Parte 19

Cada vez que observaba su reflejo en el agua, no podía evitar fijar su mirada en aquella abrupta cuchillada. Lo mismo le pasaba a la gente que hablaba con él. Aunque lo intentaran disimular, sus ojos eran irremisiblemente atraídos por la cicatriz. Le atravesaba todo el lado izquierdo de la cara, desde la frente hasta ya terminado el labio. Aquella herida había dejado dividida en dos partes su antaña cara aniñada, poblada ahora por una barba dura y oscura. No tenía herramientas ni talante para afeitarse, además no sabría cómo hacerlo en la zona del corte. Alec tenía tres hijos pequeños que tardaron en acostumbrarse a la presencia de Samuel sin sentir escalofríos.

Tras semanas febriles en las que su anhelo por vivir le amparó a las puertas de la muerte, la herida del costado cicatrizó. Aun así, nunca dejó de dolerle, reportándole un caminar encorvado. Alec, que en los peores momentos estaba seguro de su fallecimiento, no supo si sus fuerzas provenían del amor a los suyos o del deseo de venganza.

Ahora que Samuel no temía por su vida, otras preocupaciones torturaban su alma. ¿Le aceptaría Emma con este aspecto? ¿Le acogería sólo por compasión? Él no quería compasión. Él quería del deseo de antaño, el amor, el anhelo que veía en los ojos de aquella muchacha por estar junto a él. "No quiero compasión" se repetía mientras golpeaba su reflejo en el agua. Sabía que aún no estaba lo suficientemente fuerte para viajar, pero además, aún no había acaparado el valor para hacerlo y procuraba no hablar del tema. Volver así, caminando como un esperpento, con el rostro desfigurado. Aquella chica le quería, pero que se acostumbrase a su aspecto... quizás fuese pedirla demasiado.

Hasta que una mañana, en la que sentado en una piedra contemplaba las nubes, lo comprendió. Si le hubiese sucedido a Emma, él la amaría igual: ansiaría permanecer a su lado, sentir su presencia, disfrutar del calor de su cuerpo, de su olor, de su compañía, de sus charlas, en fin, de ella. Fue entonces cuando por primera vez expuso sus intenciones de partir.

Días después, Alec retornó del pueblo montado en su caballo. Buscó a Samuel en el río, donde los niños le enseñaban a pescar con anzuelos de madera que ellos mismos habían confeccionado puliendo una rama en forma de horquilla.

—Traigo nuevas para ti.

Samuel se incorporó con urgencia.

—¿Recuerdas los hombres que hicieron llegar tu correspondencia hasta el puerto? Hoy he hablado con uno de ellos, me ha confirmado que el capitán de un barco amigo entregó hace un mes tu nota a ese tal Adam Silver.

Samuel estalló de júbilo, reconfortado por haber informado a los suyos de lo acontecido. Además el padre Owen, en el ejercicio de su sentido común, esperó a enviar la carta hasta que su estado de salud prosperó, informando de que actualmente Samuel "se estaba reponiendo de un leve desfallecimiento", con el fin de no alarmar al viejo Martín.

—Tengo otra buena noticia. Uno de esos hombres me ha confirmado que van a reunir cueros y semillas de varias familias con la intención de venderlas en Dundee. Partirán en un par de meses. Me han ofrecido unirme a ellos, y tú podrás viajar con nosotros.

—¿Un par de meses? No puedo esperar tanto.

—¿Y qué harás si no? Aún estás débil, no conoces estos caminos y apenas sabes andar por ellos. No tendrías donde comer o descansar. Te asaltarían al primer paso para quitarte las provisiones. Si esperas y vienes a Dundee con nosotros, podrás encontrar la forma de regresar a tu casa. Un par de ojos más no nos vendrán mal. Desde que acabó la guerra, hay demasiada gente que pasa hambre, demasiados rencores y rencillas. Es más seguro aguardar unos meses que acabar destripado en mitad de una colina por un grupo de maleantes, ¿no crees?

—Tienes razón, no tengo dinero ni medios para volver. Si no me surge otra ocasión antes, esperaré. Al fin y al cabo, ahora que mi padre está al día de mis circunstancias, no preciso regresar con tanta urgencia.

