▬▬▬ chapter twenty nine

  《 capítulo vigésimo noveno ━━ retajos 》

⠀⠀⠀⠀⠀La semana fue un remolino inexacto y agotador. Reuniones, llamadas, preparativos, desveladas, visitas, recibimientos; esas eran una de las variadas cosas que tuvo que hacer en un corto periodo de tiempo y a diario. Podía decir con facilidad que esa había sido una de sus peores semanas de trabajo, ubicándose en un puesto muy elevado, pero, en definitiva, no se acercaba en lo absoluto a la que era la más horrible de todas.

     Lo bueno era que el sufrimiento no iba a ser eterno pese a que se sintiera como tal. Tras esos cinco días cargados de suplicio, el reposo aguardaría por ella, aunque sea por un breve lapso de tiempo; además, en su cuenta bancaria, un bono llegó oportunamente de parte de su jefe como recompensa por su arduo trabajo. Puede que no fuera un aumento, pero era una beneficiosa paga extra que le sumaba bien a sus gastos.

    Al finalizar ese abrumador día viernes, Uriel se sumió en la conformidad del reposo. Se permitió dormir por horas de más como no se había permitido hacer de manera apropiada durante esos cansinos días; su alarma matutina tuvo un grato descanso. La mañana del sábado siguiente fue evitada por completo y apenas tuvo la noción del día cuando era la hora del almuerzo. Renovada, descansada y libre de deberes, Uriel decidió librarse de la mayor parte de sus responsabilidades y ser libre ante la tranquilidad. Planeó pedir comida y completar su alimento de la noche con algo de poca dificultad de elaboración para poder dedicarse una tarde llena de pereza que tanto merecía; a fin de cuentas, ella trabajaba para eso.

     Sin embargo, las cosas que planificada en su estadía en Japón no salían exactamente al pie de la letra como antes llegó a acostumbrar. Cuando Uriel recién había ordenado lo que sería su almuerzo y parte de la cena, el timbre de su móvil resonó en la habitación con ese pitido anticlimático que alertaba sus oídos. Se sentó en la cómoda cama, estirándose perezosamente mientras visualizaba la pantalla. “Osamu Dazai” era el nombre que se mostraba en la llamada entrante.

     —Osamu, grato escucharlo —contestó la llamada, escuchando el bullicio matutino al otro lado de la línea.

     —Señorita Uriel, suena algo animada —le comentó como saludo inicial, haciendo sonreír a la dama.

     —¿Es así? No me he percatado —añadió, tomando una pequeña pausa—. Aunque debo preguntar qué se le ofrece.

     Tenía que ser sincera, una llamada de parte de él no era gratuita con precisión. Siempre había un interés detrás de sus llamadas, una motivación arcana que influía en esa acción. Del otro lado de la línea, ella pudo escuchar el suspiro ofendido de parte de él. Casi podía imaginar el ceño fruncido que comprendía su expresión en ese momento, queriendo reírse tan solo por eso.

     —Usted tiene muy mala imagen de mí —le reprochó casi con amarga burla—. Ya que piensa tan mal de mí, voy a tener que hacer honor e ir a invadir su apartamento.

     La sueca dejó de sonreír en ese instante; había caído de lleno en su pequeña trampa descarada.

     —Osamu-.

     —No, no, no. Ya me obligó a decidir.

     Con esas palabras la interrumpió, pero no solo eso, sino que la llamada finalizó de inmediato. Uriel suspiró con pesadez tras procesar, sonriendo al final como residuo de una pequeña risa insonora. Miró la hora, tumbándose con flojera en la cama. Ahora esperaba por dos cosas: su comida y la visita de Dazai. 

     Sus planes de una tarde sola sufrieron una metamorfosis por completo. Aproximadamente una hora y media después de la tramposa llamada, Dazai se presentó en la residencia con rostro inmaculado. Uriel lo dejó pasar tras jugar un poco con él; había decidido dejarlo cinco minutos afuera como pequeña venganza. Le ofreció el resto de la comida que había pedido —y lo que se suponía que sería parte de su cena—, sin esperar ver su grata expresión de alegría al notar que había cangrejo en la comida. Jamás había esperado que él tuviera un gusto tan desarrollado hacia este.

