Diez

Sugar abrió los ojos de repente, el corazón le latía desmedido y una extraña sensación le recorrió el cuerpo. Escuchó ruidos, lo que provocó que se tirara de la cama y se acercó a la puerta despacio.

Algo no estaba bien, lo presentía, y quiso salir a averiguarlo, pero no se podía mover más allá.

Gritos provenientes de algún lugar de la casa retumbaron las paredes. Eran desgarradores, molestos al punto de traspasar el alma.

Se cubrió los oídos al tiempo que la puerta se abrió con ímpetu, revelando a alguien. Abia estaba irreconocible, las mejillas llenas de lágrimas y las facciones desencajadas. El dolor que reflejaba era agobiante, tenía el cuerpo rígido y los ojos inyectados en sangre.

—¡Ha sido culpa tuya! —vociferó, señalando a Sugar con su índice.

Sugar retrocedió cuando notó la sangre salpicada en su vestido. El cuerpo de Abia temblaba, el castañeo de sus dientes era un sonido aterrador y molesto.

—Debimos dejarte morir —prosiguió—. Ahora la maldición ha caído sobre nosotros.

Sugar quiso preguntarle qué sucedía y por qué hablaba de esa manera, no obstante, la voz no le salía. El aspecto de su anfitriona era escalofriante, aún más que las palabras que había proferido en su contra.

Abia se fue acercando lentamente, lo que provocó que Sugar retrocediera y chocó con la pared. En un movimiento rápido, la agarró por el cuello con fuerza.

Los dedos la apretaban tanto que le cortaron la circulación del oxígeno de inmediato. Sugar no podía gritar ni defenderse. Lágrimas pesadas salían de sus ojos que se habían brotado por culpa de la presión que la chica ejercía.

La mente se le volvió un caos donde no había un solo pensamiento coherente, salvo cuando cayó en cuenta de que ese sería su fin.

Cerró los ojos, estaba dispuesta a aceptar la muerte que el destino le había deparado. Entonces, un ruido precedió su liberación y cayó al piso como si no pesara nada.

No presenció al hombre que irrumpió en el cuarto y acabó con Abia, tampoco supo por qué era arrastrada con violencia a algún lugar. Sugar no puso resistencia, el aturdimiento y dolor en el cuerpo no lo permitieron.

—Te llevaré con tu padre, Edna.

Escuchó a alguien decir antes de que perdiera la consciencia por completo.

El zarandeo del camino provocó que Sugar despertara, pero de inmediato se cubrió la cara con las manos ante los molestos rayos de sol que se colaban por las ramas de los árboles. Estaba en la parte trasera de un vehículo, al lado de un tipo robusto que no conocía, y había dos más en el volante y copiloto.

Reconoció las altas palmeras de la entrada que llevaba a la mansión Conti. Un lugar apartado, amplio, lleno de vegetación y bien resguardado. Las esculturas  por doquier reflejaban el amor por ese arte de su dueño, así como cada detalle de los jardines.

El corazón de Sugar empezó a latir con fuerza ante la realización de lo que había sucedido. Pensó que esos hombres acabarían con ella, pero estaba pasando algo mucho peor.

Pensó en Anker.

¿Acaso él sabía lo que había ocurrido?

El auto se detuvo frente a una fuente enorme que simulaba un león rugiendo. Vehículos de todos los tamaños y marcas estaban esparcidos en los alrededores, indicio de que había personas reunidas con su padre.

—Señorita —dijo uno de los hombres cuando le abrió la puerta.

Sugar titubeó y no hizo ningún intento de salir del auto. El temor a lo que se podría encontrar la tenía sudando frío. La mente se le llenó de recuerdos, del porqué se había escapado de las garras de su progenitor.

—¿Es mi hija? —preguntó una señora que salió de la casa casi corriendo.

Estaba vestida con ropa elegante negra, el cabello oscuro recogido en un moño rodeado de pinzas doradas. Su aspecto era intimidante y tenía la mirada dura.

—¡Oh, Edna! —exclamó en cuanto la vio hecha un ovillo, aún en los asientos.

Eso no impidió que Dilia se introdujera y abrazara a su hija. A pesar de la aflicción que mostraba, de sus ojos no brotaron ni una sola lágrima.

—Mamá...

—Pensé que te había perdido —la interrumpió a la par que le agarraba la cara con fuerza.

A Sugar le molestó la manera en que le tocó, como siempre sucedía después de que despertó del coma. Se trataba de su madre y debía quererla, pero no lo lograba. Había algo en Dilia que rechazaba, igual que en su progenitor.

