▬▬▬ chapter eighteen

capítulo décimo octavo ━━ Piadosos agradecimientos

                    En algunas ocasiones, quizás el porvenir podía ser bastante claro, otras veces, terriblemente nublado. Sin importar cuál de las dos formas sea, siempre iba a maneter una condición: ser impredecible. El futuro es una enigma, las visiones del mismo una superstición. Pocos son aquellos que pueden tener una pequeña visión acertada. Los ojos ciegos no entran entre esos dotados.

     La planificación incluso quedaba en lo mismo, puede que se haga más acertivo y claro, mas las barajas del destino podían dar otro resultado.

     Uriel no era creyente firme del destino, aunque en su propia naturaleza se hallaba el aprecio al mismo. Destino y futuro le parecían una cosa idéntica en su base, los cuales se separaban con el correr de estos. Ambos eran inciertos, enigmáticos y de cierto modo atrayentes, los cuales correspondían a significados parecidos, mas no los mismos. Destino era esa manera de atribuir un camino al futuro, algo predestinado que no se puede ver, pero ahí está. Futuro era un camino difuso, del cual solo se podían ver migajas que probablemente no llegaban a algún lugar.

     Ella era una persona ansiosa de conocer el futuro, esperando terminar el puente que le dejaba el destino. Era bastante complicado, pero siempre sería así cuando trataba de dar significado a algo arcano.

     Ah, divagar... Parecía ser más común en ella de lo que pensaba.

     Uriel suspiró exhausta, sintiendo un cierto hastío que la estaba carcomiendo de a poco, como llamas que en su interior se descontrolaron, abrazando cada inestabilidad para hacerla parte de sí.

     Pasó una mano por los cabellos negruzcos que se habían desordenado, observando una vez más su papeleo personal, cansada de las letras de su lengua natal. El hecho de que su jefe estuviese quedándose unos días extras la estaba arruinando el pequeño horario construido en sus meses en Japón.

     Guardó la carpeta con informes, evaluaciones, invitaciones y peticiones tras echar un vistazo a la hora: cinco y cuarenta y tres de la tarde. Había terminado su trabajo en la agencia y aprovechando los minutos sobrantes para su salida, comenzó a revisar las carpetas que apresuradamente guardó un su bolsa.

     A esa hora, la oficina era aún más agradable. Las luces apagadas y los tonos naranjos ingresando por las ventanas hacían apacible el ambiente, y, para su suerte, era algo que se repetía muy a menudo.

    Sintió su vitalidad irse cuando observó la ventana, sintiendo cierta melancolía. Su mente la transportó a esa última salida que tuvo con el hombre de vendas, la cual comenzó de la misma forma. Ciertamente, parte de su falta de energía debíase a las confusas emociones que transitaban en su cabeza, siendo esas fámelicas llamas.

     Sus emociones eran algo que, en su gran mayoría, podía entender, aceptar y mantener bajo control; no obstante, este caso no parecía ser así. De hecho, su particularidad la hacía enredarse, ofuscarse hasta un punto inimaginable. Cada vez que parecía comprender, un factor estimulante la hacía perder la razón.

     ¿Podía ser eso un círculo vicioso?

     La parte más sincera de ella lo aceptaba, y eso era agradable y temeroso, porque era un incordio sentir comodidad con algo que le disgustaba. Quería eliminar ese trecho, pero, a su vez, quería mantener las bases del mismo.

     ¿Cómo se verían sus ojos en esos momentos? ¿Cómo sus azuladas iris reflejarían esa tonalidad? Se podía decir que dichosos eran aquellos que sí pudiesen verlo.

     La situación en ella era, cuanto menos, como su gusto por el paisaje que veía.

     Uriel desvió la mirada, sellando sus párpados, dejando esa presión tan engorrosa que estaba con ella. Debía volver a poner orden, para esperar a que se volviera a desordenar. Una vez llegó a escuchar un término que la identificada en su totalidad: ambedo. Una experiencia en particular la había hecho conocer esos términos emocionales tan poco conocidos, pero con los que más se sentía correspondida.

     Sus ojos volvieron a percibir la claridad, enfocándose en una figura varonil alta y delgada. Una mueca se formó en sus labios, simulando una sonrisa ladeada, pues en toda su tarde, había evitado mirar hacia allá. Él estaba sereno, leyendo un libro de portada roja que en variadas ocasiones había visto, mas no le tuvo la atención necesaria más allá de haber leído el título a lo lejos.

     Con suma delicadeza, sacó el relicario que se escondía bajo sus prendas, abriendo el mismo. Ante sus ojos, la imagen sagrada y apócrifa se alzó, viniendo a ella como en sus momentos más difíciles, susurrando un débil y acertado “déjalo ser”. Era tan puro; todo en él demostraba pureza, como sus cabellos castaños, casi rojizos, sus ojos miel y piel posiblemente tersa y delicada. Uriel veía al yo que no pudo ser, pero eso, siendo honesta, no le interesaba del todo.