     Su tarde pasó de ser una tranquila y silenciosa a una más dinámica y entretenida. No se quejaba. El hombre castaño la hacía olvidar con facilidad el estrés de los días previos.

     —Espero sepa que yo en ningún momento tenía planeado esto.

     Uriel comentó, apuntándolo con un cucharón de madera antes de ponerse atenta a lo que hacía en la cocina. Dazai refunfuñó, gesticulando exageradas protestas y justificaciones que no lo salvarían esta vez, pues Uriel lo había puesto a cortar algunas cosas bajo la amenaza de que no le daría de cenar si no colaboraba. «Estoy en mis días de descanso. Si no ayudas, no comes» fue lo que le había dicho.

     —No hubiera pasado si no hubiera pensado tan mal de mí. ¡Es culpa suya! —afirmó, bajando el cuchillo con fuerza al picar una papa en dos.

      —Sí, sí. Corte más rápido.

     Dazai mantuvo una firme cara de ofendido, victimizándose en murmullos bajos, pero sin dejar de hacer la sencilla tarea de cortar; el manejo del cuchillo siempre se le ha dado bien.

     Al cabo de un rato, la comida se hallaba servida sobre la cómoda barra de la cocina. Dazai, como la mayoría de las veces en las que era catador de la comida de Uriel, no lograba identificar el plato. No había que ser muy listo como para dar por sentado que era otra elaboración sueca. La mujer fue la primera en comer tras juntar sus palmas un instante, siendo seguida en poco tiempo por el aprovechado hombre.

     En medio de la cena, Uriel notó cómo el teléfono de Dazai vibraba sobre la barra. En la diminuta pantalla del dispositivo, un mensaje de Kunikida apareció. «¿Te moriste de una vez? Recuerda que tienes trabajo que hacer».

     —¿Escapándose del trabajo otra vez? —preguntó tras leer la amenaza que le había llegado en otro mensaje.

     Osamu no tardó en recoger su móvil, alejándolo de la curiosa mirada de la extranjera, aunque él bien sabía que eso ya no era útil, solo lo hacía por el compromiso con su máscara.

     —Me perdí de camino a mi suicidio y luego tuve el compromiso de visitarla —se excusó pobremente, haciendo uso de la despreocupación y el descaro.

     Laleh arqueó una ceja, acostumbrada a la forma de ser del hombre, siendo uno mismo con su acto. Ella negó con la cabeza de una manera suave y casi sarcástica.

     —¿Por qué no regresa a la agencia? —preguntó, bebiendo de su vaso con agua, mirándolo de reojo.

     —Verá, es que me siento mejor con usted.

     La dama sueca sintió el agua estancarse en su garganta al momento de escuchar tal cosa. Sus ojos azules, cegados en una ilusión por la carencia de luz, se ampliaron un poco debido a la impresión ocasionada, parpadeando un par de veces como si eso le fuera a asegurar lo que había escuchado.

     —Aparte, fallé en encontrar una vacante y un buen lugar de suicidio hoy —completó tras un breve instante, funcionando como un pequeño remate.

     La mujer sueca tan solo rio por lo bajo, bebiendo otro poco de agua, quedando en su interior el sentimiento de impresión que fue atraído en un corto instante y no tardó en quedarse allí aun cuando intentó alejarlo.

     —Definitivamente, usted es impredecible… Ni siquiera yo puedo con tanto.

     El hombre de cabellos avellanos sonrió con cierta gracia que solo la maestría del descaro podía realizar. Fingió ser risueño, ignorante de lo que había provocado, como si en sus acciones no existiera ni por asomo algún grado de malicia. Las caras que él llegaba a interpretar a veces resultaban ser adversas en todo sentido a lo que él era. A sabiendas de ello, le divertía tratar de adivinar qué se escondía en su mente pese a poder hacer uso de su habilidad. En situaciones de relajo, llenas de casualidad y fuerte comodidad, no le gustaba verse en la necesidad de recordar cómo emplear el don que hacía de sus ojos ciegos. Había cierto grado de confidencialidad que deseaba guardar, teniéndole cierto respeto —por no decir temor— a lo que se hallaba fuera de su comprensión. 

