CAPITULO 63

Narrador omnisciente.

New York desde que lo conoció estaba lleno de escándalos, todos los días o alguien cae drogado por las calles sin que nadie se detenga a ayudarlo o les roban como si fuera lo más normal del mundo. Distraído, buscó entre las estanterías de la cocina y sacó un mechero.

Encendió el porro mientras caminaba entre medio de las latas de cerveza, descalzo y a medio vestir. Se fué hasta la ventana más grande que había en la sala y miró hacia fuera.

Las vistas de este sitio no eran las mejores, un estacionamiento y más al fondo algunos edificios sin acabar. Pasaban muchos autos por estas calles así que no le era difícil tomar un taxi cuando lo necesitaba con urgencia. Sabía que podía conseguir algo mejor, solo que no estaba en su momento.

Con malicia, sonrió al acordarse de a quién tenía que llamar. Regresó a la habitación y con cuidado tomó su teléfono de la mesa de luz. Sino fuera porque la llamada era importante, le valiera muy poco si la rubia de ojos verdes —que conoció en el cafetín dónde cenó hoy— se despertara.

Cerró la puerta y se fué a sentar en el sillón reclinable. Dió una calada y buscó aquel número del que pensó poder olvidar. Sólo que el caso lo ameritaba.

Dejó salir humo y sonrió cuando el teléfono comenzó a pitar.

Del otro lado de aquella llamada, cuando el teléfono le sonó iluminando el nombre de quien menos esperaba. Tragó grueso y se cuestiono muchas veces hacer como que no tenía tiempo, o que simplemente se equivocó de número. Pero no.

No lo pudo hacer porque ese hombre sabía mucho. Con todo el miedo del mundo, presionó el botón verde sin saber que era lo que le esperaba.

—¿Qué quieres?—ladró, podía sentir su ansiedad del otro lado del aparato.

—¿Esos son los modales que te enseñaron? Que decepción.—dió una calada más, escuchándolo gruñir de fondo.

—¿Qué coño quieres?

¿De él? Nada, pero no iba a desaprovechar esta oportunidad.

—¿Cómo va tu amorío?—ese adjetivo era el más decente para lo perturbado que estaba.

Preguntarle por ella provocaba que algo en lo más profundo de su ser se rompiera. De nuevo.

—Bien,—dijo entre dientes—: ¿Qué quieres?

—¿Bien? ¿Seguro?—lo pinchó mientras me inclinaba hacia adelante, apoyando mis codos en mis rodillas. Intentado ver si se hundia él solo.

Conocerlo no ha sido de las mejores cosas que le ha pasado, se atrevería a decir que fué una desgracia cuando aquel flacucho llegó pidiendo y pidiendo más porros. Al principio bien, pagaba completo. Cuando vino la segunda y tercera, fué que lamentó haberle dado un voto de confianza.

—¡¿Qué coño quieres?!

Conocerlo desde hace años le ha traído tantas desgracias a la conciencia que no sabe cómo sigue estable. Duró años sin saber de su presencia, tampoco era que le importaba mucho que hacía o dejaba de hacer. En ese tiempo, junto con unos nuevos que querían ganarse el nombre entre los callejones, fué que llegó a dónde está, recordó el que tuvo la mala intención para llamarlo. Siempre fué fan de las dobles vidas no tan distantes una de la otra pero lo suficiente como para no llamar la atención.

Podía salir y entrar de dónde quisiera, no le sobraba la pasta pero sabía dónde conseguirla fácil. Y justo, justo cuando ya tuvo aquel poder que tanto ansiaba, llamó este mal nacido buscando ayuda.

Apretó los dientes antes de responder.

—¿Cómo está ese botín?,—sonrió mirando a la nada—: ¿O como era que le decías?

—¡Cállate!

Estaba entrando en pánico.

—¡No recuerdo cómo!—rió levemente dando una calada—: No importa, ¿Cómo está?

—¡Déjame en paz!

«Pedazo débil» pensó el que realizó la llamada.

—¡Te pregunté cómo está!

—¡No está, no está!—ahí estaba lo que quería oir—: ¡Se escapó y no la encuentro!

Todavía recordaba perfectamente aquel rostro desesperado en la aduana, aquella llamada cubierta de desesperación sólo para encontrar una solución. Apretó los dientes cuando aquellos vagos recuerdos llenos de llantos lo inundaron. Nunca le habló a ella, nunca la miró más de la cuenta, nunca ella se percató de una presencia más en aquellas primeras paredes que visitaba sin su consentimiento, pero sus llantos siguen saliendo en sus pesadillas.

Pesadillas que son culpa del que había confesado perder a lo único que supuestamente le importaba.

—¡Perdiste lo que me costó mil doscientos verdes traer por embarcación!—se levantó estando más furioso de lo que debería—: ¿Hace cuanto?

