C A P Í T U L O 18
Un día más entre el infierno fue suficiente para tomar una decisión importante. Empaqué mi ropa, escogí mi trofeo favorito y algunas pertenencias fáciles de llevar, puse lo que pude en mi maleta y el resto en una caja de cartón. Dejé todo listo en el suelo, saqué mi teléfono del bolsillo trasero de mis pantalones y empecé a buscar un autobus en la terminal, no importaba a qué lugar me llevara, no había nada, absolutamente nada me apegaba a esta ciudad, simplemente ya no encajaba.
Un estruendo fuera de mi habitación me hizo correr alarmado. Encontré a mi mamá en el suelo, su cabeza sangrando, mi padre con un cenicero en la mano, éste manchado de sangre. Él estaba borracho, nuevamente, furioso y con su insistente deseo por acabar con la vida de mi madre.
—¡Detente! Llamaré a la policía —advertí, dolido. Esta situación no era nueva, pero no estaba en mis manos detenerla.
—No, hijo —mamá se levantó y caminó hacia mí, a paso débil—. Tu papá no tiene la culpa, fui yo quien lo hizo enojar.
Cerré los ojos y suspiré. Apreté los puños y me lancé a golpear a ese hombre que tantas heridas me había causado. Él se defendió pero no tenía mucho equilibrio, lo dejé tirado en el suelo, mientras tanto mamá llamó a la policía.
¡Increíble! Mamá me denunció y terminé en un calabozo. Detenido en la estación de policía por no ser capaz de soportar más la desdicha.
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