—Rápido, entremos a la casa —prosiguió la señora mientras la halaba por un brazo—. Debes ducharte y vestirte de acuerdo con la ocasión, es el velatorio de Ginio.

—¿Qué...?

—Tu hermano fue vilmente asesinado anoche, querida Edna.

La voz de Dilia se rompió y se cubrió el rostro con las manos.

Sugar cedió a lo que había pedido, salió del auto tras ella y la siguió hacia la entrada de la casa. Mientras avanzaban, miró alrededor como si hubiese sido la primera vez.

El techo alto, paredes llenas de cuadros y las grandes lámparas le dieron la bienvenida. Las cortinas eran finísimas al igual que cada lujo que se encontraba allí.

—Tienes mucho qué explicarle a tu padre, Edna —dijo una vez abrió la puerta de la habitación—. Te esperamos en el salón de conferencias. Te doy media hora —dicho eso, se retiró.

Sugar se quedó paralizada en el umbral, mirando cada detalle del cuarto en el que se encontraba. Un sentimiento de abandono la llenó de la misma manera que el miedo a lo que iba a ocurrir en lo adelante.

Había huido de ese lugar el día de su boda.

Sabía que sería blanco de la ira de su padre, de los socios y de toda la familia. Peor aún, la obligarían a casarse con un tipo horrendo por negocios.

Titubeante, dio pasos hacia el centro. Nada de lo que estaba ahí le parecía suyo, se sentía en medio de una jaula espaciosa con apariencia de comodidad.

«Este no es mi sitio», pensó al momento en que abrió el armario y le pasó los dedos a las telas.

—¿Necesitas ayuda?

Se dio la vuelta ante la voz grave. Una señora mayor, bajita, de cabello gris recogido en una trenza larga la miraba. Le brindó una sonrisa amable mientras se le acercó y llevó una mano callosa a la cara de Sugar.

—Nana...

—No creí que habías regresado, todos te dábamos por muerta.

—Estoy bien.

—¿Segura? —preguntó a la vez que le agarró las manos entre las suyas—. Hay algo que ha cambiado en ti, lo siento.

Sugar agachó la cabeza, no sabía qué responder a eso ni tampoco podía ponerle nombre a lo que sentía.

La mayoría del tiempo había tenido la sensación de no pertenecer en ningún lugar, sus memorias estaban limitadas y solo vivía con las referencias que se encargaron de inculcarles.

—No los hagas esperar —alentó la nana mientras señalaba la puerta que daba al baño.

Ella hizo caso, de manera automática y sin rechistar. Entró a la ducha y se despojó del vestido que le había conseguido Abia.

Con la mente apagada se aseó y cambió a una ropa elegante y fina. El pelo rubio caía a los lados de su cara, húmedo y en suaves ondas.

Tal como había dicho, Dilia tocó la puerta del cuarto media hora después. No aprobó la manera en que estaba peinada, pero lo dejó pasar. La agarró por un brazo y la condujo hacia el lugar donde estaban reunidos.

El salón simulaba un auditorio. Todas las sillas estaban ocupadas y en el centro yacía el ataúd de su hermano, rodeado de grandes arreglos de flores.

Un silencio sepulcral invadió el sitio cuando Sugar avanzó junto a su madre. Solo se escuchaban los tacones de la mayor, quien sujetaba a su hija como si se fuese a escapar en cualquier momento.

Conti se puso de pie ante las mujeres que se habían detenido frente a su presencia. Con una mirada soberbia, tomó la mano de Sugar y asintió a su esposa.

Nadie dijo nada, pero no despegaba los ojos de él que guiaba a su hija cerca del ataúd.

—Temo que la desgracia nos ha visitado, dulce Edna —dijo cuando se detuvo en la cabecera del muerto.

Sugar no podía emitir ninguna palabra, el terror le impedía respirar con normalidad. La manera en que él la sujetaba era un indicio de que estaba en problemas.

Miró a su hermano, el cabello rubio como el de ella no había perdido su brillo.

Ginio fue con el único que se sentía a gusto. Quizás por la inocencia que desprendía y por lo parecidos que eran. 

Una a una, las lágrimas bajaron por sus mejillas ante el dolor de la pérdida.

—Lo lamento —dijo con la voz entrecortada.

—No es suficiente, Edna. Necesitamos venganza, acabaré con el responsable de esto.

Más que una afirmación, fue una promesa y ella, por primera vez en su vida, estuvo de acuerdo con su padre.

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