▬▬▬ chapter twenty four
《 capítulo vigésimo cuarto ━━ Manifestación 》
El café parecía un remedio milagroso, capaz de reponer el ánimo y la energía de cierta mujer extranjera cada vez que lo consumía. Uriel no podía imaginar su día a día sin su habitual taza de café, siendo motivos suficientes para que acabara en el café Uzumaki cuando se hallaba desprovista de labores, justo como ese día.
Apenas había acabado su última bebida, habiendo consumido un total de tres. Dejó el dinero correspondiente sobre la mesa y se dispuso a retirarse. Era la última cliente del día.
Afuera la recibió el movimiento abundante de la calle debido a la hora libre en los horarios laborales; había demasiados autos y diversas personas yendo de un lado a otro.
La sueca inició su caminata, con planes de ir a su hogar y descansar de un día agitado de trabajo, quizás revisar unos documentos pendientes, adelantar ciertas cosas y preparar una cena más elaborada de lo usual; pero al pasar por la entrada del rojo edificio en el que trabajaba, esos planes se fueron quebrando debido a la presencia de Dazai.
—¡Señorita Uriel! —exclamó como un saludo informal, muy característico de él—. ¿Ha salido del café.
La dama asintió, mostrando una pequeña sonrisa.
—Estaba tomando un café —contestó aún sabiendo que era demasiado obvio para cualquiera que le haya puesto atención.
Dándose cuenta de que comenzaban a estorbar en medio de la acera, Osamu comenzó a andar a paso tranquilo, siendo seguido por Uriel de manera casi que instintiva.
—¡Ah! Con razón tiene una mancha en el labio —anunció jocoso.
La mujer no tardó en llevar una de sus manos a la zona, palpando con la yema de sus dedos en busca de algún indicio de humedad o mancha. Empero, la risa de Dazai fue suficiente como para interrumpirla.
—Era una broma.
Uriel bajó su mano sin esperar más, observando a su compañero con sorna mientras una sonrisa decoraba su expresión. Estaba bastante lejos de sentir irritación o molestia.
—A estas alturas, debí haberlo esperado —costestó, escuchando las risas del hombre.
—Usted lo dijo, debió —habló, teniendo aún ese tono burlesco.
—Quizá a la próxima no caiga.
Dazai la miró con diversión, metiendo sus manos en los bolsillos de su gabardina, encogiéndose de hombros.
—¿Quizás? Entonces no está segura.
—Es que de usted no puedo esperar cualquier cosa. Comprenderá usted que me es complicado asegurar algo.
A pesar de la veracidad de sus palabras, él no evitaba pensar en lo irónico y absurdo que era eso. Ella podía leer intrusivamente sus pensamientos y predecir acciones como esas si él no manipulaba sus pensamientos; sin embargo, la mujer no hacía ningún atisbo de intentar tales cosas, y en caso de que sí lo hiciera, quedaría como un conocimiento nulo que puede que nunca saldría de sus labios.
No importa cuántas veces pasaran, podía jurar que ella sabía más cosas de él de los que estaba consciente. Conocimiento desconocido que podía poner ansioso a cualquiera, debido a que Uriel era una mujer que conectaba con el gobierno de maneras en las que él no podía señalar límites.
A diferencia de Dazai, Uriel no se distrajo con sus pensamientos, sino con los detalles de la calle. Detallaba árboles, locales y rostros que probablemente nunca en su vida volvería a ver, indagando en ellos en los pocos segundos que duraba su azulina mirada sobre ellos, como una pequeña costumbre que no pasaba, por lo regular, de eso.
Entre ese mar de personas, pudo notar uno océlos verdes, menguados por la angustia y el nerviosismo.
—Pobrecilla —murmuró Uriel, desviando su mirada, entrelazando sus propios dedos en su regazo.
Osamu, extrañado por su repentino comentario, le prestó atención, encontrando en los labios de ella una sonrisa llena de pesar.
—¿Quién?
—Una mujer que acaba de pasar —contestó tras suspirar—. La han despedido de su trabajo y sus padres están decepcionados de ella. Supongo que ya sabe lo que viene después.
El varón sintió cierta presión por lo dicho, mas no dejó ir sus aires joviales y despreocupados en ningún momento.
—¿Se la pasa viendo por la calle lo que le pasa a la gente? —preguntó, entonando sorna en sus cuerdas vocales.
—A veces —confesó sin más, sin vergüenza que la limitara—. Es un reflejo más que nada, muchos rostros, diversas situaciones. Verlas en masa es apreciar la variedad de emociones reunidas en un mismo punto; puedo ver felicidad y luego tristeza; amor y desamor; odio y esperanza; placer y culpa. No hay una manera fija de describir tantas variantes.
