Parte 11

Caída la noche, un par de violines, una flauta y los golpes de la tripulación componían sones más animosos que los de los barcos de la armada. Algunas canciones ya las había oído en su idioma natal en tabernas y fiestas, otras desconocidas para él, eran traducidas por Patrick que disfrutaba del pudor de Samuel ante aquellas letras obscenas.

Patrick le entregó un plato: gachas calientes, la mejor comida que había probado desde que salió de Bristol. Entre bocado y bocado, su mente repasó lo acontecido a lo largo del día, todo había sucedido tan rápido que no había tenido tiempo para reflexionar. Había perdido a un amigo, matado a su antiguo capitán, renegado de su propio nombre y nacionalidad y presenciado cómo ejecutaban a sus compatriotas. Jamás había matado a nadie, y ahora recordaba el calor que las gotas de sangre del capitán produjeron en sus brazos.

—Él se lo buscó —resolvió cuando recordó el desconcierto que le produjo encontrar el cuerpo de su amigo—. Ya no volverá a maullar su gato de nueve colas.

Cuando la cabeza regresó al barco, observó entre la oscuridad dos ojos clavados en él. Eran los del capitán, que se le acercó con un trozo de carne seca.

—No es fácil matar, pero te acostumbrarás. Todos los hombres de este barco, son bravos. Para permanecer entre nosotros debes de ser uno más, especialmente ahora que estamos en guerra contra tu país. Deberás acatar nuestras normas y abrazar nuestra bandera. Si lo haces, recibirás la parte del dinero que te corresponda para que lo emplees en aquello que desees, comida, mujeres o bebida...

—Yo sólo ansío volver a mi hogar.

—No te va a ser tarea fácil, David. Desde que acabaste con tu capitán eres uno de los nuestros. Si te acercas a tu casa, te ahorcarán como a un perro por sedición.

—Eso corre de mi cuenta.

—Está bien, te propondré el siguiente trato: si luchas junto a nosotros, dentro de un año tendrás derecho a marcharte con la parte correspondiente del botín.

—¡Un año!

—Ni más, ni menos. Deberás pelear con fiereza y tener tus armas a punto. Pero si intentas escapar, te buscaré, iré a tu casa inglesa y te mataré como a un cerdo. ¿Trato hecho?— preguntó extendiendo la mano.

Tras meditar unos instantes, cerró el pacto. Samuel, en sus años de comerciante había llevado a término muchos negocios, pero jamás con tal desconfianza.

—Acompáñame, firmarás el acato de las normas.

—¿Firmar?

—Todos los hombres del barco así lo hemos hecho, es ley de mar. Además, ahora que ha estallado la guerra, debo mantener los registros al día para cuando nos procuren una nueva patente de corso. Al fin podremos desembarcar en nuestra tierra sin miedo a que nos ajusticien.

Acompañó al capitán hasta su camarote, alborotado y con cierta suciedad, pero no tanto como cabría esperar de alguien que vive al margen de la ley. El marino tradujo unas hojas amarillentas mientras pasaba el dedo sobre ellas:

—No se jugará por dinero a bordo. Se mantendrán las armas limpias y mosquetes y pistolas preparados. No se permiten mujeres o niños a bordo. Nadie apuñalará a nadie excepto en los duelos presididos por el capitán. Nadie podrá abandonar el barco sin haber prestado un servicio mínimo de un año. El capitán y el intendente recibirán dos partes del botín, el contramaestre y el maestro cañonero paga y media. El primer hombre que aviste tierra firme cobrará un salario y media ración de más. Los músicos podrán descansar los domingos. Él que desatienda el barco o sus armas será pateado por sus compañeros. Él que deserte... —miró con gesto grave a Samuel— será condenado a muerte. Firma.

Desplegó el pergamino en un ajado escritorio de madera oscura. Bajo las frases en holandés había garabatos, cruces y algunos nombres. Impregnó la pluma en tinta y escribió "David Lake" con una grafía impecable.

—¡Sabes escribir! Eso acrecienta tu valor a bordo.

Al salir del camarote, Patrick le estaba esperando.

—¿Ya has firmado? ¡Bien!, te quedarás con nosotros —aseguró dándole una palmada en el hombro. Rodeó con su brazo el cuello del muchacho y añadió con solemnidad—: Te enseñaré a ser un hombre, a ser temido, a coger todo lo que puedas y a no pedir jamás "perdón". Ahora buscaremos algo de ropa o te morirás de frio.

