Parte 21

Cuando llegó a su casa supo que algo sucedía, demasiada quietud. Las malas hierbas habían espigado en la puerta entreabierta. El suelo estaba mugriento, y poco a poco, se dio cuenta de que alguien había estado rebuscando por la casa. Remontó las escaleras hasta el catre vacío de su padre. Un movimiento le alarmó en la habitación contigua, donde antaño pernoctaba él. Sacó su cuchillo y se aproximó sigiloso.

Entre la penumbra encontró a un anciano bajo las sábanas.

—¡Eh! ¿Qué haces aquí?

El viejo tardó en reaccionar, aún estaba dormido. Al ver al joven, de aspecto temible y armado con el puñal, se sobresaltó.

—No me hagáis nada por Dios. Yo sólo duermo aquí, me dijeron que la casa estaba abandonada.

—¿Qué ha pasado, por qué está todo revuelto?

—No sé nada, os lo juro. Sólo buscaba un lugar donde refugiarme.

—¿Cuánto tiempo llevas durmiendo aquí?

—Desde hace dos semanas. ¿Sois el señor de la casa?

—Salid de aquí. Cerraré la puerta.

—Pero...

—¡He dicho que os marchéis!

El viejo, viendo a Samuel dominado por la furia, partió de inmediato.

¿Dónde estaba su padre, qué había sucedido? Él anhelaba encontrar las cosas tal y como eran antaño. No quería que su casa se llenase de gente de mal vivir.

Era una noche nebulosa, la luna apenas lograba acariciar el empedrado para mostrarle el camino.

Adam se despertó sobresaltado, los golpes procedían de su puerta. Si era alguien con la menor decencia, debía ser urgente.

—¿Quién llama?

—Adam, abre la puerta. Soy Samuel.

—¿Qué Samuel?

—Samuel Page.

—¿Os burláis de mí?

—He estado en casa de mi padre y no le he encontrado. Ábreme.

Adam asió un largo hierro que servía para avivar el fuego y se acercó a la puerta. La imagen de Samuel era espectral, tardó un rato en reaccionar, no sabiendo si era él o no. No era el mismo mozo de meses atrás: delgado, de mirada afilada, encorvado y con su gran cicatriz. Turbado por la visita, dejó a un lado la barra.

—Samuel, durante un largo tiempo te creí muerto, luego, cuando me entregaron tu carta...

—¿Dónde está mi padre?

—¡Oh, Samuel! Tu padre... —no tuvo valor para continuar.

—¿Dónde está?

Adam movió la cabeza.

—¡Dónde está!

—Tu padre ha muerto. Lo ahorcaron hace cosa de un mes.

—¿Ahorcado... por qué?

—Le ejecutaron por la muerte del Sr. Norman.

—¡Pero él jamás haría algo así!

—Lo sé, pero yo... te creí muerto y me prometí con Emma. Tu padre enfureció y...

—¿Emma aceptó desposarse contigo?

Samuel, lleno de rabia, asió de la ropa a su antiguo compañero y, empujándole contra la pared, levantó el puño a la altura de la cara. Adam agachó la cabeza y se cubrió con las palmas de las manos; pero Samuel no le golpeó: los golpes no cambiarían todo aquello que le había contado.

Las palabras salieron de la boca de Adam Silver aderezadas de lastima y vergüenza, explicándole cómo cuando le dieron por muerto el padre de Emma intentó casarla con Harris, cómo esta le pidió ayuda y cómo se consumaron los hechos con el Sr. Norman apuñalado y Emma en la cárcel.

—¿Y qué tiene que ver mi padre en todo esto?

