▬▬▬ chapter six

   《 capítulo sexto ━━ miedos que no son miedos 》


                    Sin saber precisamente qué hacer, suspiró, soltando una pequeña risa, llamando indirecta al rubio para que le guiara por ese tramo final. La situación era bastante sencilla: como la gran mayoría de los agentes al finalizar su trabajo, la sueca había caído en el ocio al culminar el caso que se le fue asignado —con el cual se dio la libertad de identificarse con las calles más allá de las que recorría desde su residencia temporal a la agencia, todo gracias a que Kunikida le dio un caso sencillo—. Ahora terminaba el sombrero que Kenji le estaba enseñando a hacer desde hace un par de semanas, teniéndolo a él mismo como guía y acompañante en todo momento. Por unos instantes, incluso Yosano y Ranpo se unieron solo como espectadores y locutores de la actividad. 

     Tras unas últimas confusas movidas, que de a poco ya estaba haciendo de forma mecánica, acabó de quitar la paja sobrante, dejando el sombrero con buena figura. Sonrió leve, alzando el objeto para mostrárselo al adolescente. 

   —¡Bien hecho, Uriel! —exclamó, tomando el sombrero para colocárselo a la sueca aprovechando que, al estar ella sentada, podía alcanzar con más facilidad—. ¡Después le voy a enseñar a hacer cestos! 

   —Puedes enseñarme lo que quieras, Kenji —afirmó, manteniendo una sonrisa tranquila. 

   —¿Incluso a cuidar de una vaca?

   —Bueno, no sé cómo podrías mostrarme una vaca por estos lados, pero sí, también puedes enseñarme a cuidar de una vaca —habló tras soltar una pequeña risa. No esperaba para nada aquella pregunta.

     Miyazawa no evitó indagar en su gusto de compartir con vacas, lo cual sacó a tema el cómo cuidaba del ganado en su pueblo natal en compañía de sus padres. Uriel atendía a cada palabra, incluso si a veces no entendía qué decía, reaccionaba cuando este le dejaba la oración abierta y se dedicaba a disfrutar de la convivencia. Se avergonzaba un poco de no poder entenderlo de vez en cuando, pero el japonés no era su idioma natal y al escucharlo con cierto toque coloquial y con rapidez se le hacía confuso.

     La sueca había encontrado un gusto particular en compartir momentos con Kenji, puesto a que es un muchacho simple con el cual era fácil dar a conversar. Se aliviaba ante el hecho de que el rubio parecía olvidarse —justo como ella— de que tenía que usar los honoríficos en todo momento al decir un nombre, por lo que no escuchaba el tan seguido «señorita». Entendía que era por respeto y cosas del idioma, pero el hecho de saber que hay tanta formalidad de por medio, inclusive hablando del cómo arrear una vaca, le causaba cierta disconformidad de la cual solo notaba cuando hablaba tan libre como con Kenji. A su parecer, sentía que eso imposibilitaba el crear un círculo de mayor confianza, y con confianza no se refería a estar de libres, ya que el ser cerrado de expresiones y el llevarse bien no tenía nada que ver en ese caso, lo sabía porque en su país la mayoría de personas eran cerradas. Sin embargo, esto no era una queja, sino más bien una preferencia sin importancia. 

   —¡Ah! Ya llegó Kunikida. 

     Uriel miró hacia la puerta, donde no había ninguna señal del de lentes. Se concentró para ver si percibía algo, pero lo único que alcanzó a oír fue un portazo en la planta baja. No fue hasta que escuchó unos segundos después la severa voz de Kunikida acercarse desde el piso de abajo que toda duda se dispersó. Miró al joven, dudosa de cómo había conseguido saber que el hombre había llegado. 

     La puerta de la oficina se abrió sin un ápice de sutileza, haciendo que los reclamos e insultos dedicados al hombre de vendas que arrastraba detrás de él se oyeran con nitidez. Al parecer, encontrar a Dazai no le simpatizó nada. 