—Por aquí, pocas partidas más saldrán hacia un puerto grande. Además, quizás nos puedas ayudar en la venta, no soy una persona avezada en el trato con la gente.

—Mercader es mi oficio, y si me das la oportunidad de restituir la ayuda que me has prestado no te arrepentirás.

Desde que Samuel desnudó su alma ante Alec en lo que creía su lecho de muerte, había nacido una relación de complicidad entre ellos. El escocés dejó de ver en él al asesino malencarado que asaltó la casa de su hermano, para encontrar al muchacho ingenuo y pacífico de Bristol. Le cuidó en los peores momentos, introduciendo entre sus labios pequeños sorbos de caldo. Samuel por su parte, taciturno, intentaba no dar trabajo y colaborar en lo que podía con el ganado, comprobando los lazos y trampas para cazar liebres de montaña o recogiendo leña, pero siempre añorando el momento de regresar a su hogar.

Aquella noche Nora no lució la sonrisa con la que alegraba a la familia. Cuando Samuel intentó dormir, advirtió una riña secreta en el dormitorio de la pareja, con un alboroto muy distinto a cuando el matrimonio retozaba jovial. Alec zanjó la discusión:

—¡Acompañaré al muchacho, y no hay más que hablar! Al fin y al cabo, estamos en deuda con él.

Con el paso del tiempo, el talante de la mujer volvió a su ser. El oscuro y melancólico invierno escocés, dio paso a la primavera, que como el propio Samuel decía, consistía únicamente en observar cómo los días se volvían más largos.

El día de su marcha, Samuel se despedía de la familia de Alec, respondiendo a las dudas de los niños sobre dónde se dirigía y si algún día regresaría para verlos. Nora y Beth volvieron a manifestar su agradecimiento, reiterando lo cauto que debía ser en el camino.

Tras preparar su caballo con todo lo necesario, Alec se armó con una espada, una daga y una pistola pequeña y adornada. Entró en casa y se acercó a Samuel con algo envuelto entre trapos.

—Cógela.

Samuel alcanzó una empuñadura de madera.

—He pensado que te puede ser útil. Ya que no eres ducho con la espada, necesitarás algún tipo de arma que puedas usar en caso de necesidad.

—¿Es un machete?

—Es una daga de caza. Lo suficientemente larga como para matar a una persona de un tajo, pero lo suficientemente corta y ligera para que hasta un niño pueda manejarla. Espero que no tengas que hacer uso de ella, pero si te ves forzado, hazlo con valor.

Apenas pudo acostumbrarse al arma, cuando llegaron sus acompañantes. La comitiva consistía en media docena de montañeros de edades dispares y porte rudo que venían a pie, y una pareja de caballos de abultadas alforjas. Lucían atuendos y armas similares a las de Alec, con largas espadas y telas enrolladas alrededor del cuerpo a modo de faldas. Cuando Samuel asomó por la puerta, guardaron un frio silencio. El más mayor de ellos, un escocés fuerte, con pelo y barba totalmente canos, se acercó erigiéndose como portavoz.

—¿Es este el hombre del que nos hablaste?

—Así es, Kendrick.

—Está bien, consentiremos que venga, pero no custodiará nuestros bienes, no hará turno de vigilancia ni preparará nuestra comida. ¿Queda claro?

Samuel asintió con la cabeza. Mientras, Alec se despedía con besos de su familia, especialmente de Nora, agitada ante la marcha de su esposo.

Los chiquillos les acompañaron un trecho, hasta que su padre determinó que debían volver a su hogar, agregando a su orden recordatorios sobre el ganado y la casa.

El viaje no fue fácil para Samuel que, con su figura encorvada y apoyado sobre un palo, intentaba asumir el ritmo vertiginoso con el que caminaban esos hombres. Alec se quedaba atrás para animarle en tono de burla.

—Cuando llegues a Bristol nadie te conocerá. Saliste de allí con las maneras de un burgués y volverás con las de un montañero.

—No sé si mis maneras siguen siendo las de un comerciante, pero os aseguro que mis piernas sí, me duelen como nunca.