—Los vecinos sabían que tu padre estaba furioso por nuestro enlace. Cuando murió el Sr. Norman, Frederick y algunos de los hombres de Christopher Harris aseguraron haberle visto salir de la casa de Emma, sin duda en falso testimonio. Se rumorea que Harris sobornó al juez. Encontraron el anillo y la medalla del señor Norman en casa de tu padre. Al ser torturado, confesó haber sido el asesino, aunque la gente que le conocimos creemos que lo hizo para evitar el suplicio. Intenté interceder por él, pero nada pude hacer ante los falsos testimonios de una docena de hombres.

Samuel soltó a Adam para llevarse las manos a la cabeza, negando rítmicamente en un vano intento de evitar que todo aquello siguiese adelante. Se iba a derrumbar. La idea de que Harris hubiera llevado a su padre a la horca no le dejaba proseguir y necesitó un tiempo para reponerse. Se reuniría con Emma, tenía que hablar con ella, necesitaba su consuelo, ahora daba igual si había paseado o no con Adam.

—¿Dónde está Emma?

—Tras la muerte de su padre, fue apresada. Intenté visitarla en prisión, pero me dijeron que ya no estaba allí. La gente dice que se ha casado con Harris para solventar sus deudas, pero no te lo puedo confirmar. Sólo son habladurías.

Samuel se desquició, que el asesino de su padre estuviera yaciendo con Emma le provocó un dolor insoportable convirtiéndole en un ser distinto, un animal, alguien al que ni siquiera él conocía. Adam intentó posar su mano en él, pero la rechazó con rabia.

—No me toques. Juro por Dios que para mí estás muerto.

Semarchó como una exhalación, dejando a Adam con la sensación de un mal sueño enmitad de la noche.



Al llegar a casa de Emma los sentimientos de celos, enfado y ansias de ver a la muchacha le oprimían el pecho. Tuvo que parar a tomar aire. Abrió la verja de madera, y avanzó hasta la entrada. Parecía mentira que ya no fuese a salir el Sr. Norman a destrozarle con su mirada inquisitoria. Golpeó la puerta: no hubo respuesta. Pensó en aguardar al alba, pero resolvió que ya había esperado suficiente y aporreó con insistencia. La madera crujió, y un resplandor a través de la ventana anunció que alguien se acercaba. Sonó la cerradura, Samuel esperó ver a Cecilia o a Emma, incluso estaba preparado para encontrarse a Christopher Harris.

Un hombre cadavérico, delgado y musculoso, se asomó extrañado. Samuel tardó en reconocerlo, Frederick, el ayudante de Harris, alguna vez lo había visto en el muelle. Cuando ambos se reconocieron el hombre, entre sorprendido y asustado, intentó cerrar de sopetón, pero la rabia de Samuel era rápida y encajó su bota en la apertura. Con un par de empujones, la fuerza animal de Samuel abrió la puerta.

—Esta casa me pertenece —explicó Frederick amenazante—.¡Salid ahora mismo!

El esclavista intentó usar su bilis y fuerza nervuda para abrumarle, pero Samuel ya no era un chico risueño, la vida le había forjado con dolor y sangre. Empuñó con soltura la daga de caza que escondía bajo sus ropas y la llevó a la garganta de Frederick, que no opuso resistencia al ver la determinación del muchacho. Lo empujó contra la pared y aumentó la presión del acero en su cuello.

Los gemidos del hombre alertaron a dos mujeres negras que salieron de la habitación a ver qué sucedía.

—Si vienes por lo de tu padre..., te juro que no tuve nada que ver.

—¿Colocaste tú las joyas en mi casa?

—No.

—Di la verdad.

—Yo no fui, te lo juro por las sagradas escrituras. Fue Christopher Harris.

—¿Dónde le puedo encontrar?

—Él me regaló la casa, ahora es rico y respetado. Vive muy lejos de aquí.

—Repetirás todo esto ante el juez.

—¡Jamás lo haré! Mira a tú alrededor: gracias a él tengo una mansión, mujeres y más dinero del que necesito.

