Trece

Los gritos ensordecedores llenaron cada rincón de la habitación de paredes blancas. La Nana corrió a la par de Dilia y se encontraron con varias personas que rodeaban la cama. Una de ellas, Conti.

—¿Estás segura de que funcionará? —preguntó mientras escaneaba a la chica que se retorcía de dolor.

—¿Cuándo le he fallado?

Conti no respondió porque la jovencita dejó de vociferar y se quedó quieta.

Dos ancianas inspeccionaron el cuerpo desnudo. Le echaron un bálsamo mientras la Nana le secaba los sudores de la frente.

—Es perfecta —dijo Dilia maravillada, apreciando la cabellera castaña de la joven—. No había presenciado tanta belleza desde Edna.

Pasó los dedos con delicadeza por la piel de la joven. Era lechosa, sin ningún tipo de imperfecciones. 

Ante Conti y su mujer, las señoras limpiaron y vistieron a la chica.

—¿Cuándo despertará?

—En unos minutos —respondió a la pregunta de su jefe sin despegar los orbes oscuros de la joven.

La habitación se despejó, solo quedaron los señores Conti y la Nana.

Poco a poco, abrió los ojos. Una mirada plateada, desorientada y atemorizada, recorrió el lugar. Cada parte de su ser tembló y no pudo emitir ningún sonido.

—Querida Irene, bienvenida a la vida de nuevo —expresó con pesar Dilia a la vez que se acercaba despacio—. ¿Cómo te sientes?

Irene se hizo un ovillo en medio de la cama. De sus labios salió un quejido parecido al de un animal moribundo.

—Todo está bien, Irene —intervino la Nana con voz suave—. Toma esto.

Agarró una jarra de la única mesita que había ahí y vertió el líquido caliente en una taza.

La mirada de la señora reflejaba tanta ternura que la chica extendió la mano. Cuando tuvo entre sus manos temblorosas el recipiente, bebió a pequeños sorbos. Al paladar le gustó, sabía dulce como la miel con toques cítricos.

—¿Q-qué pasó?

—No te esfuerces, querida mía —interrumpió Dilia mientras le acariciaba las hebras suaves—. Ya estás a salvo.

—Debemos volver —dijo Conti, dándole una mirada cómplice a la Nana.

—¿Dónde? —preguntó Irene temblando de arriba abajo.

Sus facciones estaban desencajadas por el miedo y la incertidumbre.

—A casa —contestó Dilia con entusiasmo—. Queremos darte la bienvenida a la familia Conti.

En la mansión se manifestaba una algarabía que nunca se había dado, mucho menos después de la muerte de Ginio. La celebración por la adopción de Irene sorprendió a Sugar, quien llegó sudada y con manchas en la ropa.

—Edna, ¿y esas fachas? —reprochó Dilia. La agarró de un brazo y la guió hacia el segundo piso—. Debes ducharte y arreglarte para la ocasión. Te tenemos una sorpresa.

Sugar se sentía adolorida y agotada. La clase de defensa personal que estaba tomando le había drenado hasta el espíritu. Antes de que preguntara a qué se debía, Dilia habló:

—Tu padre ha hecho otra obra de caridad. Salvó la vida de una jovencita y hasta le dio la oportunidad de tener un hogar. Una familia.

—Vaya...

Se quedó sin palabras, no tenía idea de qué decir.

—Ve a arreglarte para que te unas a la fiesta. Todos tus hermanos están presentes.

Sugar entró a la habitación. Se recostó en la pared y cerró los ojos. Se despojó de la camiseta holgada, después caminó hacia el gran espejo que cubría las puertas del armario.

Con cuidado, liberó sus caderas de las cuchillas que empezaba a manipular con más soltura. Empuñó una con la mano derecha y, recreando algunos eventos en su mente, la blandió de un lado para otro.

La música de la fiesta, que se desarrollaba en el salón principal de los Conti, traspasaba las paredes al grado de llenar la habitación de Sugar. Ella se movía como si estuviera bailando. Sus pasos eran torpes pero firmes. En su cabeza parecía grandiosa.

Lo vio a él, estaban frente a frente. Oscuridad y luz. Dos polos opuestos con una sola cosa en común.

Sugar salió del trance de repente. El pecho le subía y bajaba de manera errática. Sintió calor y unas inmensas ganas de llorar. Algo en su interior había cambiado, pero no sabía qué era.

Una sensación burbujeante la recorrió, su estómago se contrajo.

Los toques en la puerta fueron los causantes de que se pusiera alerta, después se apresuró a ir al baño.

Julian, Arlo y Matti observaban curiosos a Irene. Esta no se había atrevido a moverse de un rincón, casi detrás de la larga cortina.

—¿Cuántos años tendrá? —preguntó Arlo, el mayor de los hijos de Conti.

Los demás tomaron de su copa antes de que Julian contestara:

—Escuché que trece.

—Es una puta niña.

—Y la favorita de papá —añadió Matti divertido. El alcohol estaba haciendo de las suyas en sus sistemas.

La gente bailaba al ritmo de una música electrónica pegadiza. Había todo tipo de alimentos y bebidas por doquier. Los mozos caminaban de aquí para allá, atendiendo con premura las exigencias de los invitados.

Conti y Dilia, regocijados, revoloteaban entre amigos y familiares.

A pesar del gran festín, los alrededores de la mansión se encontraban especialmente resguardados.

Arlo se separó de sus hermanos y, tambaleante, se dirigió hacia la salida. La brisa de la noche le movió los rizos marrones que no se molestaba en quitar del rostro. Entró en su vehículo con la mente nublada.

El bar estaba abarrotado de gente. El olor a sudor y humo le resultó familiar. La música que ambientaba el sitio podría ser más añeja que la madera que pisaba.