—Pronto te acostumbrarás. Ese es uno de los motivos por el que siempre intentan usarnos como soldados: estamos acostumbrados a comer poco y andar mucho, además, sabemos usar la espada.

Alec, pensativo y sin dejar nunca de caminar, perdió su mirada entre las nubes. El verano se acercaba, por lo que el frio no era extremo, circunstancia que aprovechaban para avanzar siempre que la lluvia no era torrencial. Aun así, el clima era cambiante, conviviendo las cuatro estaciones en un mismo día.

Pronto comprobó que el escocés no mentía respecto a la escasez con que distribuían los víveres. Aquel día no habían probado bocado, y por la noche, un poco de pan duro, media loncha de tocino y un pellizco de queso, les sirvió como cena. Añoró los guisos calientes de verduras con carne, huesos o vísceras que Nora, la esposa de Alec, cocinaba a diario.

Para dormir, hundieron sus cuerpos en una colina donde el suelo se apreciaba más seco y el resguardo de unas rocas apenas dejaba pasar el viento. Samuel, aún ataviado con la chaqueta verde de tonelero, se cobijó bajo su manta picajosa que antaño fue un saco. El resto de hombres se envolvieron en las telas que vestían, que hacían las veces de talegos, faldas y mantas.

Se levantaron al amanecer. Un trozo de pastel de tripas de cordero y un trago de agua de un arroyo reconfortaron sus fuerzas. Samuel saboreó su porción, su estómago agradecía el sabor de las vísceras, que meses atrás le habrían parecido demasiado fuertes, pero que el hambre y las energías gastadas volvían apetitosas.

Durante tres días atravesaron lo que creyó el fin del mundo. Leguas y leguas de un desierto de interminables llanuras de lacónico herbaje verde, sin más atisbo de vida que el de alguna oveja abandonada o algún arbusto lejano. Samuel jamás había visto nada así, siempre que había salido de Bristol, había encontrado campos cultivados, bien con cereales, bien con árboles de distinto tipo, pero jamás tanto terreno no boscoso sin civilizar. Poco a poco, aparecieron pequeñas colinas por las que transitaban las nubes. Entre sus pendientes corrían angostas cascadas plateadas que descendían para formar, al mezclarse con la turba, regueros de aguas oscuras. El muchacho fantaseó con que en aquel prodigioso paisaje pudieran habitar las hadas, los gigantes y el sinfín de criaturas, que luchaban, ayudaban, mentían o amaban a los hombres en las leyendas con las que Alec entretenía a sus hijos al calor de la hoguera.

Al cuarto día, el camino serpenteó para descender a un extenso valle, dejando a ambos lados unas montañas altas y escarpadas. Se cruzaron con aldeanos errabundos que mendigaban, todos ellos guardaban respeto al ver sus armas. Samuel, que había oído muchas historias sobre salteadores, permanecía en un tenso silencio cada vez que se topaban con alguien.

Divisaron una abundante comitiva, con carros repletos de bultos, porteadores y soldados a pie y a caballo. Cuando la distancia con las huestes fue menor, la procesión mandó un jinete para inspeccionarlos. El soldado, delgado y con barba negra, se protegía con casco y coraza plateados que devolvían los brillos y la claridad del día. Tras un breve saludo, Kendrick, el hombre mayor de pelo blanquecino, explicó el origen comercial de su empresa. El soldado se mostró satisfecho con sus aclaraciones.

—Vamos camino de Dundee, para vender grano y cueros. ¿Y vuestro séquito, donde se dirige?

—Custodiamos las pertenencias de Sir Thomas. Su Majestad, el rey Charles, quiere enviarle todo aquello que es suyo como premio a su fidelidad, animándole a retornar del destierro. Marchamos con apremio, pues la guerra con Holanda hará que en breve no podamos embarcar.

Alec cambió su semblante al ver el color de las telas vecinas:

—¿Os acompaña una partida del clan Urquhart?

—Así es, y ahora si me disculpáis, debo volver a mi puesto.

Cuando el soldado se alejó de ellos, el hombre de pelo canoso se acercó a Alec para preguntarle:

—¿Por qué no cambiamos de ruta? Podríamos bordear las tierras realistas.

