señor siempre escucha, en especial en estos días.
El parto no tuvo complicaciones aunque fue doloroso. Cecilia y una matrona experimentada ayudaron a la muchacha. La criatura se abrió camino desde sus entrañas, desgarrando la piel.
Nació una niña fuerte y sana, de ojos castaños y despiertos. Cuando la muchacha la vio, comprendió las palabras de Cecilia, no habría soportado perderla en esos momentos. Merecía la pena aguantar a Harris por estar junto a su criatura. Sintió una alegría sin fin, un sentimiento distinto y profundo que removía todo su ser.
Aquella niña hacía crecer en su interior una nueva fuerza, ahora se sentía acompañada por Samuel, su recuerdo y su sangre siempre estaría en esa tierna criatura. Intentaba imaginarse cuál sería la reacción que habría tenido Samuel ante su hija. Quien hubiera imaginado años atrás que del fruto de su amor con el alegre muchacho que les visitaba a la salida de los oficios fuera a surgir aquella nueva personilla.
—¡Mira, Samuel, una niña! —exclamó la parturienta en un intento desesperado de llamar la atención del más allá—. Tenías razón Cecilia, hay que luchar por la vida.
Un gran cariño cómo ese, pronto tuvo asociado un miedo del mismo tamaño: ¿Le haría algún daño Harris? ¿Crecería junto a él? ¿Descubriría que no era hija suya?
Para Christopher fue una gran desilusión.
—¡Una niña! Pensé que por trescientas guineas al menos engendraría un maldito varón —rumiaba ante los porteros.
Dar de mamar a la niña resultó ser una dura y dolorosa tarea a la que tardó en acostumbrarse.
—Le duele porque tiene una grieta, es normal que pase —le recordaba Cecilia—. Los hijos desde pequeños nos hacen sufrir, mientras nosotros avanzamos con la esperanza de verles crecer sanos y felices.
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