16| PERSECUSIÓN
—Que no soy... —rectifico con seriedad—. No tengo novio, señora.
Alguien por detrás me habla:
—¿No? Pero cómo es eso posible, debe ser un crimen. —Tengo un retorcijón de tan solo escucharlo. Es un travesti, lleva una horrenda peluca rubia y tacones como de 6cm. Lo vi a la salida—. Semejante monumento sin nadie que lo admire... ¡No, no! —exagera, llevándose la mano contra el pecho en forma de ofensa—. ¡Inaceptable! —Se inspira desproporcionadamente—. Yo necesito que me concedas el honor de quitarte la libertad y darte...
—¡Nooooooooooooooo!, ¡por Dios, noo! —vocifero, girándome hacia el sujeto que huele a vainilla concentrada. En mí se destapa aquel afán por insultarlo—. ¡Ya no digas babosadas, maric... —oprimo el "Maricón" en cuanto me ladeo del todo y veo a sus amigos con cara de todo, menos de intachables, detrás suyo. Uno de ellos está afilando un machete contra su guante, miden casi dos metros—. Maric-Maricela... —Me las ingenio, llamándole por el nombre que tiene en la etiqueta de su vestido estrambótico.
Este me mata un ojo y empieza a sacudirme los hombros con suma convicción, como si tuviera permiso de tocarme.
La anciana niega con su rostro y se aloja en compañía del sendero por donde se fue el policía y el ladronzuelo. Ahora sí está segura de que bateo para el otro equipo, me ve como caso perdido.
—¡No, espérese! —Veo que me deja solo y la llamo.
Dos toquecitos en mi hombro después:
—¿Qué dices si intercambiamos números? —Él otra vez, más aferrado que un cáncer en el trasero a la idea de tener algo conmigo.
Ni siquiera le dije: "Hola". ¿No se supone que así se comienzan las cosas cuando quieres algo?
—Sé lo que estás pensando, lindo. —Sigue hablando solo. Me turba eso último—. Ya deja esa cara de estreñimiento. Sabes muy bien que quieres.
Como que se le zafaron las tuercas a más de uno por aquí. Estos lugares son muy inseguros.
—No te daré mi número. Lo siento, pero me gustan las chicas. —Lo espanto con la tortuosa verdad—. Hasta tengo novia, se llama Dafne y tenemos un perrit...
Maricela comienza a llorar.
—¡Cobarde! —Me arroja su bolsa con histeria—, ¡cómo te atreves a dañarme de esa manera!
Me escudo detrás de mi antebrazo. Este sigue golpeándome, lanza su bolsa por donde vea oportunidad de agredirme y veo uñas caer en el proceso. Me tira con lo que encuentra.
Sus amigos con fachas de asesinos le facilitan el machete.
Mil maneras de morir ya no resulta tan fascinante cuando estás viviendo en el reality.
Seré picadillo para cerdos.
Maricela deja su bolsa en poder de sus compinches, preparándose para mi cacería; toma una postura cómica para tomar la inmensa navaja, creo que se cree Ninja.
La guacamaya ahora es espadachina.
—¿Me matarás? —Veo enfáticamente su peluca, esperando su contestación.
—¡Tú... me lastimaste! —grita como loco.
Nadie se acerca, por lo menos. Aprovecho la distracción de la demás gente para irme con él más lejos.
—Mmm no aguantas nada. —Lo altero más.
Casi en media calle, en el centro de la nada. Me persigue en sus elevados tacones morados. De tan solo verlo creo que se va a torcer un tobillo.
Los chicos se visualizan cada vez más pequeños a la distancia, unos hasta se han entrado al club.
No dejo de ver su melena de fibras doradas y altamente acondicionada, se ve que la cuida.
Me parece que esa es su debilidad. Qué triste que me quiera ver muerto.
—¡Ni los gusanos te van a querer!, ¡nadie te va a reconocer! —detalla con vileza.
Se viene hasta mí y yo me encuentro con una alcantarilla abierta a mi lado. Todo es oscuro y él no logra enfocarlo.
Todo es amenaza hasta que lanza un machetazo con todas sus fuerzas y sin medir las consecuencias en mi dirección, gritando como si fuera Espartaco. Lo rechazo y este arremete de nuevo en mi contra, perdiendo los estribos totalmente.
Cuando se inclina a dar el siguiente espadazo, Maricela queda hincado y la navaja se choca contra el suelo; de manera que puedo agarrar el mechonero que decora su cabeza y mantiene su autoestima.
Esa peluca está tan bien sellada que por un momento me pregunto si en verdad es falsa. Me toca ponerle un pie sobre el hombro para jalar.
—¡Ah!, ¡deja mi cabello en paz, maldita bestia! —Se lamenta peor que una chica.
Hasta que por fin y milagrosamente sale. La pega industrial no era invencible. Me pongo a observar esa extrañeza y hasta grapadora le han de haber puesto.
Él se acaricia su calvicie angustiosamente, no asimila lo que está pasando. Luego me apunta como desquiciado con el machete, nuevamente.
—¡Te odio!, ¡una y mil veces te odio! Mira como me has dejado...
—Y te dejaré peor si no bajas eso —amedrento casi implacable, dejando su peluca espolvoreada tendida al aire y justo encima del alcantarillado.
—¡Noo! —Se chorrea en un segundo contra el suelo, luego se viene arrastrando para pedirme que no la suelte. El machete lo dejó de lado—. Mi Marigold... —chilla, haciendo un hilito su voz.
Es perturbante.
—¿Le pusiste nombre a tu peluca?
—¿Cómo puedes decirle peluca, zarrapastroso? Si ella es mi extensión, mi vida, la única que me entiende...
—Pues sí, porque estás bien loco —réplico.