—No, un hombre debe afrontar su destino, y el nuestro es llegar a Dundee, a no ser, claro está, que en Forfar nos paguen lo suficiente. No pienso regresar con las manos vacías.

—Debiste aguardarnos en tu casa, como de costumbre. Ya te dije que por estos caminos es fácil encontrarse a los Urquhart.

Dos jinetes se acercaron, eran montañeros. Pararon a un lado del camino, sin desmontar. El más mayor de los dos, de nariz torcida y barba recortada, miró a Alec y, tras escupir copiosamente, le dijo a su compañero:

—Jamás pensé que volvería a ver por aquí a esta escoria Campbell. Si no fuera porque es asunto de tu tío, yo mismo le ajustaría las cuentas.

Alec, sin apartar la vista de ellos, no dio otra respuesta que seguir andando. Cuando se alejaron, los jinetes cuchichearon algo y se perdieron al galope.

—Vayámonos —repitío Kendrick, obteniendo una nueva negativa.

Tras una larga jornada, tres jinetes se aproximaron por una bifurcación. Samuel reconoció al de nariz torcida y a su acompañante. El tercero, un montañés ya entrado en años, fornido y castaño se aproximó al grupo con una desagradable familiaridad. Tras reparar en la cicatriz de Samuel, clamó:

—Alec Campbell, el olor a estiércol es tal que no podría tratarse de nadie más.

—Archivald Urquhart, llevo años esperando vuestra visita.

—Pues aquí estoy, y ya sabéis a lo que he venido.

—Mi espada estará dispuesta donde y cuando indiquéis.

—Mañana, con los primeros rayos del sol: tú y yo a solas, en la cima de esa colina.

—Allí acudiré.

El montañero, tras un gesto de afirmación, se marchó dejando a la agrupación intranquila.

—¡Por las llagas de Cristo! —murmuró Kendrick— No deberías comparecer, Archivald sabe batirse bien, y lleva años esperándote.

—Prefiero concluir de una vez nuestros asuntos. Sólo hay una forma de zanjar ciertas cuestiones. Durante años he temido que apareciera en mi hogar y me desollara delante de Nora y los niños.

—Archivald jamás te atacaría en mitad de la noche, no es un asesino. En cambio durante un duelo, no dudará en atravesarte con su espada.

—No hay más que hablar. Acamparemos cerca de ellos y mañana todo habrá finalizado.

Hicieron fuego a una distancia prudencial de la formación. Calentaron sus provisiones, consistentes en una generosa galleta de mantequilla y un caldo de hueso. Samuel, aún consternado, paladeó la manteca de la pasta que mordió con precaución, encontrando que estas ni eran tan duras, ni contenían gusanos cómo las que se vio obligado a comer en alta mar. Creyó que la comida, más generosa que de costumbre, intentaba reponer las fuerzas de Alec.

—No debió venir —expuso Kendrick a los otros hombres cuando Alec se alejó a orinar—. Él sabía que esto podía suceder, tiene muchos enemigos esperando a que salga de su aldea. Sólo nos ha acompañado porque sabía que si él no venía, nosotros no acogeríamos al inglés en nuestra cuadrilla —concluyó señalando a Samuel.

Los escoceses estaban dormidos cuando Alec le explicó la situación alrededor de las ascuas:

—Sir Thomas y su clan lucharon por Charles I y perdieron. A Sir Thomas le encarcelaron en la torre de Londres, donde escribió varios libros hasta que Cromwell le dejó salir. Cuando retornó, su castillo estaba en ruinas y sus propiedades rapiñadas. Partió para Holanda.

—Y ese hombre... Archivald Urquhart, por qué os odia.

—Tenemos asuntos pendientes, sólo era cuestión de tiempo que nos encontrásemos.

—Kendrick asegura que sabías que podías toparte con él, y que has venido sólo para que me permitiesen unirme a ellos.

—No te tortures con eso: un hombre debe de hacer, lo que debe de hacer. No puedo eludir mi suerte pudriéndome en casa apocado por el miedo. Tu destino fue salvar a Beth, el mío acompañarte en tu partida. Si tras el amanecer no regreso, ya sabes dónde me has de buscar. Asegúrate de que devuelvan mi cuerpo a Nora, quiero que me entierren junto a los míos.

