Capítulo 4 Los demonios crepusculares
La madre de Tatiana la estrechó en su pecho y acarició su cabello. Sabía que tenía las horas contadas y no encontraba las palabras necesarias para mentirles a sus hijos, diciéndoles que estaría bien que solo era una visita más al laboratorio.
—¿Qué sucede mamá?
—Nada, es solo que... estás tan hermosa, siempre soñé con una hija y llegaste. Quiero darte algo, algo que quiero que uses siempre.
—Mamá ¿Qué pasa? Aún no es mi cumpleaños.
—No, es sólo un regalo.
Se acercó al cajón del escritorio y con torpeza lo abrió y extrajo un colgante en forma de lágrima con un contenido rosa por dentro que se movía. Cerró el cajón y caminó hacia ella, guardando en sus recuerdos cómo lucía, el vestido lila con mangas cortas con vuelos, el cabello atado en una media cola y las balerinas blancas. Tenía ganas de llorar pero debía ser fuerte, lo más fuerte que había sido en toda su vida.
—Quiero que uses siempre este colgante, tiene icor y te protegerá de los demonios.
—¿Icor en un colgante? Eso es nuevo, siempre van en las armas. Los Landon hicieron un buen trabajo, gracias mamá.
—Me ayudaron a hacerlo y... no viene mal como protección. Llévalo siempre y nunca te los saques ¿Me lo prometes? —tomó su manos y puso el colgante en su palma—. Te amo, mi niña.
—¡Tatiana! —gritó Cristian enojado mientras una carpeta con láminas del test Rorschach se caía—. Maldición, con lo que cuestan estas láminas.
—Perdón, Cristian, estaba recordando —respondió con un tono lejano, desde el escritorio en la parte de afuera del consultorio. Aún estaba inmersa en los recuerdos tocándose el colgante
—No es momento de estar soñando, necesito que me traigas la agenda para ver cuál paciente me toca.
Ella tomó la agenda con torpeza y derramó la taza de café, se llevó una mano a la frente y se apresuró a limpiar con un trapo amarrillo. Apretó los dientes y se alegró de que lo mojado no era la agenda, sino un anotador suyo. Entró aún con expresión preocupada y dejó la agenda en el escritorio de Cristian.
—La chica que iba a venir, canceló la cita, no le avisé más antes porque estabas hablando por teléfono y sonabas disgustado.
Cristian enarcó una ceja, suspiró y comenzó a leer la agenda.
—Tengo libre tres horas, perfecto para comer e ir al Hospital Psiquiátrico, tengo que hacer unas visitas ¿Quieres venir? —preguntó sin mirarla y apretando una lapicera para escribir lo que tenía en un documento del celular.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Eres mi secretaria y quiero que vengas conmigo al hospital, además quiero hacerte una pregunta —se incorporó y comenzó a ponerse la campera—. ¿Alguna vez fuiste al Hospital Psiquiátrico?
—No —mintió mientras las imágenes de su madre siendo ingresada a los gritos por dos enfermeros y dejándola afuera, aparecieron en su mente—. Sí pero... ¿En qué podría ayudarte?
Cristia tomó su portafolio, caminó hasta ella y puso una mano en su hombro.
—Es importante, además siendo una Hamilton. Ven, luego te llevaré a tu casa. Primero almorzaremos y luego iremos.
—Está bien.
La lluvia había comenzado a caer y todo el paisaje se había vestido de gris, además una leve brisa levantaba las hojas. Pocas personas caminaban bajo los paraguas y otros, buscaban donde guarecerse.
A medida que ambos se acercaban al hospital, todo comenzaba a cambiar: las miradas de los transeúntes eran vacías, miraban al suelo o a un punto fijo, caminaban como flotando o pérdidos; eran las expresiones de todos los que salían de visitar a los internados. El viento allí parecía más frío y los árboles se despojaban más rápido de sus hojas.
A Tatiana no le gustaba ir a ese hospital, le provocaba un dolor de cabeza y una angustia que no podía pesquisar del todo de dónde provenía. Se agarró con fuerza el colgante que acostumbraba a mantener oculto y suspiró.
Cristian detuvo la marcha y la tomó del brazo sorpresivamente.
—¿Qué te sucede?
—No me gusta el hospital, te mentí, si vine aquí, fue por mi madre —respondió sin mirarlo, fijando la mirada en su colgante—. Sé que los que están internados aquí han... han...
—Han sido infectados por los demonios crepusculares, sus mentes están siendo corrompidas. Sé muy bien sobre eso ¿Prefieres quedarte, entonces? —la soltó y quiso tocar su cabello, pero se resistió, pensó en que sería algo invasivo.
—No, voy a ayudarte, tengo que superarlo —tomó distancia y sonrió forzadamente.