      No se consideraba cobarde, pero la prudencia a veces era necesaria.

     Tras un breve silencio entre ambos en lo que Uriel recogía y lavaba los platos, Dazai carraspeó la garganta, anunciando de forma innecesaria que iba a quebrar el mutismo establecido. 

     —Parece que ya se acostumbró a mis manías suicidas. Ni un reproche.

     —Se equivoca. Solo me hice con la idea de que no lo va a hacer —confesó con simpleza, colocando agua a hervir—. Haré café, ¿lo quiere negro o con leche?

     —Negro está bien —respondió, teniendo muy en cuenta sus prioridades—. ¡Pero! No puedo tomar tal ofensa en la que niega mi alma dedicada a la pureza del anhelado suicidio.

     Laleh lo miró por sobre su hombro, observando a duras penas sus gestos irónicos. Siempre afianzaba sus palabras mediante la gesticulación, como si en verdad lo necesitara para hacer verosímiles las oraciones que salían de su profana boca.

     —No lo invalido de ningún modo, Osamu. He visto muy bien la agonía que hay en sus ojos. Se lo he llegado a decir, incluso. —Tomó una pausa, comenzando a colar el café—. Solo sé que no lo hará en estos momentos.

     El hombre calló durante ese instante, como si las palabras de Uriel tuvieran un peso mayor de lo esperado. Su semblante se convirtió en uno serio, aprovechando la libertad que ella le daba al estar de espaldas. No le cabía duda de que ella conocía lo que se hallaba bajo la máscara desde antes de su íntimo encuentro en Lupin.

     Le provocaba náuseas. Si alguien más descubriera la lobreguez tras la máscara de bufón, existía el peligro de que reconocieran su verdadera naturaleza y la tomaran como una bufonada más. Eso sería lo más horrible que le pudiera suceder.

     En esa máscara plasma a su verdadera naturaleza, que mantenía oculta en lo más profunda de su corazón. En la superficie se reía alegremente y hacía reír a los demás; pero, en realidad, era así de sombrío.

     Osamu Dazai no era más que retajos de viejas máscaras que formaban un rostro nuevo.

     —Señorita Uriel —la llamó, entonando el mismo tono de siempre, mas su aura se hallaba impregnada las enigmas de la melancolía. A cambio, solo recibió un pequeño tarareo, prueba suficiente de que lo escuchaba con mucha atención—. ¿Alguna vez conoció a otro suicida?

     Esta vez fue la mujer la que invitó al silencio presentarse entre ellos. Por breves segundos de percepción eterna, lo único que se escuchaba era el chorro de café llenar la figura de porcelana.

     —Sí. —El simple monosílabo funcionó como premisa y a la vez como sentencia—. ¿Por qué la pregunta?

     —Curiosidad… ¿Qué le pasó? 

     Su tono, disfrazado o no, mostraba un grado de palpable intriga, sumido en la espera por una respuesta.

     —Murió.

     Sus ojos avellana no abandonaron en ninguna oportunidad la espalda de la mujer; seguía sus movimientos, incluso el más mínimo. Destacó cómo finalizaba el proceso de servir café, contemplándola en un silencio paciente; se dio cuenta de la manera en la que ella ya había memorizado sus gustos después de tantas veces compartiendo, pues le había colocado la cantidad de azúcar que a él le agradaba.

     La dama dio media vuelta, dejando las tazas en la superficie, tomando asiento frente a él, dando una visión expuesta del rostro del otro; un contacto visual sincero y con cierta intimidad desarrollada por el aura nostálgica que rodeaba a ambos por igual en ese pequeño espacio en el que se hallaban.

     —Fue mi pareja —inició con palabras contundentes, mirándolo con una sonrisa ligera que mostraba su honestidad—. Se suicidó en la crueldad del invierno, cerca de diciembre debido a un adelanto de la estación, cuando yo estaba en un viaje laboral. Murió congelado —explicó de forma básica, tomando un sorbo del café que tanto disfrutaba.

     Osamu se congeló también una vez escuchó lo dicho. No esperaba tal cercanía, tampoco que ella se lo contara con tanta facilidad y calma, mas no le sorprendía demasiado; podría decir que una parte de él esperaba esa forma de ser de ella. Él imitó su acción, bebiendo el líquido negro que tan bien se le daba hacer.