Alec zanjó la conversación tumbándose hacia un lado, cubierto con las ropas que hacían las veces de capa. Samuel se guareció bajo su manta.

Se preguntaba cómo aquel hombre podía dormir sabiendo que al alba lucharía a muerte por su vida. Sintiéndose responsable de la suerte de su amigo, no podía conciliar el sueño. Su mente buscaba una solución, repasando una y otra vez lo acontecido, comprendiendo ahora la agitación de Nora al conocer la marcha de su esposo y la posterior disputa en el dormitorio. Casi al amanecer, cuando el cansancio había logrado amodorrarle, escuchó cómo Alec se alejaba.

Los ojos del muchacho se abrieron, despabilándose por la urgencia. Se acercó a las pertenencias de Alec encontrando su pistola, sin duda la dejó para evitar la tentación de usarla si la espada le fallaba. Samuel empuñó el arma y siguió sus pasos.

—¡Eh, muchacho, detente!— masculló Kendrick desde el suelo.

Haciendo caso omiso, se apresuró hacia el montículo. Divisó la sombra de su amigo que ya llegaba a la cima, su adversario le aguardaba. No alcanzó a escuchar las palabras que intercambiaron, pero fueron breves. Pronto comenzó la pelea. Empuñando la pistola se acercó a los duelistas, que estaban demasiado ocupados para reparar en su presencia. Ambos combatían con espada en la diestra y daga en la zurda. Curtidos en el manejo del acero, mezclaban su habilidad con bríos y odio. Sus espadas se entrelazaron. Alec, más corpulento, empujó a Archivald, que lejos de desequilibrarse, aprovechó para librar su daga y clavarla en el muslo de su contrincante, que se desplomó estrepitosamente soltando su puñal. Alec intentó asir el mango de la espada, que se había deslizado en la caída; pero el pie de Archivald lo impidió pisando el conjunto de arma y mano. Ahora que Archivald le tenía yaciendo en el suelo, con la espada inmovilizada y la daga alejada, llevó la punta de su acero al cuello, y mirándole a la cara se preparó para asestar la estocada final.

—¡Alto! —irrumpió Samuel apuntándole con la pistola.

Archivald miró colérico, reconociendo su cicatriz. Soltó la daga de su mano izquierda, pero mantuvo su espada sobre el cuello de Alec, mientras les increpaba:

—Malditos bastardos, debí imaginar que no procederíais de forma limpia.

—¡Por el amor de Dios, márchate de aquí! —reaccionó Alec— ¿Acaso no corre una brizna de honor por tus venas?

—No permitiré que le matéis —advirtió Samuel.

—¿Y qué haréis para impedirlo? Porque a esta distancia no acertaríais el tiro ni en una vaca.

—Eso no supondrá problema —aseguró mientras se aproximaba.

—Vete de aquí, Samuel. Si en algo aprecias nuestra amistad, aléjate y deja que concluyamos nuestras diferencias.

Siguió avanzando hacia Archivald, que dejó de contemplar las súplicas de Alec virando su espada sobre la pistola. En cuanto desvió el cañón, lo aferró con su mano izquierda mientras la diestra llevaba el filo del acero al cuello del chico que soltó el arma instintivamente dejándola en manos de su rival.

—Ahora serán dos muertos los que encuentre el amanecer.

—Suéltale Archivald. Este asunto sólo nos concierne a nosotros.

—No he sido yo quien le ha involucrado, ha venido por tu cuenta.

—Tenía que intentarlo —alegó Samuel, esperando el fatal desenlace—. No hice nada cuando asesinaron a tu hermano, y no podía consentirme hacer lo mismo contigo. Lamento haberte defraudado.

Samuel notó un cambio en los ojos de Archivald, ya no estaban tan abiertos y sus comisuras se arrugaron, trasmitiendo sus pliegues a parte de la frente. Su rostro había pasado de la ira a la pesadumbre.

—¿Neil ha muerto?— preguntó Archivald.

—Junto con su mujer e hijos.

—¿Quién lo asesinó?

—Los marinos de Van Goyen, los mismos que cortaron mi rostro.

