Capítulo 1

Hacía tiempo que los dragones sobrevolaban el suburbio de Diredun. En consecuencia, los aldeanos temían cada vez que salían. Por sus mentes ocurría la peor desgracia del mundo: ¿y si no volvían? ¿Y si quemaban sus cosechas? Sus casas... O peor aún, sus familiares.
Eran expertos en quemarlo todo e inculcar una dinastía de miedo hacia su rey. No había mejor tirano que Sathes, ¡él estaba loco! Carecía de cordura. No le importó llevar a su mundo a una guerra de razas: sirenas, centauros, elfos, hechiceros, ángeles... Existieron hasta hace mil años, cuando el dragón inmortal se hizo un hombre y batió sus feroces alas por primera vez.
Nadie podía con él. Por el momento, esta no es la historia donde un viajero embarca una aventura hacia la destrucción del dragón supremo; esta es la historia de almas que se movían por su supervivencia. Luchar, huir, vivir sin más y sobre todo... Crear vínculos, de esos que te hacían mover montañas imposibles.

—¿Qué ves, qué ves?

Anneline era considerada como el peligro del pueblo. No por sus ideas locas, si no por sus estrategias envidiables y ferocidad en batalla. Era la única mujer en ese momento que se atrevió a blandir una espada, cogiéndola a una mano, poniéndole nombre propio e ir a guerras totalmente descalza y sin prendas pesadas. Merecía una corona y se conformó con el amor de su gente. La heroína perfecta, la princesa perfecta, la reina que podría salvarlos a todos si se sentaba en un trono. 

Pero Anneline no tenía un destino tan agradable.
Yell, un sacerdote y su mejor amigo, se atrevió a leérselo con sus cartas especiales:

—En tu interior hay un pantano— los ojos del sacerdote se volvieron tan blancos como ya lo era su cabello a pesar de ser joven—, en el que nunca te ahogarás. Ese pantano aliviará el dolor de un auténtico infierno. Vives atada y en-

—Envenenada— interrumpió Anneline con indiferencia—. Pensé que el destino cambiaba todos los días. A la panadera le destinaste un amor corto y ahora está felizmente casada con un chico que jamás la abandonará por muy malo que le salga el pan.

Yell era sacerdote. Muchos ya no creían en sus habilidades para contactar con divinidades. Cada quien formaba su opinión sobre él. Lo que estaba claro es que se preocupó por su mejor amiga. ¡Su única amante era su espada! Ni siquiera sabía qué era el amor o el baile de adultos. Conocía la guerra. Anneline amaba la guerra. Era como una niña pequeña ilusionada por su primer regalo en cuanto alguien la desafiaba, tanta ilusión en sus ojos y tanta sangre derramada después.

No se podía decir que no tenía temores, pues ni siquiera pensaba en afrontarlos: solo actuaba. Su vida era puro acto tras acto.

—Anne, demos un paseo— propuso Yell.

Guardó sus cartas y ambos salieron de la taberna. Pasearon por las calles de Diredun, volviendo a notar las sombras de los dragones que estaban en el cielo.

—¿No los temes? — le preguntó el sacerdote a la rubia.

—Todo el mundo los teme.

—Pero tú no— respondió por ella—. ¿Por qué crees que no les tienes miedo?

—Mmm...— hizo un sonido flojo mientras pensaba. Le dio vueltas a su cabeza—. Porque les odio.

No era tan inocente como parecía. Anneline era la única de Diredun que se atrevería a probar si su espada podía atravesar escamas. No era capaz de volar, pero sí de clavar sus dagas y usarlas como punto de apoyo. Feroz, ¿verdad? Era la mezcla perfecta para terminar con cualquiera.

—¿De verdad los odias o solo quieres enfrentarlos?

Aquella pregunta tenía una respuesta obvia: solo quería enfrentarlos. Por muchos motivos que tuviera, nada le tocó tan directamente. No tenía tanto sentido de la justicia, solo el de enfrentarse a enemigos que sabía que no podía ganar para, finalmente, ganarles y mostrarle al mundo quién era la guerrera más fuerte.

Pensar así estaba a punto de terminar.

—Oye, Yell— Anneline intentó cambiar de conversación. Había algo que siempre quería preguntarle y pensó que era el momento—. ¿Cuántos años tienes? Aparentas veinte o treinta como mucho, pero desde que era pequeña te recuerdo con las mismas arrugas: las de tu frente cuando te enfadabas por haber creado un estropicio.

