Parte 2



Atrás quedaron las horas de bullicio, los barcos habían recogido sus velas. Al atardecer las olas parecían pinceladas que esbozaban el tranquilo faenar del muelle. Continuaba el trasiego, pero más calmado que unas horas antes: un marino hacia recuento de barriles, grupos de oriundos comentando lo más destacado del día, un par de mulas que trotaban animosas y un perro ladrando a los niños y a sus juegos. El olor a brea, pescado y salitre envolvía a los viandantes, mientras las gaviotas buscaban algún pescado extraviado entre chillido y chillido.

Samuel explicaba a Emma la procedencia de los barcos que conocía, y le mostraba sus adornos. La alegría, juventud y felicidad que desprendía la pareja hacía contrapunto con el ama de llaves, bajita, corpulenta y vencida por la vida. Sus ojos asomaban bajo el pañuelo que cubría su cabeza para no apartarse de su señorita, centelleando cuando la mano del muchacho se posaba en el hombro de la joven.

Él, pese a haber trabajado todo el día, conservaba un porte elegante. Con pelo castaño y corto, lucía una pañoleta blanca que le rodeaba el cuello, a juego con la empuñadura de su traje de paño marrón. Ella, de piel blanca y pelo dorado recogido en un moño, oprimía su cintura en un vestido azul. Delicada y descansada, disfrutaba de la compañía del joven con curiosidad. Aquellas faenas le eran totalmente ajenas, muy distantes de tocar el clavicordio, bordar o cualquier otra actividad apropiada para una joven cercana a la aristocracia.

Pararon a contemplar el ángel que extendía sus alas de madera sobre la proa de un galeote. A ella le sorprendía que aquella nave abarrotada de cargamento, cuyas ventanas dejaban ver un interior similar al de una casa, con candiles, mesas y asientos, pudiera flotar en el agua. Tras recrearse del prodigio, Samuel comentó cómo él y su amigo Adam, corrían de niños al ver llegar los grandes barcos, apuntándolos con el dedo cuando los oteaban en el horizonte.

Aún perdían su mirada en los mástiles de la nave, cuando una carreta sucia y desvencijada se detuvo a saludarlos:

—Señorita Emma. ¡Qué alegría veros!

El hombre, algo mayor que ellos, de cara delgada, coleta y gesto sereno, no pudo ocultar su rubor cuando la muchacha le miró a los ojos para responderle:

—¡James! Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

Ambos guardaron un incómodo silencio, hasta que James, sin saber bien qué decir, arrancó:

—He tenido que acompañar a Lord Hamilton. Ha residido unos años en Londres, cuestiones de la corte. Permitidme presentaros a Catherine, mi esposa —La mujer, con ropa sucia y aspecto de campesina, saludó fríamente—, y la alegría con que Dios ha bendecido mi vida: mi hija. ¡Elena, saluda a la señorita! —voceó hacia la parte trasera del carro.

Una niña sonriente de cabello encrespado, mejillas rojas y aspecto de gato juguetón salió de entre una multitud de objetos para saludar con la mano.

Emma le devolvió la sonrisa y, girándose hacia su acompañante, añadió:

—James, os presento a Samuel Page.

—¿Samuel Page? —preguntó James—. ¿El hijo de Martin? Alguna vez os he comprado especias en el puerto.

—El puerto es nuestro segundo hogar —respondió el muchacho tendiendo la mano—, siempre hay faenas que atender.

Tras el breve saludo, James fingió tener prisa, antes de que su mujer exasperase. Catherine sólo se apaciguó en la distancia. Sabía que su marido había intentado cortejar a aquella muchacha, y su presencia o incluso su nombre le hacían sentirse en un segundo lugar.

Samuel, aprovechó que el ama de llaves se había distanciado para evitar entablar conversación con James y preguntó con sorna:

—¿Así que este fue vuestro antiguo pretendiente?