Frederick se lo habría pensado dos veces antes de pronunciar esa frase si hubiera conocido los métodos para sonsacar información que Samuel había aprendido de los piratas. El muchacho, rojo de ira y presintiendo que estaba implicado en el complot que acabó con Martin, se decidió a hacérselo pagar.

Le giró para sacudirle con el mango de su daga en la parte superior de la espalda. Frederick cayó al suelo como resultado de los golpes. Las mujeres, espantadas, se refugiaron de nuevo en la habitación.

Samuel le pateó hasta que apenas reaccionaba, se arrodilló daga en mano y, cogiéndole del pelo, le puso bocarriba. Su cara estaba llena de sangre y le faltaban algunos dientes.

—Me lo ha dado todo —musitó con su boca ensangrentada—. Mátame si quieres, pero no puedo traicionarle.

Samuel no contaba con esto. Le hubiese gustado ser como el capitán Van Goyen y hacer algo horrible que obligase a aquel hombre a decir toda la verdad públicamente, pero aunque estaba desbocado, él no era así. Al soltar su pelo, la cabeza de Frederick se golpeó contra el suelo. Se incorporó, y tras dejar escapar parte del animal que llevaba dentro a base de patadas, le advirtió:

—Si tuviste algo que ver en la muerte de mi padre, volveré para matarte. Lo juro.

Oprimió el arma entre sus dedos y se alejó de la casa.

—¿Samuel, eres tú?

El chico se giró sorprendido, al principio no reconoció la figura del hombre entrado en años. Era Andrew, el viejo cochero con el que apenas había intercambiado un par de palabras y que ahora le saludaba como un viejo amigo. Pese a las reticencias del muchacho, que sólo pretendía alejarse de aquel lugar, le hizo acompañarle con urgencia al cobertizo donde ahora vivía.

Andrew había llevado en multitud de ocasiones al muchacho, había escuchado sus conversaciones con la señorita, y conocía la injusticia que pesaba sobre él. Verlo vivo le reconfortó, hasta que pensó si sabría que había testificado contra su padre.

—Cuando mataron al Sr. Norman, Christopher se mudó a la casa. Por lo que sé, la señorita Emma se casó con él para saldar sus deudas.

—¿Y Emma consintió?

—No tuvo alternativa, si no quería pudrirse en la cárcel. Se rumorea que él la forzó y la dejó preñada. Ella sabía que si no se agarraba a Harris moriría, ella y el niño que iba a traer al mundo.

La idea de que Christopher hubiera forzado a Emma y que ella llevase un hijo suyo en su interior le daba arcadas. Sentía que Harris había impregnado con su maldad todo aquello que había querido, destruyéndolo por completo.

—Andrew, mi padre...

—¡No tuve elección! Guardé silencio, me dijeron que matarían a la señorita Emma y a Cecilia si decía algo... Me mandaron a vivir a este cobertizo, donde desde entonces estoy muriendo de hambre. Malvivo mordisqueando hierbas y mendigando limosna. Desde que no me dan dinero para beber, me duele el cuerpo, me tiemblan las manos, siento como si los bichos me corrieran bajo la piel y hasta a veces, hablo con gente que no existe.

El hombre rompió a llorar, la parte de la historia que había eludido, el cómo había vendido a Samuel y a su padre por unas cuantas copas de licor, le quemaba por dentro, con un dolor inconfesable.

—Una mañana, Christopher Harris desapareció de Bristol con todo el dinero que hizo.

—¿No sabes donde han podido ir?

—No, pero Frederick sí lo sabe.

—Me temo que él no dirá nada.

—Quizás podríais seguirle. Al final de cada mes se ausenta durante unos días. Siempre viaja escoltado por varios hombres armados. Una vez, antes de que se marchasen, escuché a uno de ellos. El lugar no lo mencionó, pero comentó que iban a entregar a Harris su parte de las ganancias.

—¿Cuánto será su próximo viaje?

—La semana que viene a más tardar. Yo os podría avisar por un par de monedas que me permitiesen calmar la sed.



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