Prueba de esfuerzo.
Llego quince minutos antes de la cita. Una enfermera recoge los volantes y entrego el mío.
Debo esperar hasta las 8.45, media hora después de llegar y un cuarto después de la hora citada.
Mientras me pone los parches en el pecho, me explica que la cinta cada tres minutos aumentará la velocidad y la pendiente. Que le cuente cualquier molestia o problema.
Me subo a la cinta. Me coloca el tensiómetro en el brazo derecho y un cinturón con un aparato del que salen varios cables que enchufa a los parches. Me toma la tensión, pero no me la dice.
Me avisa que me va a tomar un electrocardiograma sin movimiento y después que la cinta se pone en funcionamiento. Está plana y la velocidad es lenta.
Quince segundos antes me avisa que la velocidad aumenta y sube la pendiente. El ritmo es el mío habitual cuando no tengo prisa.
Pasan otros tres minutos y el ritmo empieza a ser rápido, aunque yo puedo ir más aún.
Sólo llevo siete minutos en la cinta cuando se para. El rostro de la enfermera muestra su decepción y no dice nada, reprime una exclamación. Sale de la habitación.
Vuelve con una doctora, examinan los papeles y la doctora dictamina que no es necesario repetirla porque tengo que pasar por rehabilitación y tendré que hacer de nuevo esta prueba. La enfermera como experta asegura que yo podría haber llegado a doce minutos.
Yo, que iba preparado para hacer un gran esfuerzo, me encuentro con que sólo he hecho un ligero paseo.
Continuará.
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