De un saco marrón rebosante de prendas, Patrick sacó una andrajosa camisa. Cuando se quitó la casaca verde para vestirse, el marino le sujetó por los hombros para echar un vistazo a su espalda.

—¡Santa puta! Estas heridas huelen mal. Acompáñame.

Alumbrados por un candil, llegaron a una pequeña estancia cuyo olor a azufre se fijaba a la garganta. En ella apenas cabían los dos hombres junto a una mesita de madera y una estantería repleta de frascos.

—Hace tiempo teníamos un médico a bordo, que el diablo lo confunda... pero desde que murió, aplicamos nuestros propios remedios.

El marino sacó una jeringa de cuerpo vidrioso y mango de metal, para medio llenarla de un líquido grisáceo.

—Si el mercurio sirve para matar el escorbuto, también te valdrá a ti.

Sin pensárselo dos veces, le inyectó el líquido en la espalda. El dolor que provocaba el mercurio sacudió a su paso todo su cuerpo, haciéndole estremecer, para acabar derrumbándose ante la mirada irónica de Patrick que esperaba esa reacción.

—Duele, ¿verdad? Cuando te recuperes, sal a cubierta.

Se levantó tembloroso. El dolor había dado paso a la confusión y los calambres en las extremidades. Encontró a Patrick junto a unos desarrapados que cantaban y holgazaneaban.

—Ya eres uno de los nuestros. Toma un trago para celebrarlo, capón, te sentará bien.

Samuel observó a la variopinta banda de rufianes que le rodeaban e intentó pensar que jamás sería como ellos.

—Prefiero beber agua.

—Como desees —respondió— pero te advierto que llevamos varias semanas de viaje y el agua está imbebible.

Patrick tenía razón: el agua, aparte de escasa, se volvía repugnante tras una semana a bordo, adquiriendo un sabor estanco que le recordaba al fango de los pantanos. La mezcla de ron y cerveza que bebían los marinos dejó de parecerle vomitiva y llegó a ansiar la hora de su llegada. El alcohol se alió con el mercurio, cuyos síntomas duraron semanas, embotando su cabeza, haciéndole tambalearse sobre sus vacilantes piernas y dormir profundamente entre desagradables sueños en los que rememoraba su enrolamiento forzoso y la muerte de David. Cuando despertaba necesitaba un tiempo para ubicarse, no sabiendo en un principio en qué barco o lugar se encontraba. La sensación de bamboleo se disipó tras una semana a bordo, pero en ciertos momentos de descanso, Samuel se paraba a pensar, y se sorprendía encontrándose a sí mismo como un pelele con el juicio nublado por el alcohol y el trabajo..., se había convertido en uno más de la tripulación. Todos los días, preparaba las armas y ayudaba en las faenas de abordo.

Era la sombra de Patrick. La disciplina no era tan férrea cómo en su antigua nave: se limpiaba menos y sobraba más tiempo.

Desde el primer día, Patrick se afanaba por explicarle cosas de abordo, qué palo era el trinquete, cual el mayor, cual el de mesana, la utilidad de las velas triangulares que permitían atrapar el viento en cualquier dirección, cómo debían atar la carga y los cañones para que no dañaran el barco al zozobrar, los portillos por los que se podía apuntar con las armas o simplemente se entretenía enseñándole a luchar cuerpo a cuerpo con el machete.

—Lo mejor —aseguraba— es pegarle una fuerte patada para destrozarle los huevos, no hay nadie que lo resista. Luego, si se arruga, le puedes clavar el cuchillo en la espalda o en el cuello para desangrarle.

Este tipo de conocimiento cubría al marino de cierto halo de magnificencia que él sabía combinar con su carisma sobre la tripulación. Muchos hombres se acercaban a él por la noche, cuando fumando de una alargada pipa narraba sus viajes por el mundo o sus experiencias en la guerra, que ahora recontaba en inglés para que Samuel también pudiera entender.

Habían pasado varias semanas, cuando divisaron un mercante español. Siguiendo las órdenes del capitán, bajaron la bandera y se escondieron tras la borda de babor con las armas a punto.

Samuel acompañó a Patrick hasta la sala de cañones, donde siguiendo sus indicaciones, cargaron dos balas unidas por una cadena en cada boca de fuego. Las detonaciones ensordecieron sus oídos. Aquellos cilindros metálicos habrían salido despedidos del violento retroceso si no fuera por las gruesas ataduras que les asían al suelo. Las balas encadenadas giraron feroces en el aire dañando la arboladura del mercante: ya no conseguirían huir.

