3: La venezolana y el inglés
Pasado
Helena Martínez, estudiante de cuarto año venezolana, gana decatlón académico nacional de física. Como premio, recibe un viaje a Londres con todo pago.
El comienzo del principio.
Largo hasta las caderas, lacio a la perfección, negro en profundidad. Así era su cabello, arma que sedujo a Magnus Rowling desde el primer vistazo. Dedicó un cuarto de hora entero a observar a la extranjera desde las sombras. O, mejor dicho, desde las luces; a una distancia prudente de la London Eye.
Todos los turistas andaban en grupo, tomando fotografías o con intención de aproximarse a la noria más grande del mundo. Pero Helena estaba inmóvil. La totalidad de su anatomía parecía fusionarse con la naturaleza, sus gestos exclaman disfrute y sus ojos saboreaban su alrededor. Gozaba solo de existir en ese momento, le era suficiente placer encontrarse en ese lugar.
Y eso, además de maravillar a Magnus, lo indignaba. Ella debía conocer en experiencia propia el deleite más que visual que Londres tenía para ofrecer. ¿Cómo podía limitarse a ser espectadora? ¿No se atrevería a probar las exquisiteces de su ciudad?
En cambio, para ella eso era suficiente. Había alcanzado ese punto de la ciudad guiada por aplicaciones de mapas, usando su tarjeta de pago de transporte recargable para acceder al metro de Londres. Y ya sentía ese ilusión de felicidad invadiendo sus sentidos.
—Hi, excuse me. Can you take a picture, please?
Un individuo se acercó a Helena extendiéndole una cámara fotográfica.
—Por supuesto, no hay problema —expresó con cortesía Helena, que entendía el inglés pero no tenía interés en hablarlo.
Magnus presenció la sesión fotográfica con una amplia sonrisa en el rostro.
La chica habla español, pensaba.
A sus veinte años, conocía a la perfección el idioma, aunque en su familia llegaron a alegar que de nada le serviría. Había llegado el momento de mostrar lo contrario. El hombre se subió a espaldas de la desconocida sobre el equipaje apilado en que el que ella admiraba el panorama, y se atrevió a decir:
—¿Realmente no planeas subir a la noria? —preguntó con su pronunciado acento británico, su voz profunda y su deje de curiosidad.
Helena dio un respingo involuntario que la llevó a tambalear de encima del equipaje.
Antes de que su cuerpo se desplomara en el suelo, las manos de ambos jóvenes se unieron, y ante el firme agarre masculino de Magnus, la chica no pudo caer.
Sus ojos color ámbar robaron la capacidad de hablar de los labios de la chica, cuyas iris café mostraban un agradecimiento palpable.
—No me suelte —rogó en un aliento.
—No pensaba hacerlo —respondió el londinense con una sonrisa de admiración y mirada que infundía seguridad.
Con respeto y delicadeza, llevó su mano libre hacia el codo de la muchacha; tiró con decisión, pero sin brusquedad, y estabilizó el cuerpo de la extranjera sin siquiera perder el contacto visual.
—Suba a la noria, por favor —pidió con educación e insistencia el joven Magnus, que decidió no esperar a que la chica se recuperara del susto para actuar en busca de otra oportunidad para tenerla cerca—. Por favor —insistió.
—¡Lo deseo! La London Eye es una de las estructuras que más me atraían a esta ciudad —aclaró la muchacha—. Pero la cola es muy larga, y el costo elevado. No puedo abusar de la tarjeta de crédito estudiantil que me proporcionó la escuela.
—No son excusas —objetó Magnus negando con la cabeza sin dejar de sonreír. Se sentía animado de una forma grata—. Si compras desde la página web obtienes un diez por ciento de descuento y te ahorras la fila para comprar...
—Y la otra cola, ¿qué con esa?
—Avanza más rápido de lo que parece. ¡Es más! Yo pagaré todo. Solo debes aceptar.