   —¡Tú, pedazo de inútil, al menos intenta hacer tu trabajo antes de hacer tus intentos de suicidio y retrasarme! —gritó con fuerza, sacudiendo del cuello al de hebras avellanas. 

     La sueca reflejó pena en el azul de su anatomía. Los ropajes manchados de Osamu le daban a entender que Kunikida en verdad lo había tomado en un intento de suicidio. Conocía las manías del hombre, también escuchó de sus compañeros que eso pasaba demasiado seguido, pero nunca lo había presenciado con pruebas. No era que se tomara sus deseos y palabras en juego, de hecho, le creía, mas verlo tomar acciones en eso le llamaban la atención.

      La gran fila de regaños continuaba, aunque en un momento paró para decirle a Kenji que tenía un caso que atender, ignorando el saco de paja que sabía que guardaba en su casillero, más importante era hacer saber a Dazai su disgusto. 

     Uriel, consternada de lo ocasionado, se levantó, colocando una mano en el hombro del más alto entre los tres adultos. 

   —Señor Kunikida, le he mencionado ya lo malo que es alterarse —señaló amablemente, haciendo que suelte a Osamu sin mucha complicación—. ¿Por qué no va a terminar su trabajo y luego a ajustar sus horarios? Yo puedo hacer lo que debía hacer el señor Dazai.  

     Kunikida abrió su libreta, revisando si había algo que podía rescatar de su antiguo horario; para su suerte, sí lo había, haciéndolo suspirar de alivio. Miró a Uriel con cierto agradecimiento, mientras que al voltear a Osamu le vio con insultos incluidos. Finalmente, Doppo había salido para acomodar todo lo perdido durante esas horas, duplicando su eficiencia. Por otro lado, Uriel miró al japonés que quedaba, tomando su mano para llevarlo al puesto de trabajo que se la pasaba abandonado, con la excusa de que lo podía hacer más rápido al estar en compañía, aunque la verdad era que lo iba a tener ahí como mínima compensación. 

     Antes de sentarse en aquella silla, se encargó de quitarle el saco sucio y colocarlo en el respaldo. Miró a Osamu, quien no decía nada y solo jugueteaba con el pendiente que le daba un bonito detalle a sus vestimentas, pero como eso no era de importancia, inició a hacer el trabajo ajeno, agradeciendo que no fuese mucho. 

     La hora pasó y Laleh había culminado el trabajo de Dazai, teniendo ciertos inconvenientes en el camino. Suspiró con disimulo, dibujando una sonrisa de satisfacción sobre sus belfos. 

   —¿Por qué lo ha hecho? —preguntó el castaño, llamando la atención femenina. 

   —Me gusta ayudar. Sin importar que haya sido irresponsabilidad de usted, no merecía insultos por parte del señor Kunikida, hay mejores maneras de resolver el problema.

     La mujer, tras lo dicho, pasó a acomodarse el cuello de su camisa gris, desabotonando un botón más al sentirse con calor. Tras eso, tomó el saco arena y lo sacudió, entregándoselo a su dueño. Osamu evitó ese color azul cuando ella vio en su dirección; de hecho, lo había estado haciendo en todo momento que tenía que relacionarse con ella, convirtiendo aquello en un hábito natural. 

   —No debía hacerlo, señorita —musitó, dando una sonrisa ligera mientras cerraba sus ojos para dar más encanto. 

   —No me molesta. Sé que a usted tampoco —aseguró, ya que cuando ella realizaba el trabajo, él nunca dio voz por algún inconveniente. 

     Como un suave instinto, registró con la mirada el lugar, asegurándose de que no había nadie. Tanteó la oportunidad consigo misma, sin decir nada hasta decidirse por completo. Su vista se quedó en el rostro del hombre, sin intenciones de cambiar de objetivo.

   —Dazai..., ¿usted tiene algún inconveniente con mi persona? —inició, haciendo que él le volviera a prestar atención—. Lo siento distante. 

