Capítulo 2

Una vez que entramos a la sala, ya sin la presencia de Gonzalo, no fui capaz de contener las lágrimas. Escuché los gritos de mi padre y me limité a asentir con la cabeza o responder con algún monosílabo, aunque me sentía humillada por lo injusto de la situación, ya que la mayoría de mis compañeras salían con muchachos desde hacía ya bastante tiempo. Tenía edad suficiente como para tomar mis propias decisiones y elegir con quién podía estar. Si me equivocaba, aprendería de mis errores. Claro que mis padres no lo veían de ese modo. Mi madre también estaba allí, y aunque no me dijo nada pude ver en sus enrojecidos ojos miel, tan parecidos a los míos, que la había decepcionado. Aquello me dolió más que cualquier grito.

Me quitaron el teléfono y me castigaron por un mes. Una condena que no supe respetar. El celular me lo devolvió en secreto mi madre al día siguiente. No estaba de acuerdo con el castigo de mi papá, porque consideraba que era mejor que yo tuviera forma de comunicarme con ella cuando saliera del colegio. Si bien nunca se oponía a él, quizás por miedo, algunas veces me apoyaba en secreto.

Además, funcionaron los argumentos que le di sobre la necesidad de mis aportes en los trabajos grupales que nos mandaban los profesores. Si no iban a permitir que me reuniera con mis compañeras a hacer la tarea, necesitaba un medio por el cual enviarles información. Mis buenas calificaciones dependían de ese pequeño aparato.

Todo mi mundo giraba entre mi casa y la escuela, donde estaban prácticamente todas las personas a las que conocía. Con Gonzalo comencé, poco a poco, una relación especial. En algunos recreos no solo venía a saludarme y se quedaba hablando conmigo, sino que actuaba como si fuéramos muy cercanos: me rodeaba con un brazo en presencia de otras personas, me decía algún que otro cumplido y me regalaba aquella sonrisa suya de quien sabe cómo seducir. Sin embargo, en otras ocasiones se mostraba indiferente como si le aburriera o le molestara mi presencia e incluso había días en los que me esquivaba por completo.

Durante la tercera semana de mi castigo, Julián, uno de los amigos de Gonzalo, me invitó a su cumpleaños. Le dije amablemente que no podía ir y todo podría haber quedado ahí.

—¿Por qué no vas a ir a la fiesta del sábado? —me preguntó Gonzalo durante el segundo recreo, parecía consternado.

—No puedo, estoy castigada —respondí con pesar.

—No podés no ir. Después de lo que me costó que Julián te invitara. No le parecía buena idea invitar a alguien de tu curso, pero lo convencí de que sos distinta, que sos una piba madura y bastante copada para tu edad.

No estaba segura de si debía tomar sus palabras como un halago o como un insulto. Respondí de la manera más neutral posible:

—Me encantaría ir, pero no puedo.

—Bueno... es una pena. Me moría de ganas de estar con vos. Supongo que puedo invitar a alguna otra chica —soltó, se dio la vuelta y empezó a caminar con las manos en los bolsillos.

Sus palabras fueron como un balde de agua fría.

—Creo que puedo encontrar la forma de ir aunque sea una hora o dos —dije con un hilo de voz.

No había forma de convencer a mis padres de que me dejaran ir, pero tampoco estaba dispuesta a permitir que Gonzalo se fuera con otra solo por un estúpido castigo.

—¡Buenísimo, Pérez! ¡Nos vemos el sábado! —dijo sin voltearse.

Llegó el fin de semana, y como sabía que no me dejarían salir, esperé a que mis padres se durmieran y me escapé de casa. Era tarde, hacía frío y no había nadie en la calle. Sabía que podía pasarme cualquier cosa y mi lado racional me gritaba que regresara en ese instante. Ignoré mi instinto de supervivencia y llamé a Gonzalo.

—Hola.

—Gonzalo, soy Maya. Necesito pedirte un favor. ¿Me podés pasar a buscar por la esquina de mi casa para ir a la fiesta de Julián? —pregunté en un susurro aunque sabía que nadie iba a escucharme.

—¿Qué? ¿Ahora? ¿Te escapaste?

—Sí, bueno... No te preocupes. Si es mucho lío, vuelvo a mi casa y ya fue.

—No, no te vayas. En diez o quince minutos estaré por allá —dijo y colgó.

Esperé temblando por el frío y el miedo. Si mis padres se enteraban, iba a tener muchos problemas, si previo a eso algún loco no me secuestraba y me mataba antes de que llegara Gonzalo.

—¡Gracias a Dios! —exclamé cuando vi su auto.

