Capítulo 2

En los brazos de Dadrax una pequeña niña de dos años sonreía por primera vez en el día. La pequeña alzaba su cabeza, curiosa por el mundo exterior y todo aquello que le rodeaba. Todas esas personas que hacían cola en la administración tenían ropajes baratos y calzado deshecho. Tenía una edad tan corta como para comprender la verdadera cara del mundo en el que nació.
Dadrax intentaba protegerla mientras procuraba salvarse a sí mismo a la vez. ¡Y no era fácil! De ser libre y sin preocupaciones a tener una vida en sus manos. Una vida bastante importante.

—Eh, tú, el paliducho— un hombre gigante lo empujó pese a tener al bebé en sus brazos.

Refunfuñando, quedó en silencio. ¡Podría matarle! Pero no le estaría dando un buen ejemplo a la pequeña Aroha.
Le lanzó una mirada a Beth, su compañera de viaje. La multitud los había separado hasta que se rejuntaron.

—Idiota, de haber estado solos...— Beth era una muchacha peleona, cálida y hermosa. Aún le faltaba mucha experiencia en la vida. ¿Qué se podía esperar? Tenía dieciséis años, pero algo muy especial en su interior.

Los tres eran especiales a su modo. Dadrax, Aroha y Beth. Un joven con dos niñas. ¿Qué pensará la gente de eso? Sin duda, se atreverían a juzgarle sin conocer la verdadera historia.

Entraron a su destino: un santuario lleno de sacerdotes.
Era el lugar más popular de todo el reino, pues en esas estanterías se guardaban todos tipos de libros. Hechicería, historia, fantasía... Y lo más importante: sabios que rodeaban todo aquel conocimiento hecho en papel.
Buscaban ayuda y debían de ir con cuidado.

—Dadrax, amigo mío— uno de los sacerdotes se acercó a él, reconociéndolo con un simple segundo de vista.

Dadrax sujetó al bebé con un brazo mientras se quitaba la capucha con el otro. Dejó ver su rostro atractivo: sus ojos oscuros, su piel paliducha, pero llena de vida y unos labios con los que habría conquistado hasta a sus enemigos. No solo era atrayente, si no, todo un reto.

—¿Recibiste nuestra carta?

—¡Hola, viejo! — saludó Beth con entusiasmo.

La bebé miró al extraño por primera vez.

—La recibí, pero decidí fingir ignorancia.

—¿Qué? ¡No puedes hacer eso! — se quejó el joven.

—Dadrax, amigo mío... Me has sacado de muchas... Si estoy aquí, junto a las divinidades, es por ti. Pero no puedo acoger a la niña.

—Come, caga y bebe mucho, pero fuera de eso, no es ninguna molestia— Beth se añadió a la conversación.

—¿Fuera de eso? Vamos...— el viejo se acercó a ellos. Miró a ambos lados para asegurarse de que no lo escuchaban. Dio gracias a que las paredes de la Gran Historia fueran anti chismes. Ni el dragón que estaba en la puerta podría escucharles si cuidaban bien su tono: — La niña... ¡Es un dragón! ¡No podemos proteger algo así! ¡Ni esconderla del rey!

Dadrax se decepcionó de su amigo. Pensaba que le debía muchos favores y que aceptaría, más encantado al saber lo que suponía ganarse el favor de aquella niña que aún no entendía por qué querían "deshacerse" de ella.
La pequeña apoyó su cabeza en Dadrax hasta cerrar sus ojos somnolientos. Lo abrazó.

—¿No estás cansado de todo esto? Pues aquí te estoy dando el cambio— volvió a ofrecerle Dadrax.

—Eres un mercenario, amigo mío. ¿Quién mejor que tú para protegerla? Matarías por ella. Yo soy un viejo cobarde que lo único que tiene es sabiduría.

—Los sacerdotes son los únicos seres divinos que el Rey Sathes dejó con vida.

—Porque ni juntos podríamos hacerle frente.

—¡Hubo uno que lo hizo! — gritó Beth. Odiaba las excusas— Usó su poder para enfrentarse a los dragones.