—¡Oh! El pobre James. Mi padre no dudó en mostrarse indignado ante su propuesta. Un sirviente pidiendo la mano de su hija... No le permitió ni comenzar su disertación.

—Y hará lo mismo conmigo.

—Esta vez, yo intercederé en vuestro favor. Sólo os pido un poco de paciencia, su temperamento se encuentra turbado en estos días. Aguardad un tiempo antes de hablar con él.

—¿Y cuánto deberé esperar, otros dos años?

La conversación fue interrumpida por el saludo de los patrones de las naves a Samuel. Él, tras enseñarles un par de naves más, acompañó a las damas hasta que el viejo cochero de los Norman pasó a recogerlas. El hombre, como de costumbre, apenas saludó. Con sus ojos azules y duros mirando al infinito, paró el caballo, aguardó a que subiesen y azuzó al famélico jamelgo.

Cuando se alejaron, el joven apretó el paso. De lejos vislumbró la figura de su padre, Martin, ya peinaba canas, y si no fuese por ese bastón que aferraba, le fallarían las piernas al andar. Debía llevar un buen rato esperándolo junto a Adam Silver, que por entonces era un joven rechoncho de bigote y pelo rubio. Adam era mucho más que un ayudante. Le acogieron en su niñez, cuando su madre le abandonó, y desde entonces había sido un hijo para Martin y un hermano mayor para Samuel. La muerte de su mujer y el futuro hijo en el parto le habían dejado desmañado y melancólico, con unos ojos envejecidos pero repletos de bondad.

Se ganaban la vida comerciando con especias, azúcar y otros productos traídos de ultramar. Algunas especias, como el clavo, eran más valiosas al peso que el oro, aunque tenían difícil salida en el mercado. No eran ricos, pero su actividad les procuraba una casa, unas tierras y algún que otro capricho, que era mucho más de aquello a lo que la mayoría de sus vecinos podía aspirar.

Martin Page, con la notoriedad labrada por tantos años de trabajo en el puerto, conocía a gran parte de las naves que atracaban en Bristol. Aquella noche el capitán del Nueva Esperanza les invitó a cenar. "Deseaba plantearles un ventajoso negocio", había comentado.

Llegaron al enorme velero, antiguo pero cuidado. Con la arboladura recogida, sus telas blancas atrapaban los últimos rayos de sol que se atrevían a traspasar la red de aparejos agolpada entre los mástiles.

Deambularon por la delgada rampa que llevaba a bordo. La fuerza de la costumbre hacía que circulasen por ella con tanta agilidad como un chiquillo por el pasillo de su casa. Avanzaron hasta el castillo de popa para entrar en una estrecha estancia que olía a cerrado.

El grueso capitán, de largos cabellos grises, bigote y sombrero de plumón rojo, ya estaba sentado. Las águilas doradas que con elegancia ornamentaban los botones de la casaca, intentaban contrarrestar la suciedad que impregnaba cada rincón de la misma.

Sobre la mesa, engalanada con un desaliñado mantel, descansaba un jarro de vino junto algunos mendrugos. Un marino pelirrojo trajo una fuente en la que se amontonaban sardinas y un par de limones decapitados. Las manos se les untaron de grasa al dar cuenta del pescado. Durante la cena, el capitán se jactó de las rarezas que había contemplado a lo largo de sus viajes: grandes elefantes, fieras de vivos colores, interminables desiertos y las insólitas costumbres de los salvajes. Pasó a alagar las virtudes de los negociantes allí presentes, para terminar indicando que su barco ya no les volvería a traer más especias, ya que su venta se veía cada día más empequeñecida por el auge de una mercancía mucho más rentable: los esclavos. Para ello necesitaba gente con una dilatada carrera comercial como la suya.