Rodeé el escarabajo azul y me senté en el asiento del acompañante. Gonzalo me saludó con un beso en la comisura de la boca, algo que me hizo sonrojar. Noté que había bebido.

—¿Cómo estás? —pregunté acercando mis manos a la calefacción para recuperar la sensibilidad de las yemas de los dedos.

—Ahora que te veo, mejor. Pensé que no ibas a venir.

—Me estoy jugando la vida. Si mi papá se entera, me mata —confesé.

—Por suerte, no se va a enterar —dijo retirando una mano del volante para acariciar el dorso de mi mano.

Aquel gesto de cariño duró apenas un instante, pero me hizo sentir reconfortada como si le importara.

Nos recibió Julián y yo le deseé feliz cumpleaños. El chico tenía un vaso con alguna bebida alcohólica que no supe distinguir y el andar de quien ya ha bebido mucho. Nos condujo hasta la terraza en la que estaba teniendo lugar la fiesta.

Sonaba cumbia a todo volumen a través de unos parlantes que producían cierto sonido metálico. Reconocí a varios de los compañeros de Julián y Gonzalo entre una veintena de adolescentes que bailaban o se juntaban en grupos más pequeños para conversar. Carlos estaba haciendo el ridículo intentando balancear una lata vacía sobre su cabeza.

Gonzalo me dijo algo que no fui capaz de escuchar a causa de la música estridente. Luego me tomó de la mano para guiarme a través de la gente hasta una mesa en la que había frituras, bebidas y vasos dispersos.

—¿Querés algo de tomar?

Yo no bebía alcohol y no parecía haber nada más, por lo que respondí:

—No, gracias. Estoy bien.

Él abrió una lata de cerveza y volvió a tomarme de la mano para atravesar la multitud.

—¿Vamos al techo? —preguntó.

—¿Qué? —grité, pero mi voz apenas se escuchó.

Había muchísimo ruido y me sentía aturdida. Nunca me había gustado la cumbia y menos cuando sonaba demasiado fuerte y con tan mala calidad.

Nos dirigimos hacia una escalera de madera que estaba colocada contra la pared para poder acceder al techo. Gonzalo soltó mi mano, apoyó la lata de cerveza a medio tomar en el suelo y comenzó a subir con destreza. Una vez arriba, me apremió para que lo siguiera:

—¿Te vas a quedar ahí abajo?

Tragué saliva y comencé a subir. La madera humedecida, por haber permanecido a la intemperie durante quién sabe cuánto tiempo, crujía bajo mis pies. Me propuse no mirar el suelo mientras ascendía. Cuando llegué a los últimos peldaños, Gonzalo tiró de mi brazo para ayudarme y me acomodé a su lado.

Suspiré aliviada, había sobrevivido a la travesía.

—No me digas que te da vértigo —dijo burlón.

No me dio tiempo a responder. Se puso de pie y se dirigió hacia el extremo de la casa que daba hacia la calle. Mi corazón se encogió, Gonzalo estaba muy cerca del borde y había bebido. Un paso en falso y se caería del techo. Por fortuna, no ocurrió, se sentó dejando que sus piernas colgaran en el vacío y me invitó a que lo acompañara. Así lo hice.

El frío me hacía tiritar, pero estábamos más resguardados del ruido estridente y cuando me rodeó con el brazo como lo hacía a veces en el recreo, me sentí en el cielo. Me pregunté qué vería en mí alguien como él. Yo no era fea, pero no me sentía particularmente bonita. Era consciente de que Gonzalo podía salir con cualquier chica que quisiera si se lo proponía, pero por algún motivo había conseguido que me invitaran a la fiesta, me había ido a buscar hasta la esquina de mi casa y elegía estar allí a solas conmigo en lugar de pasar el tiempo con sus amigos.

—¿Te puedo besar? —preguntó sin mirarme con su voz dulce y varonil.

Aquella petición me tomó por sorpresa y me produjo vértigo. Nunca había besado a nadie, pero pensé que sería algo que se daría de forma más natural. No era que Gonzalo no me pareciera el indicado, sino que tenía la sensación de que algo le faltaba a ese momento para que fuera realmente mágico. Quizás solo era mi propia inseguridad, no lo sé.

—Sí —respondí con timidez.

Cerré los ojos cuando me miró y dejé que fuera él quien se acercara. Sentía mis latidos cada vez más acelerados y, a pesar del frío, las mejillas me ardían. Sus labios cálidos se posaron sobre los míos y su lengua buscó refugio en mi boca. Pese al sabor amargo de la cerveza, era una sensación agradable y creí con ingenuidad que era una especie de pacto implícito de que estaríamos juntos a partir de ese momento.

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