—Niña, ¿acaso no has recibido clases de historia? ¡Que no te cuenten milongas! — el sabio se quejó. Para los sacerdotes, aquel tema no era tabú, pero debía serlo fuera de esas paredes que los protegían. El rey enloqueció aún más si cabía después del famoso suceso—. Lo que ocurrió en la ciudad envenenada ocurrió hace cincuenta años. Nosotros aún éramos tan pequeños como tú— empezó a explicarle—... Y el sacerdote no combatió a los dragones, solo hacía lo que podía para proteger a su pueblo. ¡Eso no es combatir! Es sobrevivir...— musitó.

—Si no nos vas a ayudar, entonces, dinos. ¿Qué es lo que debemos de hacer? —Dadrax estaba perdiendo la paciencia por quedarse sin ideas, más aún por no encontrar consuelo en ninguna parte.

—¡Dejadla en el rio y que se la lleve el agua!

El sabio les cerró la puerta en sus narices, dejándolos sorprendidos por la respuesta tan cruel que había dado. La niña empezó a llorar por aquel ruido tan fuerte, despertándola de su casi sueño. Dadrax la acunó como pudo, silbando sus labios como él sabía para poder acallarla. Tras un minuto dándole balances con sus brazos, consiguió calmar a Aroha.

—¿Tienes idea de lo que hacer con ella? — preguntó la chica.

—Lo cierto es que no. Pero deberíamos darle algo de comer, ¿no crees?

—Vamos a la taberna.

Con otro destino en su mente, Dadrax intentó ocultar su preocupación. No quería alarmar a nadie, pero aunque tuviera un don innato para llevarse bien con Aroha, él no había nacido para cuidar a un bebé. Ni siquiera para protegerlo, mucho menos de un rey tirano. Él aceptaba encargos, asesinaba a la gente por dinero y era amante de las artes oscuras, poniendo su vida en peligro más de tres veces al día. No podía asegurarle a esa pequeña que volvería a casa todas las noches para cenar, ni siquiera que estaría ahí cuando algo le ocurriera.
No quería responsabilidades ni mucho menos ataduras.

En la taberna, Dadrax pidió la comida para la bebé y para Beth. Necesitaba tiempo a solas, así que dejó a Beth a cargo de la pequeña.
Dadrax quería un tiempo fuera de sus responsabilidades, sintiéndose un mercenario común y corriente. Pero no tenía nada de común.
Amaba camuflarse entre los demás para sentir ese aroma que lo poseía: un aroma parecido al hierro de las espadas, vinculado con el horror.
Respiró. Muchos borrachos tenían heridas tan descuidadas que, si Dadrax prestaba atención, aún podía escuchar cada gota de sangre caer al suelo.
Relamió sus labios y cerró los ojos para mantenerse cuerdo. ¿Cuánto tiempo le quedaba para desesperarse por una sola gota?

El pobre bardo se hizo paso entre la muchedumbre y empezó a tocar la leyenda más famosas de todas. Utilizó su voz para narrarla, su instrumento para acompañarla y sus ojos para transmitirla.

—Hace cincuenta años fue...— todos callaron en cuanto notaron que el arte subió al escenario—... la historia más esperanzadora para el pueblo...—usó un tono grave y poético—... La dama de rojo y el de blanco— se levantó de la silla, eufórico por su propia obra—... ma...ta...ron al amigo del rey— sonrió, sin saber que aquellas palabras podrían ponerlo en peligro—. Destruyeron la infinidad e hicieron temer al mayor tirano de todos— soltó una carcajada, dando una pausa para darle otro sorbo a su hidromiel—. La llama del dragón se apagaría con su vida... Pues no son inmortales ni invencibles...— siguió cantando. Todos aplaudían ese espectáculo. Mientras, Dadrax quedó escuchándola una vez más—. La dama de rojo cayó del cielo y formó un punto en esta historia de tiranía...

Dadrax sabía más que todos esos bardos que cantaban. Incluso sabía más que los sacerdotes que tanto exageraban. 

Dadrax conocía a la dama de rojo.
Todo pasó aquel día en el que la vida de la dama de rojo se apagó por completo. Dadrax estaba en los alrededores de Diredun, cazando como de costumbre.
Cuando empezó la batalla, aún había sol que iluminaba aquel escenario. Pudo ver a lo lejos cómo los dragones bajaban del cielo para aterrizar en la aldea. Él no hizo nada, ¿qué podía hacer? Solo decidió ser espectador de esa catástrofe y ser testigo de la crueldad de aquella raza.
Se hizo de noche al poco tiempo. Vio algo inaudito: una mujer, subida al lomo de un dragón, usando su espada como apoyo al clavársela.