Martin era un buen vendedor y podía ocultar sus emociones a lo largo de una extensa negociación, pero no a todas las personas. Su hijo sabía leer el significado de cada una de las arrugas que cubrían su rostro y conocía la cólera que el viejo estaba acumulando bajo su sonrisa de cortesía. Martin con los años se había vuelto impetuoso, incluso iracundo, pero nunca dejaba aflorar ese carácter en las negociaciones si no era estrictamente necesario. Guardó la rabia para sí y, encabezando a la negociación, respondió con delicadeza:

—Me temo que os estáis equivocando de hombres, nosotros sólo sabemos comerciar con mercancía inerte.

—¡Oh!, no seáis modestos, caballeros —respondió el capitán con un aspaviento—. Sois respetados en el muelle, y sin duda aportaríais renombre y prestigio. Nosotros nos encargaríamos del traslado y almacenaje en un terreno cercano. Vuestra parte consistiría en negociar con los futuros compradores y...

—Os repito —subrayó el viejo Page—, que no estoy dispuesto a cambiar de negocio. Hablad con Christopher Harris, él dirige la mayor parte del comercio de esclavos.

—Ya lo he hecho, y no he llegado acuerdo alguno. El Sr. Harris sabe cómo mantener el orden entre los esclavos, pero no sabe comerciar: sus palabras se vuelven estiércol a la menor discrepancia. Además, sus condiciones son intolerables y su margen de ganancias, un disparate. Tened en cuenta que venderemos a veinte libras el esclavo y yo os ofrezco una quinceava parte de cada uno...

—Veinte libras —interrumpió Samuel—. Nosotros tenemos que despachar más de quinientos sacos de azúcar para embolsar esa cantidad.

—¡Samuel, hijo, no sigas...! Lo lamentó, capitán, nuestra respuesta sigue siendo un no.

Adam también negó con su cabeza y se atrevió a ratificar:

—Soy de la misma opinión que el Sr. Page. No quiero verme mezclado en el trato de esclavos. Mi carácter no lo soportaría.

—No comprendo vuestros escrúpulos —contraatacó el capitán ofendido—. ¿De dónde conseguiríais el azúcar que vendéis, si no fuera por los esclavos? Nuestras colonias en las Indias Occidentales necesitan mano de obra y os aseguro que pagarán bien por ello.

La cabeza de Samuel bullía. Le repugnaba la idea de regatear el precio de esos desdichados, pero el capitán tenía razón: la hambruna hacía que sus ventas fueran menores y el negocio de los esclavos era cada vez más lucrativo.

—¿A cuánto ascenderían las ganancias totales?

—¡Hijo!

—En menos de lo que os pensáis, padre, me casaré. Si acepto este encargo, en un par de años, podré vivir con holgura.

Los ojos del capitán brillaron, todo el mundo conocía a Samuel por su padre: era joven, fuerte, honesto y ambicioso, justo lo que buscaba.

—En un año podríais ganar más de dos mil libras. Lo suficiente como para haceros ricos si os sabéis administrar. En unas semanas facturaré esclavos de oriente, más baratos, trabajadores y obedientes que los africanos. Nuestros ingresos serán mayores que los del propio Harris.

—Samuel, no permitiré que tomes esta decisión por tu cuenta —aseguró Martin desconcertado.

—Me temo que ya no soy un niño.

—Pero aún sois mi hijo, y el negocio está a mi cargo.

Samuel apretó sus labios para no rebatirle, odiaba herir al anciano con sus palabras. Él le había dado todo lo que tenía, pero si aceptaba podría abandonar la dependencia de su padre y establecerse por su cuenta. Era duro, pero necesario, porque quizás no volvería a surgir una oportunidad como esta. El capitán comprendió la determinación del muchacho y creyó conveniente sosegar la situación, sabiendo que el aguijón del dinero fácil se había anclado en el corazón del joven:

—Pensadlo, partimos dentro de seis días, así que os daré hasta el miércoles para decidiros.