Algunos conocidos le abrieron paso.

—Hoy la casa invita, Conti —dijo el barman mientras agitaba una bebida.

Arlo se sentó en uno de los taburetes en forma de barril. En ese espacio, el olor de la madera opacaba cualquier otro. Era reconfortante.

Tomó varios tragos de sopetón. La cabeza le dio vueltas. Sonreía a nada en particular. El alcohol empezó a pasarle factura, pero estaba confiado porque los hombres y mujeres que le acompañaban eran de confianza. La gran mayoría.

Ya no veía con claridad. El bullicio provocó que saltara de alegría hasta que se dio cuenta de los correteos incesantes. 

La música dejó de sonar al instante en que varios disparos estallaron muy cerca de él.

—¿Qué coño está pasando?

Se tocó el costado en busca de su arma, mas no la encontró.

El miedo recorrió cada parte de su cuerpo cuando alguien lo derribó detrás del mostrador. Los cristales de las botellas rotas lo lastimaron en el proceso.

Anker sonreía en medio de cada golpe fatal que propinaba con su navaja. Era como una sombra que se llevaba todo a su paso.

La sangre salpicó el traje y parte de su mejilla. Las hebras oscuras cubrían los ojos rojizos que se entrecerraban por la satisfacción.

Los quejidos de Arlo llegaron a sus oídos. Ya no había nadie que lo protegiera.

—¿Quién eres? —dijo desesperado, echándose hacia atrás como podía.

Vislumbraba dos sombras que lo alcanzaba poco a poco.

Anker lo alzó tal cual no pesara nada y a los segundos lo aventó en medio de los cadáveres. Las mesas, sillas y demás ajuares rotos lo dañaron. Arlo se quejó en voz alta. Cada extremidad dolía como el infierno.

—Deja de jugar, Kabana —dijo Geo, quien veía la escena desde un rincón.

—No sabes quién soy, bastardo —escupió Arlo temblando por el miedo. Sus dientes ensangrentados castañeaban—. Puedo ofrecer más dinero.

En un movimiento rápido, Anker le cortó el cuello con dos navajas.

—Uno menos —dijo, alejándose del desastre que había causado.

—¿Cómo va tu lista?

—Manejable —respondió al momento en que encaró a Geo—. Después de esto, ¿qué?

La pregunta, a pesar de que había sido para su acompañante, se la hizo a él mismo.

—Aparecerá otro propósito. Tienes mucho que aprender aún. Hay niveles...

Geo se calló de repente y le hizo señas a Anker. La respiración acelerada de alguien, que se encontraba detrás de una mesa rota, era casi imperceptible.

Anker se movió con fiereza hacia allá, con la determinación de acabar con cualquiera. El pedazo de madera voló lejos a causa de una patada.

—No me haga daño.

La voz suave de una chica lo paralizó por completo. Unos enormes orbes café lo miraron con temor. La piel morena de ella brillaba con la luz parpadeante de las bombillas. Hebras de sedoso cabello lacio caían como cortinas oscuras por los hombros.

Anker dejó caer las cuchillas y retrocedió, sin dejar sus ojos.

A una velocidad inhumana, Geo se acercó a la mujer y la agarró por el cuello.

—¡Espabila, Kabana! Esta maldita es una adalligatum.

—No me lastimes —gimoteó con dificultad.

La presión que ejercía Geo la estaba dejando sin oxígeno.

—¿Una qué...?

—Juegan con tu mente —interrumpió Geo entre dientes—. Te seducen para lograr su cometido.

Su mente se llenó de memorias dolorosas. Cada que se topaba con una adalligatum se abría la herida que permanecía en él como el recuerdo de lo que un día fue.

—Parece inofensiva.

Geo chasqueó la lengua con hastío. Soltó a la mujer y ésta cayó al piso tosiendo. No le dio tregua, hizo que se parara y rasgó el vestido que llevaba puesto.

—¿Dónde está! —gritó Geo mientras revisaba su cuerpo. La puso de espalda e hizo que se inclinara—. Justo ahí.

—No sé a qué te refieres —dijo Anker confundido.

Entonces, en la espina dorsal de la chica, justo  donde empezaba su trasero, aparecieron varios puntos brillantes en horizontal. Uno por encima del otro.

Anker sintió lástima por la chica y dio algunos pasos hacia ellos con las manos apretadas. Se detuvo en el mismo instante en que Geo destrozó el cuello de ella con facilidad.

—Son una aberración que deben ser exterminados —aclaró con tanto odio que la piel de Anker se erizó—. Su especie viene de la mezcla de un ángel caído con humana. Es muy difícil reconocerlos. Utilizan su único poder a favor de ellos: hacen que sientas un falso amor o empatía. —Se fue acercando a pasos lentos hasta quedar frente a él—. Muchos los usan como amuletos.

—¿Amuletos?

—La leyenda urbana reza que le dan buena suerte y protección a sus captores, por eso son valiosos para algunos.

—Ese es uno de tus propósitos —afirmó y Geo desvió la mirada—. Por eso viniste aquí, buscabas a esa mujer.

—Necesito acabar con cada uno de ellos.

Geo no dejó que Anker le respondiera, pasó por su lado emitiendo un aura más oscura de la acostumbrada.

Se quedó parado en medio de cuerpos inertes, sangre y el desastre que causó. Agarró un paño que había en el piso y limpió las navajas, después las guardó.

Sacó un cigarro con el encendedor del bolsillo de su chaqueta. Le dio varias caladas a la vez que repasaba la dichosa lista en su mente. La satisfacción recorrió su cuerpo porque había acabado con el primogénito de Conti.

Una sonrisa torcida adornó su rostro y, después que tiró la colilla, salió del bar con las manos en la espalda.

—Sigues tú, Sugar.

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