Dadrax lo vio todo.

Ese cabello rubio, sudoroso y esos ropajes rojos. La dama roja usaba hasta los dedos de los pies para aferrarse al dragón e intentar hacer que cayera. Vio cómo la estampaba contra rocas, ¡vio cómo la rubia permanecía en su lugar de batalla! Y bajo la luz de la luna, pudo distinguir sus ojos tan azulados como lo era el mar. Había poder en ellos, había esperanza.
La primera en desafiar a un dragón y la última, por desgracia.

Dadrax tuvo que haberse ido corriendo a pedir ayuda. Pero algo dentro de él le obligaba a seguir viendo, hasta que fue testigo de la derrota de la mujer.
El dragón la besó y la dejó caer tras enseñarle una aldea chamuscada, presa de los gritos.

Debió irse. Correr a por ella e intentar salvar a una heroína. Pero tampoco lo hizo.
Dadrax fue el único en verlo: la caída de ese dragón.

Llevándose la mano en su pecho, en vez de en su herida, el dragón agonizó hasta caer más allá del bosque. ¿Qué es lo que había ocurrido? Dadrax miró en los alrededores, pensando que una segunda persona había atacado a ese dragón, escondiéndose detrás de la chica como si ella fuera una armadura. Nunca se podrá saber la verdad, pero aquel día... fue más que impresionante. Cambió la historia.
Hubo revoluciones. Seres de otras razas que empezaban a salir para dejar de esconderse.
El trono del dragón supremo se vio en medio de miles de batallas por él.

Al final todo fue para nada. Hasta que enloqueció y mandó a matar a todos sus hijos también.

La dama de rojo.
Dadrax no dejaba de soñar con aquella chica. Él pudo haberle dado una muerte rápida, pero trató de no envolverse en asuntos que no eran suyos. De haberla ayudado, quizás ahora él formaría parte de una historia heroica. Y no, no fue por cobardía. Fue por destino.

Por eso lo supo. Él estaba destinado a ser un villano o a ser un simple personaje secundario. Nadie esperaba nada de él, ni mucho menos salvar el mundo.
Pero había gente que estaba destinada a ser una heroína, ¿cierto, Dadrax?

Dadrax volvió con Beth. Al asegurarse de que la niña ya había comido, decidió seguir con su nuevo rumbo. Apresurados, montaron en el caballo negro que los acompañaba en todo el viaje.

—Espera, espera. ¡Vas demasiado rápido! ¿Dónde vamos a ir ahora? — preguntó Beth, acunando a la bebé en sus brazos como podía.

—¿De verdad quieres saberlo?

—¡Sí!

—Vamos a la ciudad envenenada— le respondió con una sonrisa.

Nadie quería acercarse a lo que fue Diredun. Había una de esas leyendas, quién sabe si ciertas, que decían que la dama de rojo se transformó en un espíritu maligno llena de ira y venganza hacia todo aventurero que no fuera de su aldea.

—¿E-Estás seguro...?

Dadrax no era de los que estaban seguros siempre, pero sabía que era la mejor opción. No pensaba abandonar a Aroha, pero sí que podía entregársela a la persona que podría cambiar ese mundo. ¡No le importó intentarlo! Ni a pesar de todo lo que se sacrificó para ello. La gente escucharía a la dama de rojo o al menos haría temblar a Sathes.

El caballo trotó. No estaban lejos, así que no tardaron más de medio día. La bebé ya estaba cansada, por lo que Dadrax montó una hoguera para mantenerlas calientes. Sabía que Beth era perfectamente capaz de protegerla en caso de emergencia, al menos hasta que él volviera.

—Estamos en las afueras de Diredun. Seré yo quien entre— ordenó Dadrax.

Beth asintió.

—Espero que no sea tan tétrico como en las historias.

—Lo dudo. Ya sabes cómo son las historias.

—De verdad, Dadrax, cuídate.

Beth tenía cierta admiración por él. Se cuidaban solos, se protegían solos. Tenían ese tipo de relación de acuerdo mutuo, sin nada más allá. Él la respetaba y la veía como una hija a la que jamás estaría dispuesto a cuidar.

