Esperaba usar un traje negro el día de mi boda, jamás se me pasó por la mente que primero vendría el funeral de mi padre. No guardaba sentimientos de aprecio por él, pero tampoco quería que muriera. Esperaba, más bien, que recapacitara y empezara a cambiar y así tener la oportunidad de despedirnos adecuadamente o poder cuidarlo al final de sus días. Por todos esos pensamientos ilusos, quizás, me sentía desecho en aquel momento.

Muchos de sus amigos empezaron a llegar, todos se veían sobrios, aunque algunos apestaban a licor. Mi padre murió de un paro cardíaco al momento del terremoto. Dicen, los que estaban con él, que estaba sobrio, pero que me maldecía cada respiro. No había nada más sensato que ignorar sus comentarios... Porque dolía imaginar que me odió hasta el final.

—Marco.

El abrazo más profundo de mi existir me cobijó, convirtiéndome en un niño indefenso que rompió a llorar en su hombro. Ana, ella podía desarmarme para reconstruirme de una mejor manera.

—¿Por qué se nos agotó el tiempo tan rápido? —solté como un lamento.

—Soportaste mucho tiempo, Marco. —susurró ella—. Gastaste tus energías en una batalla que no te correspondía. Usa todas tus fuerzas en una lucha que valga la pena.

Me separó de su cuerpo con delicadeza y me miró a los ojos, sin soltar mis brazos de sus delgadas manos.

—De ahora en adelante lucha por tu felicidad y no exageres pensando en los demás.

Escucharla hablar, con el cariño y preocupación que me mostraba, era todo para mí. ¿Por qué tiempo atrás me burlé de sus cicatrices? ¿Cómo es que no percibí la dulzura de su voz, su elocuencia, la inteligencia que denotaba? Tenía una mujer hermosa frente a mí y por mucho tiempo no pude verla. Pero no iba a ser un estúpido una vez más.

—Mi felicidad eres tú.

—Parece que no me estás escuchando, jovencito.

Solté una risita divertida debido a su seriedad.

—Estoy muy enamorado de tí, Ana.