C A P Í T U L O 10
Sentado, comiendo por primera vez con ella, aproveché la charla para conocerla mejor. Entonces a mi curiosidad se le ocurrió entrometerse.
—¿Cuál es su nombre?
Masticó con tranquilidad y después de tragar respondió.
—Ana. Todo es culpa de Ana Frank.
Su expresión infantil me llevó a preguntarme qué edad tenía. Enseñando en una universidad de prestigio, no era solo licenciada en literatura y lengua castellana, tenía un doctorado, pero ahora, era obvio que no era tan mayor como pensé en el principio. Ya que me había dedicado a observarla de cerca, noté que no tenía ni una arruga, su piel era digna de la realeza, saludable y llamativa.
—Veinticuatro —su voz me sacó del ensimismamiento. La miré asombrado, ella sonrió con compasión—. Estabas pensando qué edad tenía. Supongo, basándote en mis estudios, pensabas que era mayor, también por mi vestuario tan criticado. Pero todo eso tiene una explicación. Terminar la escuela a temprana edad puede ser bastante favorable, aunque sobrevivir a la universidad sintiéndote un niño es un reto.
—¿Y el vestuario anticuado tiene explicación? —pregunté imprudentemente, ella se sonrojo y yo me arrepentí por haberle avergonzado—. Lo siento, olvídalo.
—No me gusta mostrar mi cuerpo. Es decir, ya no me avergüenzo de mis cicatrices, lo superé en la universidad, pero… ¿no crees que el no verme juvenil me hace una maestra mas severa y respetable?
Supe que se desvió del tema a propósito.
Algo que sabría con el tiempo es que lo hacía para no perturbar a la clase con las cicatrices de su pasado. Pues lamentablemente, las personas mayores son así; juzgan todo sin ver el cuadro completo, se escandalizan con lo simple y dejan pasar por alto las atrocidades que se cometen.
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