Siguiendo su hostil ritual, los piratas se acercaron a su presa, insultando y amenazando. Ayudados por pequeños cañones, que denominaban morteros, lanzaron cuerdas y ganchos con los que abordar al mercante. Patrick y Samuel ayudaron a tirar rítmicamente de las cuerdas.

Había preparado su corazón para la lucha, imaginándose peleas con formidables adversarios, pero no se había preparado para lo que se encontró. Cuando saltó al barco, había diez u once marinos que ponían resistencia con espadas, palos y cuchillos de los que usaban para trajinar a bordo. Su falta de conocimiento castrense y la inferioridad numérica hicieron que en menos de un minuto fueran masacrados: primero por las detonaciones de pistolas y mosquetes, después, por el acero holandés.

Algunos comerciantes corrían por la borda en busca de refugio. En un rincón, un joven de fino bigote y bien parecido defendía a su mujer de las alimañas con un sable en una mano y una pistola en la otra. Un grupo de piratas, encabezado por Patrick, les tenían acorralados.

El español les hizo retroceder con la pistola mientras les amenazaba en castellano, pero él sólo tenía un disparo y sus atacantes eran numerosos.

—Disparar una pistola no es tarea fácil. Mantente a cuatro o cinco pasos y no podrá acertarte —le advirtió Patrick.

Pero Samuel no estaba preocupado por el arma, él quería ayudar a los jóvenes, pero no sabía cómo. Enfrentarse a sus compañeros era una locura, por lo que intentó apaciguar a Patrick, pero no paraba quieto, moviéndose alrededor de la pareja cual perro de caza.

Su corazón latía desbocado preguntándose cómo podían albergar tal crueldad aquellas personas con las que a diario compartía comida y bebida. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la acción: Patrick lanzó un pequeño cuchillo incrustándolo en el pecho del muchacho, que llevó la mano libre sobre la herida, sin parar de apuntar. La chica le asistió, y viendo como se le escapaba la vida, le relevó con la pistola, mientras le intentaba sujetar. El muchacho fue doblegándose hasta quedarse postrado. Ella, que se protegía tras él, le murmuró algo al oído y besó su pelo moreno.

La sangre del joven se extendió hasta los pies de Patrick que se acercaba cauteloso. La dama, entre lágrimas, dejó de amenazarles para apuntar a su propia sien. Dudó un instante y disparó. Se sorprendieron, el suicidio era un pecado mortal entre los católicos, pero la desesperación ganó a la fe.

Patrick comentó algo en holandés y el resto de los hombres rieron. Se volvió e hizo la traducción.

—Ha sido una tonta, podríamos haber montado una buena fiesta, ¿eh, David?

Desde ese momento odió a Patrick, le odió desde lo más profundo de su corazón. Tanto, que a veces deseaba golpearle hasta la muerte con el machete que le había enseñado a usar.

El resto de comerciantes estaban desarmados, por lo que Samuel esperaba que sus compañeros se calmasen. Nada más lejos de la realidad, las torturas y golpes a los que eran sometidos para que entregasen todas sus posesiones no tenían fin.

—A este, pasarle por la quilla —ordenó Van Goyen señalando a un anciano atemorizado.

Rodearon una cuerda a través del mástil que sobresalía horizontal de proa, llamado bauprés, y la desplazaron hasta bien avanzado el barco atándola en forma de bucle. Amarraron a ella los pies del anciano y le taparon la boca con un trapo empapado con aceite, según Patrick, para que no se ahogase. Tirando del cabo arrastraron al viejo por debajo del barco. El comerciante emergió medio ahogado, y lo que era peor, terriblemente desgarrado por las conchas de los percebes y moluscos que habitaban en el casco. Tras la primera incursión, el hombre entregó todo su dinero implorando el fin del suplicio. Los piratas al ver que con sus atrocidades conseguían ampliar el botín, siguieron golpeando sin cesar a los comerciantes. El viejo falleció tras la tercera vuelta al barco, a pesar de haber entregado ya todas sus pertenencias.

Otro de los apresados que era pisoteado por una cuadrilla, confesó a un pirata que conocía su idioma, que había visto tragarse monedas de oro a otro de los capturados. El capitán hizo atar a un mástil al que había tragado las monedas y con su sable afilado cercenó sus dedos hasta que confesó el número veintitrés, que eran las monedas engullidas. El acero de Van Goyen le hizo un enorme corte en el estómago. Hizo llamar al mercader que le había visto tragar las monedas y le obligó a buscarlas en el interior de su antiguo socio, las veintitrés.

Del barco mercante, nadie sobrevivió.


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