—¡Lo recuerdo! — Soltó una carcajada—. Eras la niña indomable. Pensé que crecerías triste y sola por haber sido abandonada, pero nunca me preguntaste por las personas que te dejaron en mi santuario.

—Creo que no es algo que deba estar en mi vida. No tengo ni la más mínima curiosidad— se sinceró—. Me criaste como tu hermana pequeña y ahora es como si tuviéramos la misma edad. ¿Eres una raza especial como el rey Sathes o algo así?

—No— respondió Yell—. Soy un sacerdote algo talentoso, no puedo negar eso.

Anneline lo notó en su tono: supo que mintió. Le mintió mirándola a los ojos. ¿Pero no estaba formado el mundo de mentiras que se quedaban en el aire? No le importó y una más de tantas no era algo que le afectara. Aún estaba agradecida de ese amor fraternal que siempre sintió desde que era un bebé.

—¿Cómo era yo de pequeña? — Empezaron a rememorar— ¡Más importante! ¿Cuándo me diste mi primera espada?

—¡Yo no fui! ¡Y dichoso el que fue! — gritó el sacerdote—. Un día, te escapaste del santuario. Recorriste todo Diredun descalza y al volver, trajiste una espada más grande que tú. La levantaste y gritaste: ¡Descalza me siento libre! — imitó su voz con burla.

—¿Crees que la robara?

—¿Tú? Sí, estoy seguro de que tu primera espada fue robada.

Ambos se rieron. Esa sensación... hizo que el paseo fuera más especial que todos los anteriores. Una guerrera y un sacerdote. Hermanos, aunque no de sangre, pero hermanos reales que se querían hasta dar su vida por el otro. Ese era el verdadero amor que conocía Anneline y el único que necesitaba.
Eran mejores amigos. Eran familia. Y había un vínculo tan grande que ninguno de los dos, ni siquiera el sacerdote, sabían qué no podían romperlo. Era un vínculo para siempre. Yell la seguiría a todas las batallas como eso hizo en su día, curando sus heridas con su magia.
Si la rubia era imparable, no era por ser fuerte, tozuda o moverse bien en combate: era por Yell.

Todos apostaban por ese dúo. Si esos dragones se atreverían a poner sus patas en Diredun, saldrían con un gran escarmiento por parte de esos dos.

—¿Sabes? — Ese momento de paz hizo que empezaran a sincerar sus preocupaciones— No quiero que tengas que estar en un pantano para aliviar tu infierno. Creo en mis predicciones. Y si tienes que ir hacia allí para sentirte mejor... ¿Crees que signifique que pronto no estaré a tu lado?

Las palabras del sacerdote hicieron que Anneline parara su paso. Apretó sus manos en un puño hasta clavarse las uñas. Se enfadó tanto que le empujó.

—¡¿Cómo te atreves a mencionar algo así?! — le gritó. Hasta su voz tembló—. ¡¿Acaso crees que no te protegería hasta morir?!

—Sí— suspiró Yell—. Tienes razón. Pero si algo ocurriera, no lo hagas. No me protejas hasta morir. Huye y busca un pantano en el que sobrevivir a tu infierno.

—Mi infierno será un mundo en el que tú y yo estemos separados, donde ya no podamos ser hermanos y donde no tenga a mi magnifico sacerdote curando mis heridas. Ese es el infierno que no pasará.

Se lo prometió a sí misma. Dejó su furia para envolverlo en un abrazo. No era de mostrar amor, pero hundió su cabeza en el hombro del muchacho y ahí empezó a desahogarse en lágrimas. Algo en sus corazones estaba lleno de tristeza.
Nadie podía describir el querer a alguien tanto. No en un sentido romántico, si no en un sentido más puro. Solo con abrazos y promesas. Solo con cuidado y confianza. Solo como el amor de una familia.

Cuando existía algo tan bonito en el mundo,
el mundo rugía para arrebatártelo.

La historia de Yell y Anneline no era una excepción. Lo hicieron: los dragones finalmente aterrizaron en Diredun. Un pequeño ejército que ya bastaba para masacrarlos a todos.
Cinco dragones del mismo color plateado, furiosos y con aires de grandeza. Sus miradas solo estaban llenas de posibilidades: querían mujeres, querían oro, querían poder y querían llamas. Solo era una pequeña aldea con mala fama, ¿qué le importaba al exterior si una casa se quemaba? ¿Si una mujer desaparecía?
No importaba las consecuencias, solo cumplir con las órdenes de su rey.