     —Imaginaba un vínculo, pero créame que no uno tan personal —dijo con franqueza, abordando el tema al mismo compás que ella marcaba.

     —Yo tampoco lo esperaría siendo usted —comentó con algo de humor filtrándose en su tono de voz—. Fue inesperado, pero, en cierta parte, puedo empatizar con su motivación. No sé si lo sepa, pero el invierno llega a ser preocupante para la mente en países de extremo frío como el mío. La falta de luz y la soledad llega a afectar a más de uno…, a él le afectó.

     La taza de suicidio de Suecia se hallaba en incremento durante cada invierno, esos donde el sol tarda en salir y el encierro helado altera a más de uno que ya esté arrastrando problemas; él había estado arrastrando problemas. Su antigua pareja había sido débil al invierno. Los rechazos de Uriel y sus discrepancias —las cuales ella no consideraba discusiones debido a lo nimias que fueron en su momento—, la muerte de su amada madre y afrontar los días sin sol en la era de la soledad lo consumieron. Todo le tomó en mal momento.

     Se llevaba bien con él. Lo había conocido en las últimas semanas de su anterior trabajo como barista en un modesto café concurrido —motivo por el cual se le daba tan bien prepararlo—. Pasados los meses, estambraron una relación amena en su inicio, mas poco después se le haría agobiante. Él fue un hombre joven, tierno, carente de malicia con el que era fácil de llevarse bien; empero, las cosas poco a poco se salían de las tolerancias de Uriel cuando comenzaba a ser dependiente…, al punto en el que Uriel llevó el susto de llegar a ver en sus ojos el absurdo deseo del matrimonio.

     La primera vez que él le comentó la idea, ella fingió no saberlo, pero sintió y mostró rechazo de inmediato.

     «—Escucha siquiera lo que estás diciendo. Apenas son pocos meses. Tómalo con calma.»

     El rechazo no venía tan solo por lo ridícula que se la hacía la idea de un matrimonio —algo demasiado delicado, comprometedor y atesorado como para tomarlo a la ligera— con alguien con quien apenas comenzaba a convivir íntimamente y ni siquiera vivían juntos. No, no venía solo de eso. Su origen se hallaba en lo que sus ojos mostraban cada vez que lo pensaba; casarse para estar cerca de ella en un sentido más dependiente que amoroso, aunque, si le preguntaban, ella nunca vio algún atisbo que encajara en «amoroso».

     Trató de hacerle cambiar esa agobiante forma de pensar y corregirle esas actitudes que la asfixiaban. No obstante, se hastió tras no ver resultados durante un tiempo y se vio decidida a darle un fin a esa relación sin futuro. Por desgracia, la madre del muchacho murió en un accidente automovilístico en ese lapso de tiempo, dejando al muchacho con un profundo dolor propio del luto y a ella en la imposibilidad de cortar lazos. La pena de su situación le generaba empatía en suficientes medidas como para callar por respeto.

     La muerte de la madre ocurrió en septiembre, una fecha bastante cercana al invierno. Laleh respetó al muchacho deprimido, al menos hasta que tuvo que viajar a Rusia por trabajo de su buen amigo ministro. La dama era un ser de comprensión y paciencia, por lo que atendía los mensajes decadentes que él le mandaba en la distancia gélida. No obstante, tras un particular «buenas noches», dejó de recibir mensajes y llamadas durante una semana, sin respuesta a ninguna de las preocupaciones que ella le mandaba. Así mismo, tampoco es que podía mostrarse muy dedicada debido a la explotación del trabajo. Se perdía en los papeles y el desorden que se desarrolló en Rusia.

     No necesitó mucho para recibir una llamada de su padre, anunciándole nervioso la abrupta muerte del muchacho. A Uriel se le cayó el ánimo en ese instante y con él un atisbo minúsculo de falta en su cabeza. Sí, quería acabar con el asfixiante vínculo íntimo, mas eso no mermaba su impresión por un repentino suicidio, la muerte inesperada de alguien cercano.