—Tiene pasatiempos extraños —murmuró sin quitar sus avellanos orbes de ella—. ¿No le abruma ver tantas cosas? Siento que hacer eso ya le ha soltado uno que otro tornillo.
Uriel nada más rio, ocultando como una de sus manos el gesto.
—Puede que tenga razón —atinó a decir. Lo miró breve, tomando una pausa. Parecía considerar algo—. ¿Sabe? Hay una manera para apreciar y llevar una habilidad como esta, ¿puede hacerse una idea?
—No lo sé, usted tiene formas extrañas de ver las cosas —dijo y se encogió de hombros, restándole importancia.
La dama se mostró divertida por su comentario, incapaz de negarlo.
—Es bastante simple, pero complicado a la vez —comenzó, observando la acera—. Solo se debe ver las cosas como si no estuvieras presente. Sonará extraño el remarcar ser tercera persona, pero si haces como si no estuvieras allí, permite que todo se vea con más calma —expresó sabiendo que podía ser confuso—. Es como ver una obra de teatro, donde tú no eres más que un espectador; o como ver una pintura y admirar cada pincelada que le da significado, interpretar su construcción y forma, su estilo y su escencia, sin tener nada que ver con el pintor a pesar de tenerlo en frente, presentándose su obra.
Uriel giró a verlo de nuevo, esbozando una pequeña sonrisa. Dazai meditó lo dicho, haciéndose la idea, pero siendo incapaz de adaptarla, pues era ajena a su forma de ver las cosas.
La sueca veía las emociones humanas como obras de arte, tan hermosas y únicas, que valía la pena verlas y atesorarlas. Era algo que mostraba la escencia de cada quien; tener el placer de verlas sin filtros, como si fueran exhibidas para ella, resaltaba el disfrute de conocer.
Los ojos de las personas eran como un museo que exponía lo más anhelado, lo más odiado, lo más amado, lo más placentero y lo más pesado; toda una gran variedad de sentimientos manifestados todos en diversos escenarios. El ser testigo lejano a eso, le permitía tener una visión amplia y detallada, sin correr el riesgo de tomar esas bellas obras como parte de sí por lo vivido y detallado que se llegaban a mostrar.
El japonés consideró esa explicación digna de su inusual porte. Solo un persona como ella consideraría algo tan humano como bello.
—¿Sabe? Creo que tengo una forma de llamar eso, ¿se hace una idea? —comentó finalmente, imitando las palabras que ella le dijo antes.
—¿Será locura?
—¡Ah! Lo ha adivinado tan rápido —Dazai hizo un puchero, observando a la mujer.
—No, no lo he adivinado. Lo he visto.
Osamu sintió cómo su cuerpo sufría un escalofrío por lo dicho. Esa mujer podría ponerlo de nervios con algo tan simple como unas cuantas palabras. Aunque no pasó mucho tiempo cuando Uriel comenzó a reírse con carcajadas algo sonoras, mostrándose muy divertida cuando lo vio.
—Era una broma.
Fue inevitable, pero incluso Osamu había comenzado a divertirse, negando un poco con la cabeza.
—Qué cruel.
—Puede considerarlo como una pequeña venganza de mi parte.
Definitivamente era digno de ella. Rio de manera sosa, ahorrándose las ganas de responder al ser consciente de que no lo requería.
Tras variados minutos de caminata, donde pequeños comentarios que estaban destinados a ser bromas surgieron, Laleh se percató de un detalle que se le pasó preguntar por lo distraída que había estado al hablar con él.
—Y bien, señor Dazai, ¿a dónde estamos yendo?
El castaño alzó los hombros, confundiendo a Uriel.
—No lo sé, yo la estaba siguiendo a usted.
La pelinegra parpadeó con impresión, esperando algún indicio de broma sin éxito alguno. Ella suspiró divertido, negando un poco.
—Dazai, sabe bien que dirigir paseos no es lo mío —comentó con sorna—. Le cedo el trabajo a usted.
A pesar de tener sus buenos meses en Japón, Uriel había aprendido a movilizarse con mayor facilidad —en parte gracias al castaño—, pero seguía sin la experiencia necesaria. Se lamentaba de no haber podido hacer turismo como le hubiese gustado.
—¿Está segura de confíar en mí?
Uriel le sonrió con carisma, alzando su mano derecha para colocarla en el hombro ajeno. Hizo contacto visual con él, manteniendo cierta cercanía.
—No se preocupe, confío plenamente en usted.
El hombre de vendas quiso reír amargamente.
—En todo caso, me temo por usted que la seguiré llevando sin rumbo. ¿Alguna objeción al respecto?
La dama lo miró con cierta burla y con elegancia propia de los restos de su ligero tono extranjero, dijo: en lo absoluto.
