Prólogo
Astaroth corrió en medio de una tormenta. No le importó que alguien se enterara de que un rey como él, no debía estar allí. No le interesó nada, ya no. Llegó a lo que quedaba del laboratorio. Tenía la capa azul empapada, el cabello oscuro se le pegó a las mejillas y el rojo de sus ojos era pálido.
Los cuerpos estaban esparcidos, el olor a quemado no dejaba respirar. Buscó entre todos los mutilados y calcinados y la encontró.
Alastor, su hermano, estaba parado junto al cuerpo. Tenía la mirada llena de terror, el cabello rubio y largo lleno de cenizas y los ojos casi rosados, señal de estrés. Miró a su hermano y se llevó una mano a la boca.
Astaroth se inclinó y tomó en brazos a la mujer de cabello platinado y la llevó a su pecho. Lloró como nunca pensó que lo haría, como si fuera un humano más.
—Hermano, yo no sabía, te juro que no lo sabía. Pensé que ella no estaría.
—Lo sabías, claro que sí. Mandaste al ejército para que los mataran y sabías que ella estaría aquí. Me has herido, me has matado. Juro que no serás feliz y un día sentirás el mismo dolor que siento yo. Ahora Anacrom sufrirá, los demonios tomarán lo que deseen de la mente de sus habitantes.
Levantó el brazo y una energía roja salió e iluminó el cielo.
—Los portales quedan abiertos, que vengan los que quieran.
—Hermano, esto...
—¡Cállate, aléjate de mi vista! —gritó y los ojos se le pusieron más rojos.
Alastor supo que eso significaba que realmente estaba enfadado. Quiso decir algo, pero iba a ser inútil. Así que en silencio, abrió un portal y desapareció.
El rey demonio salió de allí con la mujer en brazos. Parecía en trance. La dejó sobre el pasto, le cerró los ojos y le susurró «Adiós, amada mía, nos veremos en la eternidad».
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