Parte 15
Una columna de humo ascendía entre los primeros destellos del sol. La cabaña debía estar habitada. Patrick miró con sigilo por un tragaluz. Aunque habló en holandés, sus gestos dejaron claro que los habitantes aún estaban durmiendo. Un marino alto y rubio, armado con un hacha, se acercó para derribar la puerta, pero sorprendentemente, estaba abierta. El hallazgo fue recibido por el rubio con una sonrisa bobalicona. Entraron con presteza, pero algo les detuvo. Samuel se agolpó en el dintel junto a los otros atacantes para averiguar qué sucedía.
En el interior, tres hombres y dos mujeres defendían la estancia paralizando a cuatro de los atacantes acero en cuello. El resto de los hombres, retrocedieron, quedándose fuera de la choza. Fueron unos instantes tan tensos que a Samuel le parecieron una eternidad. Sin duda, los lugareños habían percibido su llegada, y preparado el contraataque. La luz de las ascuas le permitió distinguir a un hombre y dos muchachos. Las mujeres quedaban fuera de su visión. El adulto vestía con una tela marrón, tenía pelo y barba larga, y lo más importante, empuñaba una temible espada.
—Rendíos y no sufriréis mal alguno —aseguró Patrick.
Samuel sabía que era otra de sus mentiras. El capitán les había ordenado asesinar a todos los habitantes que encontrasen y eso es lo que harían. Antes de que pudiera reunir el valor necesario para prevenir a esas gentes, una voz con marcado acento escocés respondió:
—Jamás me he rendido ante un salteador, ni estoy dispuesto a hacerlo. Dejad aquí vuestras armas y soltaremos a estos hombres.
Patrick, que encabezaba el grupo, advirtió a Samuel:
—Si volvemos al barco desarmados, el capitán nos matará. Estate preparado para la lucha, aún somos mayoría.
Repitió las palabras en holandés, y a un gesto suyo, los hombres en tropel se abalanzaron hacia la puerta. Samuel se acercó al umbral, quedándose paralizado sin saber qué hacer en aquella atroz batalla. Los defensores no dudaron en acabar con las vidas de sus rehenes, entre los que se encontraba el rubio grandote, para luchar contra los nuevos atacantes.
Los piratas pronto acabaron con uno de los chicos. El otro, que portaba una larga daga, consiguió zafarse hiriendo de muerte a un marino. El escocés adulto era una fiera salvaje y, tras acabar con sus dos oponentes, se lanzó contra el grupo de asaltantes.
Patrick se precipitó sobre la señora de mayor edad, embarazada y con un cuchillo. Rápidamente sujetó el arma de la mujer con su mano izquierda mientras que con la diestra hincaba su machete en el pecho de la desdichada.
La otra muchacha, mucho más joven que la anterior, buscaba amparo tras su puñal. Uno de los marineros que esgrimía una estaca la desarmó de un fuerte golpe en la mano. Tras una segunda sacudida en la cabeza, la chica cayó sin conocimiento.
La disputa quedó pues en mano de los hombres. El joven, herido de muerte por una cuchillada en la espalda, se precipitó con su último aliento sobre uno de sus oponentes. El adulto, al que se veía ducho en combate, acababa con todo aquel que le daba la espalda o se le acercaba.
Ya sólo quedaban seis piratas, contando con Samuel que seguía junto a la puerta. El escocés miró a su alrededor, y al ver muerta a toda su familia, le poseyó una rabia incontrolada. Entre lágrimas, atravesó con su espada al marino que blandía el palo, momento que aprovecharon el resto de criminales para atacarle como una bandada de buitres. Finalmente, uno de los hombres hundió un machete en su costado y Patrick le remató disparándole en el pecho con su pistola. Poco a poco, el hombre se fue apagando, quedando tendido en el suelo.
Patrick soltó una exclamación en holandés y mandó a dos hombres a informar al capitán, él se quedaría en la cabaña junto a Samuel y otro tipo de tez morena y bigote. Tras resoplar y frotarse el pelo, indicó a Samuel que debían pinchar con sus cuchillos a los enemigos para confirmar su defunción.
Samuel apenas les clavó el acero, pero tras observar sus espantosas heridas, no albergó duda alguna sobre su muerte. El tipo de bigotes pinchó a la muchacha que gimió abriendo los ojos. Patrick, que había terminado de preocuparse por los enemigos, se acercó corriendo. Tras una breve disputa, empujó al hombre de bigote a un lado.
—Voy a celebrar la victoria —exclamó mientras soltaba las armas y se dejaba caer sobre la chica.
La muchacha, agitada por el encontronazo, recobró el conocimiento lo suficiente como para intentar zafarse aullando con espanto. Patrick dejó caer su peso sobre ella y tras levantarle las faldas, se bajó los pantalones.
Samuel apenas podía creer que en mitad de tan horrenda carnicería, Patrick deseara carnalmente a esa mujer. Pero ya le conocía. Sabía que en ciertos momentos podía ser la peor de las alimañas.
La escena cautivaba al marino de tez morena que miraba con los ojos fuera de sus órbitas. Apenas se dio cuenta del corte, fue profundo y en la garganta, tal y como indicó su mentor que se debía realizar. Por desgracia para Samuel, antes de caer, soltó un gemido que llamó la atención de su compatriota.