     La manera en que su voz mostró un hilo auténtico de preocupación dejó estático a Osamu. Sus palabras, sin duda, lo habían tomado por sorpresa. No la miró a los ojos, además de que en ningún momento cambió su actitud con ella. 

   —Señorita, ¿cómo puede decir tal cosa? —musitó con una radiante sonrisa, posando una de sus manos en el hombro de la contraria, pretendiendo ser un movimiento de apoyo. 

   —Lo veo, Osamu. Tus ojos no mienten; puedo ver todo lo que reflejan —acusó, iniciando contacto visual con facilidad—... Puedo sentir que, en estos momentos, tienes miedo. Miedo de mí. 

     Su alegación fue una abatida fuerte para el de cabellos castaños. Su habilidad debía neutralizar la de ella, como con todas, entonces, se preguntó: ¿cómo era posible que ella haya mostrado una excepción? ¿Acaso era una broma de mal gusto? Agregando al hecho, el decir que él sentía miedo no sabía cómo tomarlo, antes no lo tenía, pero ahora una semilla había dado raíces en su mente para comenzar a preguntarse si en verdad lo sentía. 

     Dazai era humano y lo seguiría siendo pese a no reconocerlo. Estaba destinado a reaccionar de tal forma como el ser mortal que era. 

   —No haré nada en su contra. Sus dolores le pertenecen, depende de usted a quien quiera dárselos a conocer. Sé que es por eso, pero quisiera asegurar que no soy una amenaza, sino lo contrario. 

    Uriel, con completa delicadeza en sus movimientos, sostuvo la mano del varón que permanecía en su hombro, sonriendo suave, con preocupación de que la situación se tornara de más incomode. El agente, intimidado por ver que las cosas ya no estaban en sus manos, se sintió preparado para reaccionar a cualquier otra cosa, retirando la extremidad que ejercía contacto, provocando una pequeña mueca en la sueca. 

   —No usé mi habilidad cuando me tocaste —respondió a la pregunta sin voz, bajando la mirada, aumentando los deseos de Osamu en buscar un plan para sacársela de encima—. No me tenga miedo, lo menos que busco es hacerle daño. 

     Y no mentía. Uriel odiaba el pecado de mentir. Todas sus oraciones estaban ardiendo en verdad, pues comprendía sus palabras, sabía que la intimidad que representaba un pasado debía quedarse en privado, sin importar cuánto sus ojos avellanos le pidieran en su mente auxilio, que los sacara de ese denso y oscuro abismo, que los iluminara. 

   —No te me acerques —murmuró con desdén hacia la sueca, retrocediendo un par de pasos. 

     Una vez más, la imprudencia que le traía el pasado en sus dilatados ojos azules, había dado como consecuencia una situación incomprendida. Uriel suspiró leve, manteniendo su sosiego pese a sus sentires, acomodando el anochecido cabello que obstruyó su vista unos segundos. 

   —Lamento haber demorado sus emociones, Osamu, pero no puedo evitar necesitar ayudarlo. —Guardó silencio, acomodando su bolsa antes de mirar una vez más al hombre al cual había atormentado sin querer—. Feliz tarde... señor Dazai. 

     La fémina inclinó su cabeza como muestra de respeto y disculpa, procediendo a caminar a la salida de la oficina sin articular otra palabra.

     Dazai jadeó exhausto mentalmente ante la nueva experiencia vivida, sin saber cómo procesarla. ¿Querer ayudarlo? Era una mentira absurda, una blasfemia. Nadie en ese despiadado mundo se tomaría la molestia innecesaria de tender su mano para ayudarle, aquel que se atrevió a intentarlo ya no estaba entre los vivos. Nadie llenaría ese vacío insaciable que lo hacía desear dejar de respirar. 

     Ante sus ojos, esa mujer no era más que una completa hipócrita. Una vil mentirosa que se hacía pasar por una persona llena de carisma, los actores reconocen a otros actores, después de todo. Uriel Laleh para Osamu Dazai, era un ser de su misma rama. 

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