Helena tambaleaba su cuerpo, intercalando su peso de punta a talón. Tantas dudas se arremolinaban frente a ella. No se debe confiar en extraños, ¿no? Y menos en esos que te ofrecen dinero de cualquier forma. Mordía el interior de su mejilla e intentaba evadir el contacto visual. Era un deseo interno subir al mirador, mas acceder a la propuesta sonaba descabellado.
Magnus estaba enternecido, y lo demostraba con la dulce sonrisa que no paraba de hacer sonrojar a la turista, quien evitaba el contacto visual como niño huye a la hora del baño.
Tras acomodar su cabello en sus orejas y morder su labio inferior, la chica sucumbió a la oferta del británico con voz deliciosa que no dejaba de mirarla.
Cuando llegó el turno de que ambos subieran a ese mirador en forma de rueda de la fortuna, las sonrisas no cabían en sus rostros.
La noria no tuvo que detenerse para permitirles subir, la velocidad era tan baja que permitía a los pasajeros adentrarse a sus cápsulas acristaladas sin peligro. Alrededor de veinticinco personas subieron a la cápsula antes de que esta cerrara y allí comenzó el temor de Helena. Sabía que le esperaba un lento ascenso, y las alturas no eran su mejor idea de diversión.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó la chica para distraer sus nervios que ya la impulsaban a rascar sus muñecas.
Sorprendido, el británico sonrió con algo de coquetería que antes no había mostrado. Sus dientes eran blancos, de mordida perfecta; mientras que los de su acompañante estaban tan torcidos que la llevaron a usar frenillos.
—Mi nombre es Magnus Rowling, pero usted puede llamarme Mag.
Rowling extendió su mano hacia la da la doncella que sonreía frente a él, llevó los pequeños dedos femeninos hasta sus labios y los rozó segundos antes de dejarlos reposar en un tierno beso.
—Yo soy Helena, Helena Martínez.
—Helena.
A ella se le revolvió el alma al escuchar su nombre escapar de los labios ingleses del chico frente a ella.
Tuvo que girar su rostro y fingir interés en lo que sus ojos alcanzaban a ver desde esa altura, de otra forma Magnus habría detectado el rubor que delataba sus mejillas en ese momento.
—Y..., ¿de qué país viene? —quiso saber el inglés.
—De Venezuela —respondió Helena en un suspiro. No era el país con mejor reputación en Latinoamérica, pero ella sentía un amor profundo por ese lugar de paisajes tan variados y maravillas invaluables al que con frecuencia llamaba hogar.
—¿Y cómo es?
—No muy desarrollado, en comparación a este. Pero tiene maravillas que... le juro, se hacen adorar sus tierras.
—Claro, tienen El salto Ángel.
Magnus metió las manos en los bolsillos de su pantalón color beige mientras Helena negaba con una sonrisa en los labios. Él se estaba preparando para escucharla sin ninguna intención de interrumpir.
—Es más que eso —dijo ella—. Sí, el Auyán-tepui es especial, el salto de agua más grande del mundo. Pero hay otros saltos. La gran sabana. Los picos de Mérida, el teleférico más grande del mundo, desiertos, las playas paradisíacas... No dejaría mi país por nada. Y lo digo con solidez ahora que he conocido esta belleza.
—¡Y lo que le falta por conocer! —exclamó Magnus casi en una risa—. ¡Moriría por llevarla al National Gallery! ¡Oh! —Señaló a lo lejos—. Allá se alcanzan a ver los relojes solares en el Támesis.
Él señaló el lugar anunciado, y Helena sintió que la emoción sacudía su cuerpo. Se creyó niña de nuevo, como si la inocente capacidad de experimentar alegría ante cosas pequeñas muriese en esa etapa.
—Hermoso, ¿no es así? —sugirió el lugareño.
—No, es más que eso. Me maravilla el hecho de que esos artefactos sirvan para dar la hora y fecha de acuerdo a la posición del sol.