—Era un hombre honesto... —Y girándose hacia Alec, añadió—: Debí figurarme que Dios os castigaría antes que yo. Sólo me pregunto por qué no te llevó a ti en su lugar.

Archivald aún sujetaba la pistola por su cañón, y con un movimiento brusco golpeó con su mango la boca del estómago de Samuel que cayó sin poder respirar.

—La próxima vez, me cobraré mi cuenta.

—No habrá próxima vez. Has vencido —estableció Alec ofreciéndole su pecho— Tómate la presa que debas tomarte o déjame seguir mi camino por siempre. No te esperaré toda la vida.

—En ese caso...

Los ojos de Samuel se abrieron al observar cómo el hombre acercaba la espada a la barbilla de Alec.

—Desde el día de hoy, no te acercarás a mis tierras. Y cuando te cruces conmigo o con mi familia, no nos hablarás ni mirarás. Acepta las condiciones o te juro que dejaré huérfanos a tus hijos antes de que salga el sol.

Alec movió la cabeza con gesto afirmativo.

—Tenéis mi palabra. No volveré a acercarme jamás a vuestras tierras.

El hombre dudó antes de retirar su espada y darse la vuelta. Samuel creyó ver lágrimas en sus ojos antes de marchar colina abajo.

Se acercó gateando, no podía respirar del golpe. Ahora que todo había acabado, Alec, perdía la mirada en el infinito.

—Si no hubieses venido, estaría muerto. Archi no ha podido matarme a sangre fría, pero cuando irrumpiste, estaba caliente por el duelo. Hace años fuimos amigos, él y mi hermano eran inseparables; pero en la guerra, nuestros clanes se enfrentaron. Una tarde que acampamos cerca de un río, nos tendieron una emboscada... En la refriega maté a varios hombres para defenderme, dos de ellos eran unos muchachos jóvenes, sus hijos.

—¡Pero la guerra ha terminado!

—No en su corazón. Prometió venganza, aun sabiendo que la justicia no está de su parte.

El sol blanqueaba permitiendo a Samuel apreciar la sangre que Alec perdía por la pierna.

—Tu herida no tiene buen aspecto, debemos curarla cuanto antes.

El muchacho levantó a Alec, que necesitó apoyarse. Descendieron con dificultad y despertaron a sus compañeros. Kendrick comprimió con telas el corte, pero coincidió en la necesidad de buscar ayuda.

Montaron al herido sobre el caballo de alforjas menores. Siguieron el cauce de un arroyo que se abría paso entre la hierba creando un camino dorado de piedras hasta el oscuro lago Forfar. Bordeándolo vislumbraron el pico de una iglesia, que poco a poco dio paso a la visión de una imponente ciudad. Alec se iba quedando blanco por momentos, ya no respondía a las preguntas, hecho que según Kendrick se debía a la abundante sangre que perdía.

En las afueras encontraron a un anciano descansando en una piedra.

—Mi amigo está herido —explicó Kendrick—. ¿Dónde podemos encontrar auxilio?

—Antes había unas mujeres que vivían aquí detrás..., pero este invierno las quemaron por brujas.

Tras pensar un momento, el viejo recordó.

—Creo que vino un cirujano a la ciudad. Preguntad en la plaza.

Siguiendo las indicaciones de las gentes llegaron a una casa de piedra, pobre pero limpia, en la que un inglés de unos cuarenta años, de pelo largo y castaño, les recibió. Tumbó a Alec sobre un catre y examinándolo preguntó:

—¿Qué os ha sucedido?

—Nos atacaron unos salteadores —respondió Kendrick.

—Deberíais dar parte a las autoridades. Esta pierna no tiene buen aspecto, los nervios parecen cortados. Limpiaré la herida y aplicaré una cataplasma, pero si no mejora, tendré que cortársela.

—¿Y cuándo lo sabremos?

—Tendremos que esperar al menos hasta mañana. Uno de vosotros puede permanecer aquí. ¿Tenéis dinero?

—Suficiente como para salvar la vida de este hombre.

—Está bien, daré de comer al que se quede velando al enfermo. El resto deberá esperar fuera de la casa.

Determinaron que Kendrick permanecería junto Alec.