—Ese dinero todavía no lo estoy recolectando, no me habías llamado así que no lo tengo listo pero...

—¡Pregunté hace cuánto!

Lanzó lo que le quedaba del porro al cenicero.

—¿Semanas?

No sabía ni como se había librado de sus manos, tampoco si se atrevió a hacer algo más que solo sentarse a mirarla revolcarse en el suelo del dolor. En ese tiempo, llegó el solo, ya el qué pasó después no tenía ni idea, tampoco le dió mucho detalle al asunto. Sin embargo, en más de una vez le comentó que cuando sus amigos llegaran le tendrían el dinero que le debían completo. El precio que el mismo había pagado para traer a un cuerpo inconsciente de una adolescente.

Cosa que nunca pasó.

Ese dinero ahora no le hacía falta, pero lo que si lo puso tenso fué el motivo por el que lo está buscando justo ahora.

La sonrisa volvió a su rostro.

—De que la hayas perdido sólo me confirma lo que ví.—con el teléfono en la oreja se dirigió a la nevera, tomando otra lata de las que nunca faltaba.

—¿Qué?

Abrió la lata y le dió un sorbo.

—La ví,—cayó de nuevo sobre el sillón, alcó las cejas al acordarse de otro detalle—: y no sola.

Tras un momento de silencio, escuchó un estruendo del otro lado del teléfono. Sonrió y dió otro sorbo. La llamada no era más que para hacerlo molestar y ya ahora lo sabía, preguntó sabiendo la respuesta.

Tenía una imagen muy diferente de ella en su cabeza, pero su voz era la misma. Por muchas noches llegó a escuchar aquellas súplicas, aquellos llantos. Al día de hoy intentó olvidar el tema. Sinceramente, ya para haber pasado unos años, la creyó muerta.

Su sorpresa fue grata cuando la vió.

—¡¿Cómo sabes que es ella?!

Por su mismo pánico estaba intentando convencerse de algo en su cabeza. Conoció la ansiedad, conoció esa sensación, esa en la que uno mismo intenta persuadirse para no pensar en lo que no quiere, que sólo sean aquellas consecuencias que uno quiere que pasen. Ideas irreales que todos quieren sobrellevar.

Pura mierda.

Notando su estado, no le iba a decir que fué la voz lo que lo hizo regresar a aquellos días llenos de lo que no sabía que serían traumas a largo plazo. De todas formas, no era la única razón por la que la reconoció. Poniéndose más cómodo, miró al techo sintiéndose suficiente.

—¿Cómo olvidar aquella boca?—escuchó un suspiro de frustración que lo motivó a seguir—: Ese cabello que nunca supiste hacer otra cosa más que jalar.

—¡Cállate!

—¡Debe haber otro capaz de hacer que haga lo que quiera, sin golpearla como tú lo hacías!

—¡Qué te calles, imbécil!

Jamás.

—¡Primera vez que la veo sin mierda cubriéndole los ojos!—gritó, ya no pudiendo controlarse—: No sé que carajo hiciste con ella cuando se fueron de aquí, pero sé que fuiste lo suficientemente idiota para cometer cualquier error. Y me voy a reír,—advirtió, lanzando la lata a medio acabar al suelo—: Me voy a reír al ver que esos mil doscientos verdes solo fueron un pase para acercarte más a que te pudras en la cárcel.

—¡Eres tan culpable como yo!

De su boca salió un bufido.

—Creeme que cuando empiece a arder troya, de mi no quedará ni rastro.—afirmé colgando el teléfono.

Estaba por ir de nuevo a la cocina cuando unas piernas bronceadas y definidas salieron de la puerta de su habitación.

—¿Por qué gritas?—preguntó medio adormilada.

Necesitaba un despeje así que no lo pensó dos veces y se acercó hasta tomarla con ambos brazos para que envolviera su cuerpo con el suyo. Pasando por alto aquella puerta que yacía con más de dos seguros a un costado de su habitación.

Aquella que además de tener paquetes con aquel polvillo blanco que volvía locos a los newyorquinos, en una caja casi botada hasta el fondo de la habitación estaban más de cinco cintas médicas llenas de sangre, sangre que tuvo que limpiar de aquella misma habitación asegurada cuando prestó domicilio a aquel sujeto de la llamada.

Era tan cuidadoso con lo suyo que no se atrevió a botarla, si lo hacía cualquiera lo podía ver, cualquiera podía llamar a la policía e iniciar una búsqueda. Su mejor decisión fue enterrar aquellos recuerdos en cajas, en bolsas dentro de aquella habitación.

Aquella habitación llena de culpa, culpa por haber dejado que lastimaran a aquella joven que vió por primera vez de forma decente, bonita.

Y tan cerca que la tuvo sin poder hacer nada al respecto, ni antes.

Ni ahora.

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Un beso, recuerden que son lo más bello de wattpad❤

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