Capítulo 5 El Eco
Francis sacó un cigarrillo y se inclinó sobre el sofá, miró el humo elevarse y sonrió.
Se rascó el tatuaje de estrellas que llevaba en el cuello y suspiró. Miró la habitación desordenada con papeles en la mesa desparramados, ropa en los sofás. Él usaba una remera desgastada, un short en igual estado y estaba descalzo, sin ganas de acomodar nada.
«No importa lo que me esfuerce o el ejercicio que intente hacer, no puedo volver a escribir nada» Murmuró tomando un libro de tapa azul con el título «Los chicos cazadores de Francis Suderland»
El celular sonó y fastidiado se levantó a contestar, miró de quién se trataba y dio un suspiro molesto.
—Henry ¿Qué quieres?
—Que vengas al taller, me dijiste que tenías un bloqueo creativo.
—No intentes envolverme en tus tallercitos que los dos sabemos qué deseas en realidad.
—Yo te dije que te necesitaba, ¡Eres un Sunderland! incluso estabas emocionado cuando te conté.
Apagó el cigarrillo y lo dejó en el cenicero, se llevó una mano a la frente e hizo una pausa.
—No puedo creer que lo vuelvas a intentar ¿Tatiana está de acuerdo?—se sentó cruzando las piernas.
—Sí, está de acuerdo, además ahora puede que tengamos un As bajo la manga. Al parecer tenemos al Kenneth.
Francis se incorporó de pronto.
—¿No es una broma, verdad?
—No lo es y aún no es seguro, pero ya vino a una clase y le gustó. Mañana es la otra. Qué dices ¿Vienes?
—Está bien, Henry. Te veo mañana.
—Espera...
Cortó.
Henry se estiró perezoso sobre la mesa de la confitería y Tatiana le tiró la oreja. Estaban de nuevo para el taller literario y ni Cristian ni Francias habían llegado, así que los hermanos ya se habían tomado un milkshake de frutilla cada uno y comido unos panqueques.
Era de mañana y estaba algo vacío el lugar y Henry hubiera preferido dormir, pero su hermana le había insistido en ir.
—Ana, estoy cansado, no sé si esto funcione ¿Qué sabemos de Cristian, por qué no nos recuerda?
—No lo sé, pensé que las terapias lo habían ayudado, pero al parecer perdió ciertas memorias para siempre.
—Lo necesitamos y no sé cómo haremos.
—No se preocupen que gran parte de mi memoria regresó y sé quiénes son —respondió Cristian para sorpresa de ambos.
Ninguno sabía cuánto había escuchado, pero se daban cuenta que tal vez todo porque el licenciado los miraba con molestia, mientras apoyaba su mochila en una de las sillas y se sentaba al frente de ambos.
—Perdón, no sabía que...
—Cristian, yo pensé que no sabía quiénes éramos.
—No lo sabía, Tatiana, no hasta que encontré unos papeles de mi madre y nombraba a los Hamilton. No sé qué están planeando pero...
Un chico de cabello oscuro arrojó un cuaderno en medio de la mesa y asustó a los tres.
—¡Henry, Tatiana, vine! —gritó acercándose a cada uno y despeinándolos.
—Ah bueno, el gran escritor apareció.
—Ya que no tenía mucho que hacer —prendió un cigarrillo y se sentó en la punta—. Además no escribo hace meses, haber si tu cursito ayuda en algo.
—Tampoco es «cursito» y eso se debe a que no practicas, si un escritor pierde la práctica, se oxida, incluso alguien best seller como tú.
—Bueno, basta, comencemos y de paso te presento a Cristian Kenneth, él es Francis Sunderland, escritor de «Los chicos cazadores». En realidad, espero que lo recuerdes a él también, Cristian.
Ambos se saludaron con frialdad.
Henry se puso en modo profesor, apartó la copa del Milkshake y sacó de su portafolio unas planillas y se las entregó a Cristian y Francis.
—Hoy veremos el uso de la primera persona. Sé que a tí no te gusta, Francis porque escribes en tercera pero es importante usarla para separar escritor de personaje. Cristian, puedes trabajar con el personaje de la otra vez y escribir algo que él siente desde su perspectiva —explicó Tatiana.
