Parte 12

Christopher Harris se apoyaba en la puerta de una de las tabernas que ahora le pertenecían. Tras vaciar de un trago su vaso, amenazó con el dedo índice al Sr. Norman, que esperaba su respuesta atemorizado como un chiquillo.

—¡Teníamos un trato! —gritaba.

—Lo sé, pero mi hija se niega.

—¿Qué se niega? ¡Pues obligadla, para eso sois su padre!

—Ya la he pegado, pero no quiere. Os devolveré vuestro dinero en cuanto pueda, os entregaré mi casa si es preciso; pero no puedo casarla: aseguró que se tiraría a un pozo si la obligo a desposarse con vos. Ahora tiene la cabeza detrás de ese Adam, lo ha organizado todo a mis espaldas... Creedme, no necesitáis una mujer que cambia de decisión con la ligereza con que lo hace mi hija.

—Sr. Norman, yo soy quien fijo lo que me interesa y lo que no. He cumplido mi parte de lo acordado, os he facilitado todo el maldito dinero que requeríais, y si no cumplís vuestra parte, ateneos a las consecuencias. Mañana vuestra hija no se casará, os lo juro. A mí no me jode nadie.

Aquella noche, el Sr. Norman atrancó bien la puerta y miró por la ventana dos veces antes de acomodarse junto al fuego. Cecilia, pañuelo a la cabeza, se acercó. Aunque había otro asiento junto a la chimenea la mujer permaneció de pie, como siempre hacía, y comentó:

—Sabíamos que llegaría el momento antes o después.

—Tenéis razón. Esta casa no será lo mismo sin Emma.

Cecilia le miró con afecto, pese a lo altivo que era, a ella siempre le había ayudado. La recogió cuando se estaba muriendo de hambre, y ahora que él sufría momentos difíciles, quería estar a la altura para no defraudarle.

—Adam es un buen negociante —añadió ella—, está trabajando mucho para salir a flote sin el viejo Martin. Arrastra una especie de carretilla a la que la gente acude en el mercado.

—¿Una carretilla?

—¡Oh, sí! Lo mismo menudea con paños o lana que con un saco de cebada. Al principio intentó vender sólo fruta y legumbres, pero cuando descubrió el bajo margen de beneficios que le aportaba, comenzó a traer todo tipo de bártulos, y la gente se los compra. Saben que es un hombre honesto y de fácil trato.

El Sr. Norman permaneció hundido en el sofá. La tensión que había vivido con Harris y la idea de que su hija se desposase con un buhonero estaban acabando con él.

El día amaneció claro. Dos horas antes del acontecimiento, el viejo Andrew cepillaba al caballo, adecentado con sus mejores galas, aun así, gastadas y marrones. Sus ojos azules se sobresaltaron cuando vio aparecer a los dos hombres.

—¿Qué hacéis aquí?

—Andrew, te hemos traído un regalo —intervino Frederick ofreciéndole una pequeña bolsa de monedas.

—¿Qué queréis? —preguntó mientras dudaba.

—Que desaparezcas de aquí y mantengas la boca cerrada —anunció Christopher Harris.

—Es por tu bien —añadió Frederick mostrando la pistola que ocultaba bajo su capa—. No querrás que la mierda te salpique. Hazlo por todas las cervezas que te has bebido a mi costa.

El viejo tomó la bolsa escudriñando su contenido y se fue con gesto cansado, no sin mirar varias veces atrás.

Emma ciñó los paños a su cuerpo. La luz de la mañana reflejaba tonalidades hueso en las telas que tanto tiempo llevaban guardadas.

—Estáis hermosísima —aseguró Cecilia.

Emma intentaba imaginarse a su madre cuando se casó ataviada con aquellas ropas que olían a naftalina. Abrió una caja, y apartando el paño que lo cubría, tomó el colgante en forma de corazón. Lo besó y se lo colocó lentamente. Aquel frio tacto en la piel le evocaba la presencia de Samuel.

Puso sus palmas sobre la tripa, ella la notaba más abultada.

—Cecilia, crees que después de lo de Christopher el niño puede...

—Tranquilizaos, el niño estará bien.

—Pero ahora... ¿podría ser en parte de Harris?

—¡Oh, no! Los niños no son como las zarzas, o son de un padre o son de otro, pero nunca se llegan a mezclar. No temáis, nadie sospechará de vuestro embarazo... Dejad de pensar en ello y daos prisa, que los invitados ya estarán en la parroquia.

Cuando todo estaba dispuesto, abrió la puerta para comunicárselo a su padre, pero él no contestó; decidió salir a su encuentro. Desde lo alto de la escalinata lo descubrió tendido sobre un charco de sangre, con un cuchillo clavado en el estómago. Intentó negarse a sí misma todo lo que estaba sucediendo mientras descendía junto a él. Sus gemidos pronto alertaron al ama de llaves, que por un momento permaneció erguida sin saber qué hacer, conteniendo con ambas manos los gritos que luchaban por escapar de su boca.

Intentó en vano reanimar a su padre. Cecilia, que había recobrado la cordura, acercó su mano a la boca del cadáver moviendo la cabeza con resignación. Estaba muerto. Emma observó el cuerpo de ojos abiertos y perdidos, reconociendo la empuñadura de madera con adornos dorados del arma asesina.

—Es el puñal de Christopher Harris —señaló entre llantos.

Con sus telas marfiles manchadas de sangre, lloró sentada en la escalera. En un principio el dolor por la pérdida de su padre le embargaba, pero poco a poco, comenzó a preocuparse por su futuro.

—¿Qué será de mí y de mi hijo? En cuanto los acreedores sepan que mi padre está muerto, confiscarán todas nuestras propiedades.

—Necesitáis un marido solvente cuanto antes, la boda debe seguir adelante. Además si aplazáis el enlace, quizás Adam no llegue con vida.

La palangana se tiñó de rojo cuando intentaron limpiar las telas nupciales con agua. Aunque no consiguieron eliminarlas, las manchas ya no eran tan escandalosas.

—¡Corred señorita! Partid hacia la iglesia, yo me haré cargo de vuestro padre.

Emma se precipitó a la calle. Christopher, que estaba esperando a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos apoyado en una pared, se incorporó de inmediato.

—¿Te ha gustado mi regalo de boda?

Emma, sin apenas mirarle, siguió caminando.

—¡Espera un momento, aún no he acabado contigo! He pagado mucho dinero por ti —gritó—. Eres mía.

Emma que había apretado el paso, corrió al sentirse perseguida. Christopher se apresuró furioso ganando terreno a la muchacha. Cuando la distancia fue oportuna, lanzó un enérgico zarpazo agarrando la ropa de la chica, que sin dudarlo se desprendió de la chaqueta para seguir corriendo.

Los invitados contemplaron estupefactos a la novia: jadeante, a medio vestir y manchada.

Adam avanzó hacia ella:

—¿Qué ocurre?

—Christopher Harris me ha atacado; pero por favor, si estimas en algo mi vida, casémonos ahora.

—¿Y vuestro padre?

—Le han asesinado.

Los rumores se extendieron por toda la parroquia.


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