Parte 13
A Samuel no le salían las palabras, desde que asaltaron el navío mercante despreciaba huraño a su nuevo mentor, y él lo había percatado. Caída la noche, el hombre, achispado por la bebida y con afán de recuperar su admiración, quiso quitar hierro al asunto justificándose. Le miró fijamente y sin apenas mover su boca masculló.
—Cuando era un capón, como tú, me enrole en la Compañía de las Indias Occidentales: navegué hasta el sur de África. Allí avistamos leones salvajes. Devoraban a cualquier bastardo que se topase en su camino, y sin embargo, las gentes de allí no les odiaban, les respetaban y les temían. Eso me hizo pensar, ¿qué somos nosotros sino leones que devoramos a otros hombres?, ¿acaso somos peores que ellos? En nuestro maldito oficio no se puede tener piedad... Recuerdo que un príncipe africano dijo a mi capitán: "Nosotros queremos ron, pólvora y cañones, y tenemos tres cosas que ofrecer: hombres, mujeres y niños". Sí señor, aquellos eran días duros. Primero teníamos que colocarlos: tumbados y apretados, aprovechando bien el espacio para meter el máximo posible. Después, mi trabajo consistía en desalojar a los africanos muertos. Siempre caían algunos, y yo tenía que bajar a la bodega a retirarlos. Había tal hedor allí abajo, que a veces vomitaba sólo de pasar. ¿Y para sacarlos...? Era horrible, tenías que entrar agachado a la bodega y arrastrarlos por encima de los que permanecían en el suelo, ¡aún me duelen los riñones! No me extraña que algunos dejasen de alimentarse. Pero para eso, teníamos un buen remedio. Les metíamos un embudo en la boca y les tapábamos la nariz. ¡Te aseguro que ninguno de esos perros aguantaba sin tragar! —rememoró sonriendo cómo un niño que ha hecho una picardía.
Samuel se vio reflejado en un espejo. Ese tipo sin moral, al que odiaba con todo su ser, trabajó de negrero, tal y como él pretendió hacer antes de alejarse de Bristol. Comprendió que si hubiese comerciado con esclavos, se habría vuelto como aquellos hombres. Recordando de nuevo la última conversación que tuvo con su padre, sobre si los esclavos tendrían o no alma, recapacitó en la rotundidad con que lo negaba el pastor Logest, y en aquellos hombres que vivían hacinados en peores condiciones aún de las que disponía él. Seguro que el pastor Logest creía lo que le convenía para vivir con comodidad: a él no le habían encadenado a la bodega de un barco, teniendo que hacer sus necesidades en un cubo pestilente, sin apenas comer y cuidado por serpientes de la calaña de Patrick.
—Mi padre decía que no se podía comerciar con esclavos como si fuesen garbanzos, que sólo Dios tiene derecho a determinar el destino de los hombres.
—Eso decía tu padre... pues se equivocaba, hay hombres que devoramos a hombres, somos leones.
—No es cierto, los hombres siempre podemos elegir.
Patrick le miró con desprecio, su vanidad no soportaba que un muchacho joven le diese lecciones, y menos, si en el fondo de su ser, la escasa compasión que le quedaba indicaba que tenía razón. Atormentado al replantearse la legitimidad de sus atrocidades, se incorporó agitado. Detuvo a un hombre que deambulaba en cubierta con un plato, se lo quitó, y lo extendió hacia Samuel.
—David, este no es lugar para repasar tus malditas lecciones de moral, en este navío los jodidos virtuosos no son bienvenidos y las únicas normas que imperan son las que tú mismo firmaste. Pero ya que crees tener tan rectos principios, hoy serás tú el que lleve la cena a nuestro prisionero. Así podrás instruirle con tu honradez cuando rememoréis cómo le sacaste las entrañas a vuestro antiguo capitán.
Desde que había cambiado de barco, Samuel evitaba bajar a la bodega donde se encontraba Walpone. Hasta la fecha todos le trataban a bordo como David Lake, pero esta farsa se iría a pique si le reconocía su antiguo oficial. Intentó ser silencioso, pero cada escalón rechinaba como un violín desafinado. Echo un vistazo y pronto distinguió una pequeña sala que hacía las veces de mazmorra. La puerta, atrancada por un grueso tablón de madera, contaba con un tragaluz enrejado que no permitía pasar la mano y una rendija en la parte inferior lo suficientemente amplia como para poder introducir un plato.
Samuel se acercó con discreción y, evitando el ventanuco, deslizó el plato de comida. Walpone reaccionó devolviéndole el cazo vacío de la mañana. Lo cogió e intentó retirarse clandestinamente, cuando Patrick voceó a su espalda:
—¡David Lake, saluda a tu antiguo compañero!
Walpone se revolvió en el interior de la prisión, rugiendo:
—¡Lake, renegado del diablo! ¡Haré que te ahorquen por traidor!
Corrió escaleras arriba mientras escuchaba los golpes de Walpone en la puerta atrancada. Patrick le cortó el paso retorciéndose de la risa.
—¡Ni siquiera te has atrevido a mirarle a los ojos! Y más vale que te acostumbres, porque seremos tú y yo los que bajemos a realizar el canje en cuanto se acuerde el rescate.