     Del otro lado, estaba una foto, donde una versión más joven de ella era protagonista, con un nuevo y bonito vestido azul, en medio de dos personas de avanzada edad: sus abuelos maternos. Miró al responsable de su nombre de forma fugaz, deteniéndose en su abuela. Cerró el relicario, sin detenerse en la flor roja que la condenó.

     Una vez sintió el metal impactar en su piel, se levantó, dirigiéndose hacia donde cómodamente estaba Dazai.

   —El completo manual del suicidio —leyó, estando a una leve distancia de él.

     El japonés alzó la vista, destacando aquellos ojos celestinos y su característica sonrisa. Muy en el fondo sintió cierta impresión, pues esperaba a que dudara o lo evitara por mayor tiempo.

   —Un maravilloso libro. Puedo recomendarlo con los ojos cerrados —comentó, sonriendo con carisma, aceptando la invitación para una conversación.

     Uriel mostró interés en dos cosas: en primer lugar, el libro, en segundo y principal lugar, la aceptación y la disposición ofrecida por Osamu.

   —Por el título puedo decir que es algo que en verdad mostraría —musitó, observando con atención cómo los dedos de la mano derecha de Osamu toqueteaban la portada—. ¿Me permite?

   —Por supuesto, aunque no sé si su extenso vocabulario le alcance para leer algunos términos —señaló, extendiéndole el objeto—. Pero, no se preocupe, yo puedo ayudarla a leer.

     La mujer recibió el libro con delicadeza, tratándolo como la cosa más fina que había sostenido durante ese día. Él lo había dado abierto en una página, lo cual tomó como punto de referencia para comenzar a leer esa columna ordenada de carácteres.

     Osamu no se equivocó, pues tras pocos segundos de lectura, ya habían carácteres que no lograba entender. Era la introducción al método de suicidio por tomar medicamentos, por lo que esos caracteres trataban de dosis o el nombre de una medicina, cosa que estaba fuera de su comprensión lectora en la lengua japonesa; mas no fue que pidió ayuda hasta que uno de los ejemplos se le hizo problemático.

   —¿Mujer de casa? ¿Ama de casa? —preguntó, alejando un poco el libro, inclinándolo hacía Osamu—. Ama de casa ingirió... ¿qué es esto?

     El hombre rio ante su confusión, acercándose para quedar justo a un lado, compartiendo la misma visión del libro, con sus hombros manteniendo contacto por el choque de ambos.

   —Permítame —habló, ubicándose con rapidez al conocer todo el texto—. “Una ama de casa que ingirió cianuro potásico se rascó el pecho toda la noche y fue encontrada con el pecho ensangrentado”.

   —Cianuro potásico... ¿Debería aprenderme cómo se escribe?

   —Si quiere seguir leyendo, le aseguro que sí.

     Uriel volteó a mirarlo, sonriendo leve por sentir el ambiente fresco, con otra sensación que aún no había identificado.

     Lentamente apartó la visión, apoyándose en el escritorio que tenía a sus espaldas, estando en mayor comodidad, dispuesta a proseguir con tan enigmática lectura, poniéndole interés.

   —Pudín o yogurt con miel, para acompañar, vino. Una preparación peculiar para morir por fármacos.

     Su comentario hizo sonreír humorístico a Dazai, quien también se había apoyado en el escritorio, leyendo a su lado.

   —No es una mala combinación.

     La sueca lo vio con un deje de impresión, pero tan casual parecía ser, que no pudo ocultar su sonrisa con dejes de tristeza.

     Él estaba vivo, mas no quería vivir. El dolor de la vida sobre sus hombros, la pesadumbre de sobrevivir a un intento de suicidio. ¿Cuánta dolencia no estará manchando y coloreando su pobre alma?

     Esa idea la hacía suspirar por compasión, la propia vibra de Dazai le recordaba esas emociones tan tormentosas y duras.

   —Creo que es una recomendación que intentaré, solo que sin fármacos —contestó, acallando su cabeza, cerrando el libro entre sus manos.

   —Eso le haría perder toda la gracia. Pero si lo intenta al pie de la letra, no dude en invitarme.

     Laleh devolvió el libro cuando se halló viéndolo de frente, con buen humor irradiando entre su pesar. Lindos ojos avellanas destellaban en un significado que no entendía por el roce de sus manos al devolver un objeto. Quizás sus ojos mostraban algo igual de incomprensible.

     Ella se separó un poco, marcando la misma distancia que cuando se acercó en un principio.

   —Osamu —llamó, iniciando de nuevo ese mortífero pero ya acostumbrado intercambio—. Muchas gracias.

     Sus palabras de agradecimiento confundieron al varón, quien en su gesto más cordial, le sonrió para mostrar duda.

   —¿Me agradece? ¿Por qué?

   —Por darme el placer de tener su compañía durante otra tarde.

     Al final, Uriel identificó la sensación que tuvo durante esos pocos minutos, definiéndolo como divinamente reconfortante.

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