Patrick levantó la vista y contempló a Samuel con el machete ensangrentado. Había jugado bien sus cartas, seguramente sería la única oportunidad que tendría para huir. Ahora el hombre de tez morena estaba muerto y él desarmado.
La fuerza que arrastraba a Samuel hacia la lucha no era simplemente escapar, sino el deseo de auxiliar a aquella indefensa chica. Aún con el recuerdo de las tropelías a las que fue sometida la tripulación del barco mercante, se abalanzó sobre Patrick que trató de cubrirse con sus manos.
—¡Detente David! —gritó desesperado.
Samuel lanzó una cuchillada tras otra hiriéndole en los brazos, hasta conseguir asestarle un profundo machetazo en la espalda. Patrick se desplomó, ya sin fuerzas, quedándose tendido bocabajo como un odre de vino agujereado.
Incorporó a la chica, aún aturdida por el golpe, y la arrastró hasta la puerta. Ella se resistió, no quería abandonar a su familia.
—¡Pronto vendrán más hombres, debemos huir!
Como la muchacha, desbordada por el espanto, no entraba en razones, optó por cargarla a sus espaldas y correr hacia una colina que se elevaba tierra adentro. No fue una tarea fácil, ya que a la resistencia de la joven se le unió la dificultad del terreno, aquella llanura era un gran barrizal cubierto de verde. Las botas se le hundían entre la hierba, teniendo que abandonar una de ellas sepultada bajo el fango. Ante aquella infructuosa tarea tuvo que parar y desmontar a la chica, tirando de su mano todo lo que pudo para alejarla.
—¡Mi familia!
—Todos han muerto, ya no podéis ayudarles. Corred o nos matarán a nosotros también.
Aún forcejeaban cuando avistaron a los piratas que regresaban con refuerzos. Los hombres se sorprendieron al ver la escena de la cabaña y salieron a buscar en el horizonte una explicación. En cuanto descubrieron a la pareja que se alejaba, se lanzaron a perseguirles entre maldiciones.
Un par de detonaciones lejanas convencieron a la muchacha, redoblando su esfuerzo por avanzar en las tierras embarradas. La joven se movía con la soltura que le otorgaba la costumbre, mientras que Samuel tenía algún que otro tropiezo.
Tras una interminable carrera, alcanzaron el pie de la colina. Ascender su pendiente no fue una tarea fácil; pero ya no había otra opción, debían apresurarse si querían salvar la vida. La chica subía con vivacidad, Samuel sentía el peso del tiempo y las penurias que había pasado en alta mar. Recordó las palabras del tonelero: "Dicen que un año aquí envejece como cinco en tierra".
Cuando partieron de la cabaña los piratas eran una veintena, pero según se aproximaban a la colina, estaban dispersos, siendo tres de ellos los que iban en cabeza. Samuel apretó los dientes y ayudándose de las manos ascendió hasta la cumbre. Echó un vistazo hacia abajo para observar cómo dos de los marinos, extenuados, suspendían la persecución al llegar a la pendiente.
Por desgracia, ante él se abría de nuevo otra vasta llanura. Reanudó la marcha en la dirección que marcaba la chica. Pensó en su padre y en Emma, en la posibilidad de volverles a ver y gozar de unos días tranquilos a su lado. Aquellas ideas le proporcionaron fuerza con las que impulsó sus piernas, alejándose de sus persecutores.
Miró atrás para descubrir que sólo uno de los holandeses continuaba la frenética caza. Estaba exhausto, y aunque él no lo quería, su cuerpo decidió parar. No iba a permitir que un solo hombre le separase de la vuelta a casa. Empuñó su machete y voceó a la chica:
—¿Tenéis dónde ir?
—Mis tíos viven cerca, al sur.
—Entonces, corred hasta allí. Si estos hombres os atrapan no tendrán piedad.
La chica le miró por un instante, pero él la apremió.
Aguardó con el arma en la mano, dispuesto a defenderse. Su atacante lucia canas, pero todavía no era viejo. Delgado y musculoso, aún tuvo fuerzas para saltar sobre Samuel, consiguiendo hundirle uno de los dos largos cuchillos que portaba en el hombro izquierdo. El otro acero chocó contra el machete de Samuel, que tras el vibrante encuentro de los metales, empujó su arma con todo su ahínco hacia su enemigo que, herido, retrocedió unos pasos.
El holandés tomó fuerzas y atacó con ambos cuchillos. Samuel lo contrarrestó con un tremendo machetazo que llegó al cuello del tipo, pero antes de morir, cada cuchillo del marino se tomó una presa. El zurdo se hincó con ímpetu en el costado, y el diestro asestó un tremendo corte vertical que atravesó la hasta entonces inmaculada cara juvenil de Samuel.
El pirata quedó tendido en el suelo, mientras Samuel intentaba retomar su huida. Soltó el arma para taponar la herida del costado. La sangre recorría sus brazos y le costaba respirar. Las fuerzas le abandonaron, primero nublándole la cabeza, y luego, aflojándole las piernas. Aceptando su situación, se acercó hacia unos pequeños matojos, intentando ocultarse tras ellos, y sin saber cómo, se encontró tumbado en mitad de la hierba mojada.
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