Cuatro
«¿Por qué los humanos se comprometen con cosas que no pueden cumplir?».
Contra todo pronóstico, la mañana siguiente estuvo soleada. Anker se levantó muy temprano y se dirigió con Numus, la mascota de su fenecido padre, a buscar la camioneta que había dejado varada.
En el trayecto, no dejó de pensar en la chica rubia que había acostado en la cama de Ángel. Se recriminó lo benevolente que fue con esa extraña al salvarla de la muerte y cómo se aseguró de que estuviese cómoda mientras dormía.
Fue una mala idea, y solo reafirmó lo que tanto le decía su padre.
Las enseñanzas de Arthur aún vivían y tenían el poder de cambiar el rumbo de sus decisiones. Algo muy perjudicial para Anker.
Eso lo comprobó cuando llegó a donde estaba el vehículo. Abrió la puerta de copiloto para que el perro entrara y se quedó paralizado con los ojos puestos en un punto en específico. Más adelante, yacía en el piso el vestido blanco de la joven.
Los ladridos de Numus lo distrajeron por unos segundos, pero de inmediato regresó la vista a la pila de trapos. Como si hubiese sido movido por alguien más, se acercó y agarró la prenda.
Anker había cometido muchos errores en menos de veinticuatro horas; sin embargo, revisar un mini bolso que había entre las telas fue el peor de ellos.
Encontró dinero, llaves y algunas tarjetas de identificación de la chica.
«Sugar Edna Conti».
Tuvo que leer varias veces porque no podía creer la mala jugada que le había hecho el destino. Su mente no concibió que ayudó a la hija del hombre que más odiaba, y del que esperaba vengarse.
No, debía vengarse.
Ese fue el trato, le concedieron volver para acabar con la vida de sus enemigos, familiares y allegados. Pero Anker salvó a una de las personas que debía destruir, la cuidó y le dejó dinero sobre la cama donde ella había dormido para que desapareciera.
La ira colmó su sistema de tal forma que resopló como si se trataba de un toro salvaje. A pasos rápidos, se subió en la camioneta, donde ya estaba el animal esperándolo, y manejó a una velocidad temeraria.
A su entender, no fue casualidad que se encontrara con la chica ni que hubiese actuado como lo hizo.
Se detuvo en la entrada de la casa y, antes de salir del vehículo, agarró una navaja larga que tenía guardada en la guantera. Sintió un mar de sensaciones y oleadas de placer al momento en que entró a la casa, silencioso.
No obstante, un aroma a café recién hecho lo aturdió. Escondió la mano que llevaba el arma detrás de su espalda y caminó como si fuese un fantasma hacia la cocina.
La joven tarareaba una canción mientras ponía dos tazas humeantes sobre la mesa. Llevaba un camisón enorme que se encontró en uno de los cajones del cuarto donde amaneció.
A pesar de lo confundida que se puso cuando vio varias pilas de dinero a su lado en la cama, salió a husmear cada rincón de la cabaña y no pudo evitar preparar algo que contrarrestara la pesadez que sentía.
Estaba tan concentrada en recordar las estrofas que no se percató del hombre que la acechaba como si fuese un oso hambriento, listo para atacar a su presa.
Anker se detuvo a observarla por unos segundos hasta que ella se dio cuenta de que estaba ahí.
—Preparé café, ¿cómo te gusta? —preguntó enérgica.
Eran como la noche y el día, la oscuridad eterna de un lado y los rayos de sol del otro.
Kabana se mantuvo en silencio mientras avanzaba hacia ella sin quitarle los ojos de encima.
—¿Cuál es tu nombre?
—Sugar...
—Sigue —demandó, deteniéndose muy cerca de ella.
La indecisión que vio en sus ojos acaramelados le pareció patética y divertida.
Sugar, por su parte, tembló de arriba abajo. Un escalofrío se apoderó de ella al momento en que percibió la vibra extraña que emanaba de él. Había algo en su porte y mirada que le daba terror.
Pese a todas esas sensaciones, pudo apreciar el azul profundo en sus orbes, lo que le permitían las hebras oscuras que le caían por la frente.
Le llamó la atención la piel clarísima, demasiada pálida, y la manera en que él apretaba la mandíbula.
—Ya lo sabes, ¿no?
—¿Qué es lo que sé?
—Quién soy yo, ¿te enviaron a matarme?
Una risa malévola brotó de la garganta de Anker por lo equivocada que estaba.
—Debiste irte cuando tuviste la oportunidad.
En un movimiento rápido, la atrapó contra su pecho y puso la navaja en el cuello de la chica. La maniobra que hizo provocó que ella le agarrara los brazos salpicados de tinta.
Sugar respiraba con dificultad y los ojos se le nublaron por las lágrimas contenidas.
—Me harás un favor.
A pesar de esas palabras, Anker sintió el miedo que ella tenía. Desde su ángulo, pudo apreciar lo brilloso que tenía el pelo y percibió ese olor peculiar que le desagradaba.
El pecho de Sugar subía y bajaba incontrolable. La desesperación la llevó a emitir un quejido extraño, el cual incitó a Anker a apretar la hoja afilada contra su piel.
—No soy un títere de tu papá ni estoy cumpliendo órdenes de nadie -dijo mientras apreciaba el hilo de sangre que empezaba a salir del cuello de ella.
Sugar se quedó quieta, cerró los ojos y no emitió ningún sonido. No comprendió sus palabras ni por qué el calor era insoportable. Sintió que llamas abrasivas la arropaban con la intención de consumirla.
Anker empezó a escuchar voces que lo alentaban a acabar lo que había empezado. Sería tan fácil, pues la piel de ella era suave al tacto, como cortar una barra de mantequilla con un cuchillo ardiente.
No obstante, la mano no cedió. Su mente empezó a maquinar cosas que la involucraban y la posibilidad de que le serviría más viva que muerta.
Sería una ganga para sus enemigos desaparecerla, poco doloroso. Tenía que utilizarla para dañar a ese hombre casi de la misma manera en que lo hizo con él.
Sugar cayó al piso de golpe cuando Anker la dejó libre. Se agarró el cuello con manos temblorosas y se arrastró lejos de él con el pánico dibujado en sus facciones.
—¿Crees en las coincidencias? —preguntó mientras avanzaba a pasos lentos.
Sugar asintió frenética, incapaz de emitir algún sonido.
—Yo no, mucho menos en las casualidades.
Se sentó en el piso al lado de ella, quien estaba hecha un ovillo, y le tocó los mechones rubios que le bajaban por el hombro.
—¿Qué quieres de mí? —inquirió bajito, casi inaudible.
—Me ayudarás a lograr mi cometido.
A pesar de no saber qué en realidad significaba lo que él había dicho, Sugar aceptó. En ese instante, Anker tampoco tuvo claras las consecuencias que acarrearía por sus decisiones.
Fue un pacto silencioso, el inicio de una condena que se había perpetuado en ambos.
Otro error que le saldría caro más adelante.
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