Samuel apenas pudo dormir pensando que su farsa quedaría al descubierto. Día a día, seguía faenando junto a Patrick, que siempre le indicaba lo que debía hacer: tensar tal o cual cuerda, limpiar los cañones o practicar con los machetes.
Una tarde de mar brava y oscura, los hombres se apretaron en una pequeña cámara que acopiaba el calor de sus cuerpos. Reinaba el mal humor y las protestas en holandés.
—¿De qué se quejan?
—De nuestra mala fortuna —respondió Patrick—, no hemos divisado ni un maldito barco en más de una semana. Aunque yo lo prefiero así, esos escoceses son realmente duros. Luchan a muerte por una botella reseca de whisky. Ahora el capitán tiene que repostar alimentos, seguirá las rutas que aprendió hace años, en la anterior guerra contra los ingleses. Entonces contábamos con el beneplácito de la corona: nos despacharon un permiso para esquilmar naves enemigas. Éramos hombres muy reputados. Después acabó la guerra, y expiró el permiso. Algunos volvieron a sus hogares, pero otros no sabíamos hacer ya otra cosa, ¿me imaginas cultivando el campo? No señor, seguimos haciendo lo mismo que hasta entonces. Una vez estuve casado... que el diablo la confunda. Al principio era pura dulzura, pero antes de llegar el año, no hacía más que joderme: que me emplease en la labranza, que consiguiera más comida, ¡bah! Así que cuando se quedó preñada, me hice a la mar. Aquí vivo mejor, cada rincón del mar es distinto, oscuro en el norte, claro en África...
—¿Cuándo intercambiaremos a Walpone?
—No pienses en eso, chico, aún queda tiempo. Primero desembarcaremos para aprovisionarnos, probablemente al norte de Escocia, después viraremos al sur, donde solicitaremos el rescate si la contienda nos lo permite. El capitán asegura que al estallar de nuevo la guerra, volveremos a estar del lado de la ley, repostando con tranquilidad en cualquier puerto aliado, me refiero a puertos Holandeses, porque a ti y a mí más nos vale no pisar tierra inglesa o acabaremos del extremo de una cuerda.
—¿Cuando lleguemos a Escocia podré desembarcar?
—Por supuesto, y deberás coger todas las malditas ovejas que seas capaz... Sé lo que estás pensando pero te lo advierto: intenta huir y yo mismo te arrancaré los ojos. Escúchame, capón, esta vez alzarás tu espada en nuestro nombre o morirás. El capitán te vigila, no tolerará a ningún cobarde abordo. Además, cuando veas donde vamos, te darás cuenta de que es inútil intentar escabullirse, son tierras llanas y escarpadas. Si huyes te daremos caza con la misma facilidad con la que los franceses atrapan un gorrino. ¿Has probado su carne asada? —Ante la negativa del muchacho, prosiguió su lección, satisfecho de exhibir su saber—. Ahúman la carne de los marranos en unas parrillas que llaman "boucan" y la venden a otros barcos, por eso les llamamos bucaneros. ¿David, me estás escuchando?
—Si —mintió mientras el hombre seguía con su disertación.
Aunque a los oídos de Samuel les llegaban muchas palabras, su mente sólo tenía un pensamiento, huir tierra adentro. No sería una misión fácil, debía ser rápido para eludir los mosquetes, además, apenas le habían cicatrizado las heridas de la espalda y aún estaba descarnado: el pescado y los salazones no llegaban a reponer del todo sus fuerzas.
Avistaron la costa de madrugada. El agua era negruzca y soplaba un viento desagradable. Al contemplar la orilla comprendió a Patrick en lo difícil de la huida, desde el barco sólo se divisaban enormes planicies. La vegetación se reducía a la hierba que cubría el suelo. No había árboles ni rincones donde esconderse. No había rastro de civilización, era un desierto verde. A lo lejos, entre la bruma, descubrió unas pequeñas colinas, difíciles de alcanzar y sin ningún lugar para ocultarse.
El barco recorría la costa en busca de provisiones, hasta que divisaron una cabaña de paredes de piedra y techo de ramas amasadas con turba, junto a ella, una valla de madera contenía un puñado de ovejas. El capitán agrupó a los hombres en cubierta, y tal y como le fue traduciendo Patrick, dispusieron bajar varios botes. Se agruparían en la orilla y atacarían por sorpresa. El capitán quería evitar cualquier tipo de resistencia de los lugareños, así que encargó matar a todo hombre, mujer o niño que saliese al paso. Calculó que con quince hombres sería suficiente. Samuel estaba entre ellos.
Antes de desembarcar, el capitán se acercó para hablarle:
—David, sé que en nuestra última incursión te comportaste como un cobarde. Espero que esta vez no sea así, o serás tú el que pierdas la vida.
Samuel afirmó con la cabeza, sabía que el capitán cumpliría su palabra. Tomó su machete y descendió al bote.
Los quince hombres se amontonaron en la orilla. Observó a sus compañeros, estaban fuertemente armados, pero ninguno llevaba mosquete para apuntar en la lejanía, y sólo Patrick llevaba pistola. Aun así, eran demasiados como para oponerse a sus planes o poder huir.
La macabra expedición emprendió su marcha, mientras Samuel empezaba a hacerse a la desdichada idea de colaborar en el saqueo. Sin dejar de preguntarse si podría manchar sus manos con sangre inocente, invocó a Dios en busca de ayuda.
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