Se colocó la capucha y entró a la mítica ciudad envenenada. Era un gran paso que pocos se atrevían a dar, pero como si se tratara de algo más allá de lo que pudiéramos comprender, lo hizo con toda la seguridad del mundo.
Dadrax caminó hasta pasar el muro.
En cuanto puso un pie en las calles, aún negras del hollín, sintió un ambiente distinto al que había más allá. Vivía entre vida, pero Diredun se hizo el escenario de la muerte.
Hollín por todos lados.
Cadáveres carbonizaros en la misma posición en la que murieron, unos abrazados a otros.
Solo había soledad. Mirara hacia donde mirara, quedaban las ruinas de algo que existió.

—Debió ser terrible...— dijo un hombre acostumbrado a lo horrible.

Por cada paso que daba volvía a ese día en el que él estaba presente. Vio las llamas consumiendo la aldea y mirándolo de nuevo, se convirtió en la nada. Pudo imaginarse los gritos de los aldeanos al pedir ayuda, la desolación de los padres al saber que no podrían darle otro día a sus hijos, la angustia de querer huir de un dolor pegado a tu piel, la ceguera de cada chispa en sus ojos... Dadrax pudo sentirlo todo, empatizando hasta lo más profundo con cada una de esas almas perdidas. Cuánto dolor en tan poca historia. En tan pocos minutos.
¿En algún momento ellos vieron la esperanza?

Algo en Dadrax cambió. No quería que el destino del mundo volviera a terminar así. Sathes utilizó lo acontecido en Diredun como un ejemplo para los demás, para volver a amenazarlos con hechos.

—Qué desolador...

En el centro de la aldea intentó dar un respiro. Miró todo lo que había dejado atrás; más de lo mismo. Ni siquiera el niño más rápido logró huir. Dadrax era tan especial que aún podía oler cada gota de sangre seca derramada en las paredes en ruina.
Él había entrado en aquel tormento con una misión: encontrar a la famosa dama roja. Las leyendas decían que su espíritu aún seguía ahí, pero otros hablaban de algo diferente a una dama. Eso significaba que... había vida, ¿cierto? En caso de haberla, Dadrax la encontraría. Siempre encontraba a sus presas.

—¿Dónde debe estar el cadáver de la dama roja...?— susurró para sí mismo.

¿Dónde estaría? Nadie lo había encontrado, incluso Dadrax la vio caer. Aunque con tantas llamas, ¿la reconocerían? La dama roja era una humana cualquiera.

Se encaminó a lo que parecía ser el santuario: un hogar hecho de mármol blanco. Todas las aldeas tenían uno y a su respectivo sacerdote.

Subió las escaleras hasta llegar a la entrada. Aquel lugar no estaba intacto, pero había algo diferente en él. Fue valiente al querer saber más y esperar que ahí encontrara su respuesta. Como era de esperar de Dadrax; no se equivocó.

Un hombre con el cabello blanco y túnica del mismo color le saludó en la entrada. Era más paliducho que él, pero había un aura muy brillante que lo rodeaba. Podría compararse con un ser divino.

Dadrax dio un paso hacia atrás, desconfiado.

—Al fin llegas— dijo el de túnica con una voz suave—. No pensé que tardarías tanto.

—¿Te envía Sharm? — preguntó serio. Tensó hasta su mandíbula para estar atento, posicionándose para el ataque que vendría.

—Calma, de verdad que te estaba esperando...— se acercó a él sin cautela—... Cincuenta años. Habrías cambiado toda la historia, Dadrax-

—¿Cómo sabes mi nombre?— se alteró.

—Soy Yell— extendió su mano para presentarse en vano, ya que Dadrax no le respondió con esa formalidad—. Aquella batalla tan corta, podrías haberla salvado.

—Yo no salvo personas— respondió.

—Pero estás destinado a ser un pantano.

Y otra vez, uno de esos "acertijos" de sacerdotes, donde las predicciones solo te confundían más que ayudaban. ¿Qué quiso decir? Más importante, ya se dio cuenta, ¿verdad? Yell era el sacerdote que murió con la aldea envenenada. Yell era del que tanto hablaban y un signo de esperanza para todo el pueblo.

—Esperé tanto, que ahora tengo todo el tiempo del mundo— sonrió Yell con tristeza—. Suéltalo. Todo lo que quieras. No soy de esos que te dejan con dudas.

—¿Todo lo que... quiera?