El Hospital Psiquiátrico Robert Stewart, era un edificio de tres pisos de color gris. En el Hall, estaba la recepción con encargados vestidos con uniformes azules y el emblema de psicología. El ambiente olía a medicamentos y productos de limpieza y las personas de la sala de espera estaban tranquilas, acompañando al paciente que era reconocible por el estado de shock con la mirada pérdida.
Cristian se hizo anunciar ante una recepcionista que tomó sus datos y los de Tatiana como su secretaria y los dejaron pasar al tercer piso.
—En el tercer piso están los pacientes más enfermos ¿Verdad? —preguntó subiendo al ascensor.
—Sí, una de mis pacientes está ahí. Hace unos días la atacaron, me preocupa porque no estaba en condiciones de recibir un ataque así.
—¿Acaso alguien lo está?
—No, pero algunos pueden luchar más y ella estaba atravesando un proceso de duelo que la hacía vulnerable a los ataques.
Tatiana no respondió y miró al espejo del ascensor, pensando en los avisos de los medios de transporte, los folletos que repartían en las calles y anuncios en las apps.
Llegaron y el ambiente cambió, el aroma a medicamentos específicos y a icor, les inundó el olfato. Allí los enfermeros y psiquiatras, tenían un uniforme gris y colgantes de icor en el interior. Los gritos de algunas habitaciones, alertaron a Tatiana que sin darse cuenta, tomó del brazo a Cristian.
—Tranquila, vamos a la habitación 36
—Espera ¿No deberías tener un colgante con icor?
—Sí, pero... no es necesario para mí, por suerte tú tienes el tuyo —mencionó señalando el colgante de ella.
—Sí, es un regalo de mi madre ¿Pero por qué no tienes uno?
—Te lo contaré luego.
Llegaron a la puerta de la habitación y él le pidió que se ponga detrás. Al abrirla se encontró con una cama blanca tendida, alfombra del mismo color y aroma a azufre. La joven estaba sentada mirando al suelo, con el cabello pelirrojo volcado a ambos lados, las manos entrelazadas, el uniforme azul manchado con gotas negras de icor y su respiración era lenta.
—Alana ¿Cómo estás? —preguntó Cristian, sentándose en una silla frente a ella. Le indicó que Tatiana se sentara a su lado y tomara nota.
—Él sigue en mi mente, siento como camina por ella, como abre puertas y destroza todo. Quiero que todo termine.
—Lo hará, pero necesito que te quedes conmigo, que estés lúcida. ¿No habías tomado los antidepresivos?
La mujer levantó la vista, mostrando una mirada pérdida y cicatrices en las mejillas.
—No podía concentrarme bien en el trabajo, olvidaba cosas, arrastraba las palabras, se burlaban de mí y de pronto, una noche vino a verme —abrió grandes los ojos y juntando las manos, comenzó a temblar—. Él está aquí, lo siento susurrarme.
Comenzó a balancearse. Cristian tomó su mano y ella logró calmarse.
—Alana, has mejorado mucho, sé fuerte, como lo fuiste al enterarte de la muerte de tu hijo ¿Recuerdas cómo saliste de ello? Usa esas herramientas, esa fuerza, protégete.
—¡No, está en mí, me duele! —miró al techo y comenzó a lastimarse las mejillas arañándoselas—. Y viene por usted —agregó con tono tétrico.
Cristian se mantenía neutro, apartó su mano.
—A veces decirle ciertas palabras, la ayudan a luchar.
Alana dejó de lastimarse y volvió a mirar al suelo como cuando habían entrado.
Un enfermero ingresó y les indicó que debían salir porque era hora de su medicación.
Cristian habló con otro médico y acordaron que debía volver la siguiente semana.
Ya afuera del hospital, él le preguntó con una sonrisa:
—¿Quieres tomar un chocolate? Yo invito. Sé que después de lo que viste, comer algo dulce es necesario.
—Está bien y ¿Ella se pondrá bien?
—Sí, pero es complicado. Ojalá hubiera una forma de combatir esos demonios y evitar que ataquen a cualquiera. Al menos la mitad de los que ingresan allí, acaban terminando con sus vidas.
—¿Y si habría una forma de combatirlos pero sólo que es peligrosa y muchos no desean llevarla a cabo?
—Me gustaría saber cuál y colaboraría en ello. Ahora vamos, que está anocheciendo.
Tatiana torció la boca a un costado y dejó de caminar.
—Perdona, tal vez fue difícil para ti, debí explicarte antes lo que verías.
—No —negó con la cabeza—. Está bien, eso no fue nada con lo que cuentan que sucede con esos pacientes. Sólo que mi madre, ella...
—No es necesario —la tomó de la mano—. Vamos a distraernos un rato.
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