     Fueron unos días desesperantes en los que tuvo que arruinar un itinerario de semanas de meticulosa planificación al viajar de emergencia a Suecia para presentar sus respetos. Había sido agotador para Uriel en más de un sentido, además de inesperado, pues nunca miró en los ojos de él alguna señal de que en su interior estaba plantada la semilla de una voluntad podrida y desganada de querer abandonar este mundo. 

     Han pasado sus buenos años después del suceso, habiéndose adaptado por completo al hecho. “Algo inevitable”, era como lo catalogaba, un suceso que escapaba de sus manos y su comprensión; una mancha de su pasado que nunca podría limpiarse del todo.

     Uriel miró a Osamu tras un pequeño momento de reminiscencia. Tomó un largo trago de su taza de café, degustando el sabor y disfrutando del calor que la taza y el líquido le transmitía. Ambos abrazados a esa cómoda atmósfera de melancolía que estaba arraigada a ella.

     —Si le soy sincero, puedo imaginarlo a la perfección —pronunció suavemente, continuando con el diálogo de segundos previos—. Usted a veces no resulta tan predecible como usted podría pensar.

     Dazai le recriminó mediante la burla, recordando todas las veces en las que ella le dijo eso mismo, siendo curioso cuando, a veces, ella resultaba ser inefable para él. El sentimiento llegaba a ser mutuo en diferentes medidas, siendo entretenido para ambos. Dazai aprendió que no era tan descabellado atribuirle un rasgo tan fuera de lo común a Uriel.

     —¿Le parece que es así? —le cuestionó entre pequeñas risas, logrando entender lo que la ironía de su forma de hablar le quería transmitir—… Si lo dice usted, por algo será.

     Su murmullo fue suave, dejando ir la sensación amistosa que se había instalado en ellos. Uriel miró con una sonrisa al hombre, pensando de forma seria en su insinuación. Sí, en definitiva, ella llegaba a ser impredecible en medio de su simpleza. Empatizaba profundamente con la idea de que, en realidad, ninguno de los dos era tan ajeno al otro.

     Puede que no era fiel creyente o santa de devoción, pero, sin duda, quería creer con toda su fe en esa idea.

     —Bueno, ya que le he ofrecido cena y demás aperitivos a mi, para nada inoportuna y descarada, visita, me gustaría preguntarle qué hará a continuación.

     El hombre le dedicó una mirada, sonriendo mientras pestañeaba unas cuantas veces, tratando de parecer risueño con la apariencia gentil del movimiento de sus claras pestañas.

     —Ya que amablemente lo pregunta, me ahorra la vergüenza de tener que pedírselo por mi cuenta. —Esas palabras llenas de decoro tan solo eran la premisa del sinvergüenza—. ¿Podría quedarme hoy?

     Lo esperó, ciertamente, en su interior aguardaba por esas palabras. Los ojos de Dazai y Uriel se encontraron por unos instantes. Puede que él no tuviera tanta expansión como la extranjera al leer miradas, pero, sin duda, podía ver en la de ella ese reflejo burlón.

     —¿No tenía usted guardia en la agencia? Kunikida se enojará mucho si llega a enterarse de que se está escapando…, otra vez.

     El japonés negó un par de veces, fingiendo terror absoluto en tan simple gesto.

     —No sea cruel, señorita, le juro que he tenido una semana muy productiva.

     La mujer alzó una ceja mientras aguantaba las ganas de reír; le parecía algo descabellada tal posibilidad, mas no era quien para negarla. Uriel, desde un inicio, puso total confianza en el veredicto de Dazai pese a las inconsistencias.

     —Está bien, le creo. Lo ayudaré ya que lo pide así.

     No era primera vez que le pasaba, pero Osamu sintió, una vez más, que estaba pactando con un ser casi mefistofélico.

⠀⠀⠀⠀⠀¡Buenas! Supongo que realmente no esperaban la actualización como la había prometido, pero, hey, acá está. Espero poder seguir así.

⠀⠀⠀⠀⠀Dato curioso: los dos párrafos que están en cursivas son extraídas de Indigno de ser humano, solo que con algunas modificaciones de persona para que coincida con mi narrador.

⠀⠀⠀⠀⠀¡En fin! Hasta otro viernes.

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