Podría ser la suya. Podría haber preguntado sobre las grandes incógnitas del mundo. Si estaba muerto, es que sabía más allá de la muerte, ¿verdad? Más allá del arriba y el entremedio. A Dadrax solo le importaba una cosa.

—Busco la inmortalidad— le respondió a Yell.

Yell se acercó hasta acortar distancias. Colocó su mano brillante en las mejillas del muchacho para sentir su energía.

—Siendo lo que eres... ¿qué inmortalidad buscas?

—Una más fuerte que la de un simple vampiro— contestó—. Busco la inmortalidad del rey del inframundo.

Ni siquiera Yell mantuvo la calma ante aquellas declaraciones. No pensó que alguien aspirara a tanto. Si tan siquiera el rey del inframundo se hubiera dignado a aparecer, ni Sathes le habría hecho frente. Podría haber reinado todo.
Pero, ¿por qué Dadrax? ¿Por qué se atrevería a quitarle el trono a un rey? No era príncipe ni descendiente de nada.

—Dadrax. Eres un vampiro— Yell sabía el destino de todos, conectando los hilos rojos de sus interiores—... Deberías conformarte con seguir vivo sin que Sathes supiera que existes.

—Quiero ser el rey del inframundo.

—Incluso para mí, eso es difícil de conseguir. Debes vencerlo y-

—No te estoy pidiendo que me conviertas en rey, ni que me ayudes— interrumpió—. Quiero que me respondas a esta pregunta tal y como prometiste. ¿Cómo debo conseguirlo?

Tragó saliva. Yell sabía la respuesta. Vivió tantos años por esa respuesta.

—Él... No puede subir a este mundo...— se vio obligado a responder por su juramento.

—Entonces bajaré yo.

—Eso no es posible a no ser que mueras. Y una vez muerto no puedes ser inmortal como tú quieres.

—¿Entonces qué he de hacer?

—Esperar.

Yell le dio la espalda, dando pasos para guiar a Dadrax. Él lo siguió.

—Te prometo que solo debes esperar.

—¿Y ahora dónde me llevas?

—Hacia el lugar por el que entraste— volvió a responder.

Yell lo guio a una zona del santuario que antes no estaba. La crearon los dragones entre tanta desolación, hundiendo un pequeño bosque que había oculto en lo subterráneo. Increíble, ¿verdad? Cómo algo tan bonito pudo haberse creado entre destrucción con tan solo cascadas, secretos y vegetación.
Un pantano artificial. Hecho expresamente por obra del destino.

—¿Qué... Qué es esto?

Hasta el vampiro se sorprendió. Ni en su larga vida había visto algo igual. Había árboles con enredaderas, un agua verde que llegaba hasta la cintura y el sonido del silencio absoluto.

—Cuando los dragones destruyeron la ciudad, destruyeron lo que separaba el agua de nosotros. Se había acumulado cierta cantidad. Aquel día... Todo cayó como cascada, filtrándose hasta llegar aquí.

En el santuario se hizo un gran agujero en el que se creó aquel pantano, haciendo que el cielo estuviera descubierto.
Dadrax se dio cuenta que se había hecho de noche al fin. La luna, las estrellas... Sintió con todo detalle que debía de estar en aquel lugar.

—¿Qué es eso?

Señaló una espada resplandeciente atrapada encima de una roca.

—Ese...— Yell sonrió—. Ese soy yo. 

No estaba entendiendo lo que decía el sacerdote hasta que lo vio.
El espíritu de Yell se desvaneció y se introdujo en la espada.
Curioso, ¿verdad?
El alma de un sacerdote hizo que aquella espada fuera especial, manteniéndolo vivo de cierta manera, a pesar de estar muerto.

Al quedarse solo, Dadrax estaba algo confuso. No era de los que se inquietaban ni de los que se sorprendían, tenía el poder de adaptarse a la situación y afrontarla.
En un pantano, ¿qué esperas encontrar? Si en la superficie no había nada, solo había otro camino a escoger.

En efecto.
No le importó sus ropajes, se sumergió. Manteniendo la respiración empezó a bucear. Bajo el agua no había nada. Había rocas y monumentos de piedra, antes del santuario. La visión era como la del color del agua: verde. Y por más que buscara, no encontraba nada.
Podía aguantar más tiempo sin respirar debido a lo que era, así que no se rindió. Movía sus manos y piernas como si en el agua fuera un pez más. Dadrax amaba aquellos movimientos, en los que podía sentir tener el control de su cuerpo. Era feliz así. Más que matando gente o descubriendo más sobre las artes oscuras.