—Uff, qué pesado eso, detesto ese punto de vista, además se que te traes en manos, Henrycito —usó un tono sarcástico y sacudió el cigarrillo tirando la ceniza.
—¿Viniste a criticar? Yo pensé que ibas a ayudar, si tanto sabes.
Cristian no les prestó atención, tomó la planilla y comenzó a escribir:
«Mi nombre es Alfred y perdí a la mujer que amaba años atrás, cuando creía que todo estaba bien y mi hija me admiraba y me hablaba. Han pasado años desde eso y la culpa me carcome, pude salvar a mi esposa pero el miedo me paralizó y sé bien que mi hija me odia por ello. Mientras ella gritaba que hiciera algo, yo me quedé en shock, viendo como ese ser espantoso devoraba a mi amada. Ahora ella no me habla y tampoco encuentro palabras para escribir los cuentos que tanto disfrutaba crear y que me llevaron en un momento a triunfar ¿Dónde quedaron esos años? Me odio por dentro y no sé cómo salir de esto».
—Terminé —dijo con tranquilidad y volviendo a sentir las voces de la discusión de Henry y Francis.
—¿Qué, tan rápido? Yo creo que Cristian tiene más potencial que Francis.
—Buenooo, no vine para que me critiquen ¿Saben qué? Me voy —arrojó la planilla.
—Pará, no te enojes, acá el gran escritor sos vos, sólo que andas insoportable. Cálmate un poco —terminó de decir Henry, tomándolo del brazo.
—Gracias pero, ya sé que querés hacer y no quiero que pongas en riesgo a otra persona —susurró.
Cristian no llegó a escuchar y Tatiana se puso a leer lo que había escrito y a darle una devolución.
Henry y Cristian se apartaron
—Sabes bien que lo necesitamos y tú puedes colaborar, ya lo has hecho. De paso te saco de un bloqueo de escritor.
—Es Kenneth y sé que puede ayudar pero... basta de camuflar esto como un taller literario más, contale la verdad, haber si va a querer seguir viniendo.
—Uno de los demonios asesinó a su madre, al menos por venganza podemos tratar de hacerle entender. Pronto le voy a contar.
—No sé, Henry. Mejor me voy.
—¿Cuento contigo? Vamos, no será como la otra vez. Sé que te dolió lo de Mikel pero...
Francis se acercó y lo tomó de la camisa con firmeza.
—No vuelvas a hablar de él y está bien, debo estar loco, pero acepto.
Cristian entró a su casa arrastrando los pies y con un dolor de cabeza profundo, sentía como si le martillaban en la mente «plop, plop, plop» era el sonido del martillo imaginario que le producía dolor. Odiaba esos estados y aceleró el paso al baño y buscó en el botiquín, arrojando otros frascos, el analgésico para dolores de cabeza. Si lograba hacerle efecto antes de que el verdadero «Eco» apareciera, podría dormir y pensar en otra cosa.
Salió del baño masajeando la sien, subió las escaleras y entró apenas a su habitación y se arrojó a la cama, cerró los ojos y esperó a que la pastilla le hiciera efecto. Pero sabía muy dentro, que tal vez no haría efecto, que debería haberse marchado mucho antes de la confitería, que debería haber prestado atención a los primeros indicios de dolor, pero no, prefirió quedarse hablando con Tatiana.
El Eco apareció, como una oscuridad que abrasaba, como sombras que comenzaban a cubrir su mente. Intentó abrir los ojos y presintiendo lo que sucedería, se sentó y buscó en el cajón de su mesa de luz un cuchillo de plata. Odio tomarlo en sus manos, pero sabía que si el Eco continuaba, no podría salir.
La vista comenzó a nublarse y toda su habitación a desaparecer y en su lugar, apareció una con el piso rojo y el aroma a azufre se hizo presente. Comenzó a oír crujidos provenientes de afuera y pequeños gruñidos. Tomó el cuchillo y lo acercó a su muñeca y se hizo un corte pequeño, apretó los dientes por el dolor que se mezclaba con el de su cabeza. Otra vez todo comenzó a ser borroso y los arañazos en la puerta le produjeron palpitaciones «No, por favor ¡No!» gritó mientras se hacía un corte un poco más profundo y entonces, regresó a su habitación y cayó exhausto, mientras hilos de sangre teñían las sábanas blancas.
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