Pasaron el largo y apesadumbrado día holgazaneando cerca de la casa. La preocupación perduró hasta la mañana siguiente en la que Alec mejoró, aun así, el cirujano no permitió que nadie visitara o entablase conversación con el enfermo. Al segundo día, la pierna tenía mejor aspecto, aunque debía reposar al menos una semana antes de ponerse en camino. Las horas de aburrida espera se iban amontonando, lo que incitó a Samuel a levantarse:

—Voy a entablar conversación con los comerciantes de la ciudad. Quizás estén interesados en nuestra mercancía.

—No lo olvides —señaló uno de sus acompañantes de oscura barba—, seis chelines por cada funda y treinta por el grano.

Samuel asintió mientras uno de los jóvenes se unía a él.

Regresó tras dedicar lo que quedaba de mañana a recorrer los comercios de la ciudad. Los escoceses no se habían movido del lugar.

—¿Has cerrado algún trato?— preguntó el de barba oscura.

—He lanzado algunos anzuelos, ya veremos si pesco algo.

—Sus negociaciones son agotadoras —apuntó el joven que le había acompañado—. Ha comenzado pidiendo dieciocho chelines por funda.

—¿Dieciocho? Así sólo conseguiréis que nadie se nos acerque.

—Dejadme trabajar. Vosotros rezad por Alec.

Esa misma tarde el trato estaba cerrado: nueve chelines por funda de cuero y cuarenta por el grano. Kendrick emergió de la casa para guardar el dinero con gratitud.

Celebraron las buenas noticias en la plaza donde unos hombres de voz enérgica y melodiosa cantaban al son de un pequeño instrumento de cuerda y varios tambores. Kendrick, que salía a la calle con más frecuencia, se aproximó a Samuel.

—Alec asegura que anhelas regresar a Bristol.

—Así es.

—En ese caso te recomiendo que continúes hasta Dundee y hables con los patrones de los barcos, hay varias naves que bordean la costa. No es el camino más corto, pero si el más seguro. Si compras un caballo y no conoces los caminos te perderás. Además, no creo que nuestras tierras sean seguras para un jinete que viaja sólo, por fiero que sea su aspecto. Habla mañana con tu amigo.

Tras dormir de nuevo al raso, almorzaron pan recién hecho. Cuando regresaron a la morada del cirujano, Alec descansaba en una silla junto a Kendrick. Animoso, saludó a Samuel:

—He visto la bolsa con el dinero. Al fin demostraste tu pericia en las ventas... Es una ventaja contar con un comerciante como tú. Pero me imagino que ansías partir y no seré yo quien te retenga un instante más.

—Hemos pensado —interrumpió Kendrick— que necesitarás fondos para tu regreso, y creemos de justicia repartir contigo un tercio de todo lo que nos has hecho ganar por encima de lo convenido.

—Esa oferta es demasiado generosa, es mucho más de lo que preciso para llegar a Bristol.

—No hay nada que hablar —aseguró Alec—. Entre tú y yo hay deudas más allá del dinero. Pero lo que es justo, es justo. Coge el dinero, inglés, y parte a tu tierra. Tu padre y tu prometida estarán deseosos de encontrarte. Kendrick y algún otro te acompañarán a Dundee, es una ciudad grande y no tendrás dificultad para encontrar un barco que te acerque a tu hogar.

Samuel, sin saber que decir, tomó las monedas. Antes de salir, giró la cabeza para observar cómo su amigo le despedía con la mano en alto y mirada melancólica.

Entre dos colinas verdes siguieron el camino que llevaba al castillo de Glamis. Enclavada entre una multitud de árboles desnudos divisaron la impresionante fortaleza de piedra cuyo corazón estaba compuesto por múltiples almenas redondas coronadas con negros tejados puntiagudos. Antes del anochecer alcanzaron su destino, sin más incidencias en su marcha que la llovizna y una cabra espantada que casi se topa con uno de los caballos.

Dundee era una ciudad grande en la que abundaban las casas de piedra. Algunas contaban con varios pisos, acreditando el prestigio de sus habitantes. Tenía un par de iglesias y lo más importante, un puerto bullicioso donde Samuel aprovechó para entablar negociación con los patronos de los barcos.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top