En lo que buscaba: se encontró algo impresionante que le acortó la respiración.

Vio una mujer totalmente desnuda en el fondo del lago. Pese a su mala visión pudo distinguir a aquella chica, pues jamás la olvidaría.

No era una mujer cualquiera como las que había visto. En su desnudez habitaban historias de guerra: cicatrices, quemaduras y rasguños que jamás se curarían. El mal cuidado de su piel informaba que no era de las que se preocupaban por su aspecto, pero aun así, era hermosa.
Dadrax lo reconoció entonces y ahora no era la excepción.
Su cabellera rizada, rubia, trenzada. Su piel casi tan pálida como la luna. Sus uñas sucias. Los callos en su mano. Sus labios. Su nariz. Sus pestañas largas. El pequeño tamaño de sus pies. Toda su constitución... Ni siquiera las uñas de las manos habían crecido. Ni el vello.
No tenía herida reciente. No tenía ninguna marca que la pusiera en peligro de morir.

¿Qué hacía ella allí? La dama roja. ¿Cayó al agua y no murió? No. Entonces habría salido y habría hecho algo respecto al mundo que la rodeaba. Habría llorado su pérdida.
¿Estaba muerta? No.
Su pecho subía y bajaba al compás de su respiración.

Dadrax no perdió más el tiempo. Tomó su mano como si fuera lo más delicado del mundo y subió a la superficie.

Bajo la luz de la luna iluminando aquel lago, la dama roja volvió a resurgir. Estaba dormida, quizás estaba inconsciente aún. Pero todo lo que estaba ocurriendo en Diredun era... anormal.

La sacó hacia la orilla de piedra. El único lugar que había para posar los pies con tranquilidad. La tumbó. 

Hacía cincuenta años, aquella mujer sobrevolaba el cielo enganchada en un dragón. Pero en aquel instante, estaba indefensa en un suelo húmedo, bajo las ruinas de su hogar.
Ni siquiera se le enredó el cabello. Ni siquiera su cuerpo se pudrió. No adelgazó ni engordó. Era como si el lago la protegiera hasta del paso del tiempo. Hasta de sus heridas.

Intentó despertarla. No pudo conseguirlo.

—O-Oye...— volvió a intentarlo.

Estaba asombrado. Un poco avergonzado también. Aunque no quisiera reconocerlo, se sintió culpable de no haberla buscado aquel día.

—¡Oye! — gritó al lado de su oído.

Tapó su cuerpo con su capa para no incomodarla. Decidió transportarla hacia un curandero, por lo que tomó la espada en la que Yell se introdujo y la colocó encima de la chica.

Y entonces ocurrió.

Apareció un resplandor, proveniente de la espada, extendiéndose por todo el cuerpo de la dama roja.
Pum, pum, pum.

Dadrax pudo escuchar de mejor forma los latidos de su corazón. Era tan... pacifico. Como si aquel sonido pudiera calmar hasta al vampiro más sediento.

Pum, pum, pum.

Tomó la mano de la chica para sentir sus pulsaciones. Eran suaves y ásperas a la vez, más aún si al estar recorriéndolas como si su cuerpo fuera braille. Pero no debía hacerlo.

Mordió sus propios labios. Intentó poner su mente en blanco.

—Voy a salvarte, pero solo lo haré para que tú me salves a mí.

Mintió. Se mintió a sí mismo. No quería reconocer que tenía curiosidad para ver cómo vivía. Debería sentir tanto sufrimiento... ¡La gente la aclamaría! Y lo más importante, ella se podría hacer cargo de Aroha. Nadie mejor que la que mató a un dragón para cuidar de uno, ¿no?

Finalmente, entre tanta tensión, la chica abrió los ojos de golpe.

Dadrax quedó embobado en lo azul que eran sus ojos tras estar sumergida durante cincuenta años en aquel pantano. Los latidos de su corazón eran cada vez más acelerados. 
La espada que estaba en su torso dejó de brillar. Su cuerpo comenzaba a temblar bajo la capa de Dadrax.

 Y, buscando una salida con desesperación,
se encontró con la mirada del vampiro. 

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