Ambos continuaron con su caminata, retomando el ritmo que habían ralentizado. Laleh, esta vez, decidió no mantener la cadena de silencio con la que se condenaron antes. Si no hablaba ahora, podía sentir su mente reprocharle el insensato acto, recordándole lo increíblemente satisfactorio que era intercambiar palabras con el hombres de vendas.
—Por cierto, Dazai. Se ha escapado de Kunikida, ¿no es así?
Él le sonrió coqueto y con soltura y descaro tan característico de él, contestó:
—Usted ha sido mi pase perfecto.
La fémina rio de forma silenciosa, negando en un pequeño movimiento de cabeza que era suficiente para demostrar su desacuerdo y, a su vez, gracia.
—Ah, no quiero escuchar a Kunikida regañarlo mañana. —A ese punto, Uriel no era capaz de dudar que el estresado rubio le gritaría sin reparos al casi vagabundo que tenía de compañero.
—Si hace mi trabajo, no lo hará. —El tono risueño y melifluo que usó cosquilleó en una melodía manipuladora en los oídos de Uriel, mas no fue suficiente para seducirla.
—Ni lo piense.
Osamu dramatizó al respecto, exponiendo cada razón por la cual debería apiadarse de él y hacerle el favor, recibiendo una firme respuesta negativa tras cada intento. Aquella ocasión en la que aceptó hacer el pequeño favor había sido por querer librar a Kunikida de su estrés y a Dazai de tal maltrato que este le iba a causar por irresponsable; fue un acto de compasión que sabía que en algún momento iba a ser aprovechado para su descaro.
Compasión, parecía que siempre se hallaba hundida bajo ese sentimiento.
A pesar de la constancia, las bromas y el inolvidable sarcasmo, Uriel se permitía disfrutar de la compañía, sintiendo regocijo inundar el ambiente con un fresco soplo. Ya no había ataduras o presiones, estaban compartiendo porque ellos así lo querían, sin temor de sacar algo del otro, sin empujarse mutuamente a un límite que expondría aquello que se esconde debajo de su piel. Eso contentaba a la mujer de fría naturaleza, pues lograba cumplir de a poco la comunicación que deseaba mantener con Osamu. Paso a paso, acercándose cautelosos y palpando el terreno en el que caminaban a ciegas.
Si se miraba en retrospectiva, la diferencia era notoria. No eran cambios abismales, mas eran lo suficiente para dar buen pie a los cimientos de futuros cambios.
Sí, eso le gustaba a Laleh.
En un momento dado, Dazai comenzó a relatar una de sus tantas vivencias cómicas de la oficina, de esas tan surrealistas que solo podían pasarle a él, llenando de humor a la dama extranjera por sus exageradas gesticulaciones o su buen dominio de la intriga al momento de hilar los sucesos, permitiéndole a ella adivinar u opinar. Una conversación dinámica y entretenida.
¿El lugar? Dejó de importar unas cuantas cuadras atrás.
—Entonces, si estoy entendiendo bien, ¿acabó yendo con un pez en su abrigo?
—¡Así es! Al final me deshice de él al echarlo en el casillero de Kunikida.
Uriel rio inevitablemente. Estuvo a punto de añadir algo, pero el sonido del timbre de su celular la detuvo. La sueca estabilizó su voz y se disculpó, contestando la inoportuna llamada. El detective apareció como palabras en sueco comenzaron a fluir mientras el rostro de Uriel se marcaba con preocupación y extrañeza a medida que la conversación, inentendible para él, fluía. Ella arrugaba el ceño como pocas veces había visto y su tono variaba entre firmes y autoritarios a unos más cansados y relajados. Una manifestación antónima en su forma de hablar.
La mujer no parecía alterada con hablar de tal forma frente a él, pues a fin de cuentas, él no tenía forma alguna de saber de qué estaba hablando, pues su conocimiento en sueco era nulo.
Tras unos pocos segundos más, Uriel colgó la llamada con un suspiro aliviado, llevándose una mano al pecho mientras susurraba algunas palabras más en el idioma escandinavo.
—Siento la interrupción —habló con un acento sueco un poco más marcado al hablar en la lengua nipona—. Un pequeño detalle familiar.
El de la llamada había sido el progenitor de Uriel, quien llamaba atacado por un instinto fraterno de querer saber a fondo de ella, asustándola instintivamente. La última vez que sus padres gastaron una alta cuota de coronas suecas para llamarla estando en el extranjero no había sido para dar buenas noticias.
El japonés se encogió de hombros, siendo ignorante de todos esos detalles enigmáticos que procedían de ella. No había que ser un genio para saber que en ese momento finalizaría su espontánea salida.
—¡Entonces ha sido un placer usarla como mi medio de escape, señorita! —se despidió primero, ahorrándole palabras innecesarias a la sueca.
Uriel, con una afable sonrisa, se despidió, llevándose consigo el hormigueo gustoso en sus entrañas.
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