Eran seres terribles: mitad dragón y mitad humano, pudiendo llegar al mismo poder que llegó su rey, convirtiéndose en dragones totalmente.
Aún tenían una oportunidad: ninguno de ellos habían alcanzado el poder del rey Sathes, la transformación completa. Tenían el tamaño de un hombre promedio y escamas más duras que una de las mejores armaduras. Alas y garras en los pies. ¡Eran horribles!

Aterrando a todos los aldeanos, las calles de Diredun empezaron a llenarse de gritos y avalanchas. Los aleteos de los dragones creaban briscas de altas temperaturas. Un experto en dragones sabría que eso significaba que estaban a punto de escupir fuego por sus bocas.

Nadie opuso resistencia.
Pero a lo lejos, uno de esos dragones pudo escuchar cómo alguien se acercaba, corriendo hacia ellos, sin miedo ni temor. ¡Con furia! Con una espada en su mano y otra lista para pegarle el puñetazo de su vida.

El dragón gris se rio al ver alguien tan menuda como aquella chica corriendo hacia él. ¿Qué iba a hacer? ¿Arrodillarse y suplicarle? ¿Entregarle su espada?
No; de verdad se atrevió a enfrentarlo.

—¡Atreveos a tocar a mi gente y seré tan tirana como vuestro absurdo rey! — amenazó.

Aunque no la tomaban como una gran amenaza, supo cómo enfurecerlos. Los dragones eran fieles a su dinastía. Amantes de la historia y grandes súbditos que nunca se atreverían a rebelarse. Por eso la raza aún persistía, ¿verdad? Porque ningún dragón se atrevió a enemistarse con el rey Sathes.

—No intentes hacerme cosquillas, mujer. Ni siquiera con esa espada tuya lograrás resultado.

Detrás de Anneline llegó Yell. Él sí estaba asustado, él pensaba más que ella al haberse puesto frente a esos dragones. Intentó llevarse a Anneline para alejarla del peligro, cogiéndola de la cintura y tirando de ella. Pero era imposible que la guerrera abandonara batalla. Mucho menos cuando su gente estaba frente al peligro.
Y si caía, al menos sabía que logró regalarles minutos.

—Ahora sí, Yell— habló Anneline—. ¡Ahora sí que los odio!

Un odio tardío, pero todo llegaba en el momento en el que debía llegar.

La guerrera se zafó de Yell y chocó su espada contra las escamas del dragón gris. Como era de esperarse: ni un solo rasguño.
¿Pero acaso eso la paró? No. No lo hizo.

Siguió intentándolo con las súplicas de Yell de fondo. El dragón la tiró al suelo sin forzar sus músculos siquiera. El sacerdote empezó a curarla con su magia.
Ahí empezaba el bucle de una batalla cualquiera, pero los dragones nunca se cansarían, por lo que Anneline nunca ganaría. Su don era la resistencia.

La rubia decidió parar un segundo, respirar y ver a su rival. Analizó todo su cuerpo con detalle: cada escama que la cubría, cada rasguño en su piel, lo afilados que estaban sus dientes, sus uñas sucias y largas, las garras... ¿Qué de eso podía usar? ¿Dónde podía golpearle?

Yell se apegó a ella.

—No puedes, Anne, no puedes— leyó el futuro sin ni siquiera tener que usar las artes adivinatorias—. Ve al santuario y saca a las personas que están ahí. ¡Hazme ese favor! — le gritó.

Era imposible llegar a los oídos de Anneline. En su mente se formaban las estrategias. Su cuerpo solo reaccionaba para luchar.

Yell tenía dos opciones:
Ser él quien protegiera a los demás o proteger a Anneline.
¿Qué escogería?

En efecto. Se quedó junto a ella. Le prometió que estarían juntos hasta el final.
Era un sacerdote. La protección de su pueblo era su responsabilidad, pero sabía que fallaría en cuanto aquella muchacha decidiera hacer lo mismo.
Anneline no nació para proteger, por mucho empeño que pusiera en hacerlo.
Por mucho que esos fueran sus deseos.

Podríamos poner un marcador. ¿Cuánto tardaría la guerrera en perderlo todo?

Un minuto. Dos minutos.

Volvió a abalanzarse hacia él bajo la protección de Yell, quien envolvió a la chica con un aura creada desde su magia. Usaba su magia de apoyo como armadura.