Él sólo quería escucharla hablar, ella se limitaba a disfrutar de lo que veía. La noche caía y la noria era iluminada. Lo que sus ojos presenciaban era un espectáculo de luces, la ciudad parecía un cielo infinito lleno de estrellas titilantes y luciérnagas que danzaban al compás de sus sueños. Y toda esa función iba dedicada a ella.
Magnus no alcanzó a mostrarle el imponente Palacio de Buckingham, pero se ganó un grito de placer y un abrazo emocionado, al momento de señalarle a su anfitriona el enigmático Big Ben. Rowling era un amante de la historia, y lo dejaba ver en sus relatos sobre cada estructura, que sumían a Helena en un trance hipnótico.
Su voz la condujo a lugares a los que nunca imaginó viajar, como al año 2000 en que se inauguró el Ojo de Londres, la noria más alta del mundo, el nido de su primer encuentro.
—Siento que floto sobre Londres —confesó extasiada Helena—. Miro hacia fuera y no me molesta el vértigo, me insta a permanecer. Es como adrenalina, como...
—Como vivir por primera vez —terminó Magnus, mostrando todos sus dientes y dejando sus ojos brillar de ternura.
—Exacto —concedió la chica.
Ambos disfrutaron de un silencio delicioso, intercambiaron miradas y sonrisas mientras flotaban con delicadeza sobre la grata hermosura de Londres.
—¿Cuánto tarda este recorrido? —preguntó al fin Helena. Era una duda que llevaba un tiempo navegando en su cabeza, no por ansiedad de bajarse, sino por razones que la hacían sentir incapaz de disfrutar como las personas comunes.
—Unos treinta minutos —contestó Magnus.
—Y teniendo en cuenta que estamos a una 135 metros de altura —comenzó a calcular la chica en una especie de frenesí—, la velocidad de la noria debe ser de unos 0,26 metros sobre segundos. Lo que equivale a 0,9 kilómetros por hora.
—¿Te gustan las matemáticas? —indagó el joven.
—La física —corrigió ella con una sonrisa eufórica.
El suelo se aproximaba anunciando el final de su paseo y conversación. Ambos lo entendían, y por ese motivo la extensión de sus sonrisas disminuía de forma voraz.
—No volveré a verte —declaró con un matiz de tristeza la profunda voz del inglés.
Helena no podía negar ese hecho, así que se limitó a bajar el rostro con pesar y morder su labio inferior. Había pasado un momento que permanecería tatuado en su memoria lo que dudara la eternidad, se había atrevido a no solo ser espectadora, a dejar de imaginar lo que podría ocurrir y a descubrirlo por sí misma. Y todo gracias a ese chico que, con su fuerte agarre, no la dejó caer.
—Pasé un momento hermoso —confesó, haciendo contacto visual con esos ojos color ámbar que jamás olvidaría.
—Aquí quien realmente merece ese adjetivo eres tú.
Ante el cumplido más genuino que había recibido alguna vez, las mejillas de Helena se enrojecieron. Sus ojos, invadidos por la sombra de la nostalgia, se empañaron con imprudencia; y sus talones giraron para dejar sus pies avanzar sin siquiera despedirse. Ella no poseía fuerzas para decir adiós, y no tenía tiempo para buscarlas.
Sólo se fue, convenciendo a su corazón de que jamás se reencontrarían con ese muchacho.
La ironía de la vida es infinita, porque sus caminos se volvieron a cruzar. Y forjaron una unión que pocos han podido igualar. Compenetraron sus vidas hasta el punto de crear otra nueva. Y, ¿quién diría que de esa unión nacería el hombre más importante de la historia cibernética y robótica? Mark Rowling, el fundador de Ginggle, el hombre que vio en las aplicaciones el futuro del mundo.
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Nota:
Voy a estar intercalando algunos capítulos en pasado para dar contexto de este mundo y su creación. Esta es una historia de capítulos ligeros con mucho humor y acción, pero tiene toda una construcción detrás que me gustaría que puedan apreciar. Estoy muy orgullosa de este trabajo y espero ustedes valoren este vistazo al comienzo de esta nueva realidad futurista.
Pd: quiero ir a Salto Ángel.
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