Tras una fugaz despedida, el marino pelirrojo les acompañó hasta la pasarela. Ya había anochecido y un viento frío se mezclaba con la humedad. La madera rechinó bajo sus pies, que guiados por un lejano candil llegaron a tierra firme.

Al marinero se le veía jovial, mientras que Samuel evitaba la mirada de su padre. El muchacho tuvo que hacer acopio de valor para mascullar al pelirrojo:

—Decid a vuestro patrón que no busque más, soy su hombre.

—Esas cuestiones las debéis tratar directamente con él. Además, yo no pisaré el barco hasta el alba —respondió guiñando un ojo. Y tras un gesto de despedida, se perdió hacia las tabernas.

La luna perfilaba las estelas de humo blanco que, escapando de las chimeneas, correteaban libres al cielo impregnando de olor a leña quemada las calles en las que se adentraron.

Cuando el sentido común les sugirió que el pelirrojo estaba lo suficientemente lejos como para no escucharles, Martin cogió a su hijo por el brazo. Adam se quedó unos pasos atrás, entendía los argumentos de ambos, pero evitaba enfrentarse con cualquiera de ellos.

—Samuel, un hombre jamás debería comerciar con la vida de otro hombre. No se pueden despachar vidas con la misma facilidad con la que se venden garbanzos.

—No lo entendéis, padre, necesito ese dinero. El Sr. Norman se encuentra al borde de la bancarrota. No podrá rechazarme si aporto una buena dote.

—¿Y de que servirá tu dote si no puedes aportar un ápice de honradez a tu matrimonio? Para crear un hogar has de poner buenos cimientos y esta profesión no te aportara más que indecencia y crueldad. La esclavitud es un negocio engendrado por el lado más sombrío y egoísta de nuestra naturaleza... Sé que lo haces pensando en esa muchachita, pero el dinero no puede justificar todos nuestros actos. No permitiré que sea mi propio hijo el que comercie con esos infelices. Todos los días en el muelle tengo que observar cómo maltratan a esas pobres gentes. Cuando pasó ante ellos, debo tragarme mis palabras, pues la ley les ampara, pero sólo la ley de los hombres. Me rompería el corazón verte convertido en un comerciante de almas.

—¿Almas? El pastor Logest asegura que los salvajes no tienen alma.

—Hasta los pastores en ocasiones erran. Las personas son personas, ningún hombre debería ser confinado como una alimaña sin haber cometido delito alguno, y eso incluye a los negros. Gobernar el destino de un hombre es algo que sólo a Dios le corresponde. Júrame que jamás lo harás.

—No puedo juraros nada. Iré a ver a Emma, lo recapacitaré junto a ella y mañana os daré mi respuesta.

—Me darías el mayor disgusto de mi vida —agregó el padre mientras veía cómo se alejaba.

Martín permaneció inmóvil, apretando las manos con tal fuerza, que le tiritaban. Apenas distinguía ya a su hijo en la distancia, cuando Adam se le acercó y, poniéndole una mano sobre el hombro, le intentó calmar:

—Recapacitará. Samuel es un joven compasivo. Le he visto despachar mercancía de más a las familias necesitadas. Tiene demasiado corazón para realizar ese tipo de trabajo.

—Quizás, pero ahora su corazón sólo le marca el camino que lleva a esa muchachita con la que tanto paseáis, sin importarle cuan lóbrego sea o por encima de quien deba pasar.

—Conozco bien a la señorita Norman. Es una perfecta cristiana, atenderá a razones.

—Ella sí, pero su padre no. Todos conocemos sus circunstancias. El Sr. Norman está a punto de ser embargado, y aun así, sigue viviendo con cochero y ama de llaves. Ya ha rechazado a varios pretendientes de su muchachita por no pertenecer a la alta burguesía o a la nobleza. Conozco a esa clase de personas, no aceptará a alguien como Samuel hasta que no nade en la opulencia, y mi hijo lo sabe.





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