Esta vez, se agarró al dragón con fuerza. Fue un grave error para ella, ya que su rival emprendió un vuelo, batiendo sus alas.
Entre nubes, ¿qué podría hacer una humana? El dragón la infravaloró. Cualquiera lo hubiera hecho.

Yell trataba de expandir su aura hacia todos los aldeanos también, no solo a la rubia. Escogió intentarlo todo con su poder, incluso hacer cosas que nunca había hecho antes.
Estaba preocupado. A lo lejos, podía verla. Podía ver cómo intentaba clavar su espada entre el hueco que había de escama a escama. ¿Y sabéis qué? Que logró hacerlo sangrar. Y no era de extrañar, usaba una fuerza llena de furia, llena de dolor, llena de esperanza por salvar a su pueblo.

La panadera y su esposo. El tabernero que siempre le sonreía. El huérfano que vivía en el santuario con las demás familias. Yell.
Quería conseguirlo por todos.

Tres minutos. Cuatro minutos. Cinco.

Su espada era como una aguja tras otra, creando grandes cortes horizontales en su piel. El dragón ni se inmutó. ¡De haber tenido el poder de transformarse completamente como su rey aquella chica ya estaría en su estómago! Lo único que pudo hacer era intentar tirarla al suelo. Muerte por caída. Sus entrañas aplastadas. ¿Ese era el futuro que le esperaba?

Seis minutos. Siete minutos.

Se agitó tanto sin saber que eso le causaría más heridas. La guerrera estaba aferrada a él, usando su espada como apoyo. Cuando él se movía, su espada abría paso en su piel y expandía el corte.
Era demasiado profundo como para ni inmutarse ante cada vuelta que daba.

—¡Diablos! ¡Te has convertido en un problema! — le gritó el dragón entre dolor.

Ocho. Nueve. Diez minutos. Once. Doce.

El dragón intentó aplastarla entre las rocas, ¡pero era demasiado resistente!
Ese era el poder del dúo.

Yell la protegía y Anneline no pensaba en las consecuencias.

Trece. Catorce.

Las vidas de los aldeanos estaban llenas de contadores hacia atrás. La aldea empezaba a ser cenizas. Se adherían a la piel de todos, ensuciando sus vestimentas, sus rostros y sus esperanzas.
Mientras Yell viviera, las llamas no podrían dañarles. El sacerdote de Diredun les protegía.

Quince minutos.

Anneline agarró una de las escamas que sobresalía. Tiró de ella hasta arrancarla como quien arrancaba una uña. Eso hizo que el dragón gritara de dolor. ¡Él estaba perdiendo! Los dragones estaban perdiendo.

Dieciséis minutos.

Pero su compañero dio con el hombre de túnica, golpeando a Yell.

Diecisiete minutos.

Clavó sus garras en el sacerdote. Yell no podía defenderse mientras desprendía su magia por todo el pueblo.

Dieciocho minutos.

La rubia ya no contaba con ningún tipo de protección. Siendo capaces de trabajar en equipo, como si estuvieran coordinados, el dragón que se estaba enfrentando a Anneline se estampó a propósito contra una gran montaña de roca.

Diecinueve minutos.

La subió de nuevo hacia su lomo. Estaba moribunda, no hacía falta ni siquiera rematarla.
El dragón le ofreció una vista panorámica de su aldea en llamas y sus aldeanos siendo abrasados por el fuego. Gritos. Llamas que envolvían los cuerpos inocentes de los suyos.
El santuario, abrasado.

Quiso darle su merecido reconcomiendo a Anneline. La puso de manera que pudieran estar cara a cara, aún en el cielo. Clavó sus garras entre su abdomen para sujetarla de aquella manera tan cruel, como había hecho ella.

—Me has dejado sangrando, chica— le susurró—. Sin duda eres valiente... y tonta. ¿De qué le has servido a tu pueblo? Ahora tu cuerpo yacerá entre sus gritos. Se tropezarán contigo y aun así las llamas seguirán arrasando hasta cada milímetro de su piel. Qué doloroso debe de ser, ¿verdad?

Entre el aleteo de sus alas y sus garras dentro de ella, haciéndola sangrar aún más si podía, acercó sus labios a los suyos.

La besó, dejando su saliva de réptil como un rastro de perversión.

—Ha sido un placer. Yo me curaré, pero tú morirás.

El dragón tiró el cuerpo de Anneline para que cayera encima del santuario.

—Espero que tengas una bonita muerte y mueras de la caída en vez de las llamas.

Veinte minutos. 

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