Su maquillaje está todo corrido y le hace homenaje a la llorona, o a un mimo.
—¡Insensible!
Me difama todo lo que quiere mientras sostengo la cabellera; sin embargo, veo que varios autos comienzan a aparecer para movilizar a invitados de ambos clubes. Mi sorpresa es bastante cuando veo que Steve sale con Dafne casi a rastras del Jazz Pub.
Su cuerpo está tan desvalido que entorpece el recorrido que el chico pretende hacerle dar obligatoriamente. Está absolutamente perdida. Hecha en cuerpo y alma una víctima más de la atrocidad de ese canalla.
Dafne, mi mujer. La cuerda principal que jala y remueve las pistas de mi corazón, siendo expuesta y desperdiciada.
Esto no se quedará así.
«Aunque la policía no me ayude, yo iré hasta el final. Por más que me quiten el nombre, el dinero, la paz...
Veo a Maricela y recuerdo todo lo que pasó anteriormente gracias a la taberna.
...e incluso la masculinidad; no la dejaré sola».
Dejo la peluca en poder de su dueño, él la toma como si fuese un salvavidas. Acto seguido levanto el cuchillo y lo sumerjo en el pozo negro, donde debió estar desde el principio.
Le he restado importancia a todo lo que me rodea; solo soy ojos, oídos, mente y corazón para esa dirección: Dafne y Steve a punto de abordar el auto.
No sé exactamente quién está al volante del coche, pero no es un taxista sino un particular. Un Toyota de color plata para ser más exactos.
Steve deja a Dafne en la parte de atrás mientras se va hacia delante y le dice algo al conductor, estos enlazan sus manos como si fueran amigos. Un minuto más tarde Steve se va junto a mi novia, quien está somnolienta junto a la ventanilla, y el carro hace su arranque.
Me voy como un cohete hacia uno de los vehículos que está descargando muchachos para El Oráculo. Empujo a uno de ellos —el cual se encontraba al lado de la puerta abierta del copiloto del taxi—, haciendo que me quede espacio libre para el puesto, entro y cierro precipitadamente la entrada. El señor me pregunta a dónde vamos y le respondo que siga al auto de más adelante sin dejarse ver, así como en las películas.
Emprendemos la persecución a medida de que el automóvil de ellos se distancia. Se me hace fácil apreciar desde el ventanal lo que pasa entre ellos.
Él la tiene abrazada, por momentos le susurra cosas al oído. Ella intenta aislarse y tomar aire por la ventana, se asfixia. Veo sus cabellos marearse con la terquedad del viento por encima del vidrio.
Sé que quiere escapar. Se siente encerrada.
Pasan largos minutos y seguimos el recorrido. Ya está dicho que no vamos para la casa, pasamos por la vía hace un buen. Me pregunto para dónde la lleva este depravado.
Dafne se siente cada vez más insegura y los veo forcejear. Steve toma sus manos y se las lleva hacia el centro, sometiéndola.
Lo quiero matar. Pero principalmente al imbécil que está con ellos de alcahuete, se nota que es su cómplice.
«¿Lo mismo hará con todas las demás?».
Dafne se pone agresiva y le muerde la cabeza, hasta aquí oímos su grito de princeso. Creo que le dice que se baje, señala hacia afuera, y se orilla. Steve o, más bien su silueta, se toca la cabeza y se va hacia la otra esquina. Por fin.
«Ojalá te perforara hasta el cerebro, lo mínimo que te mereces».
Al cabo de un tiempo y, detallando el vehículo donde estoy, noto una gorra detrás de la palanca de cambios, exactamente en un pequeño espacio donde se supone la mayoría recoge monedas. Es una gorra sencilla, color terracota con algunos remaches y botón para ajustar; pero perfecta para esta ocasión.
—Oye, ¿en cuánto me vendes tu gorra? —Me lanzo a preguntar como si no estuviera desfalcado.
—Es tuya si me dejas tu reloj —propone como buen negociante.
Me lo pienso conforme seguimos el trayecto. Mi reloj cuesta unas 20 gorras.
Pero como no me queda efectivo:
—Mmm me das la gorra y el pasaje. —Me ve ceñudo, tomando en cuenta que está atravesando la ciudad y todavía no acabamos—. ¿Lo tomas o lo dejas? Son 14 kilates. —Me hago el interesante.
Ahora él premedita la oferta. Lo consulta con el volante y después de un momento me informa:
—De acuerdo. Ponme el reloj en esta. —Me ofrece su brazo derecho para que lo adorne con el que antes se denominaba como el medidor de mi tiempo, donde fuera, cuando fuera. Veo su marcación una última vez: 1:45a.m. Me quito el broche y lo ajusto alrededor de su muñeca, sellando nuestro trato.
Se le ve bien. Es una joya capaz de aderezar cualquier segmento.
Entre tanto yo tomo mi nueva prenda y la empleo ajustadamente sobre mi cabeza. Es precisa para mí.
Seguimos conduciendo, infiltrados bajo el velo de la tensionante noche. La luna llena se resguarda en un placentero nido de algodones que se van difuminando con el aire. También hay unas gotas de agua que vienen de visita desde lo más alto anunciando lluvia, dejan en claro su presencia cuando se estrellan contra las ventanas del auto.
Los pajarillos duermen, se escampan entre las plantas; cada mendigo de la calle se mete más hacia los puentes y se cobija con cajas de cartón, todos los celadores que tienen turno se toman un café, cada trueno desvela a un pequeño, una de cada tres parejas se está abrazando dormida justo ahora y yo aquí... intentando salvar lo que me arrebataron.
Llegamos a una vecindad bastante grande, parece una ciudadela; tiene bastantes edificios en común. Ellos estacionan el auto frente al primer edificio y nosotros nos quedamos a su diagonal, detrás de otros coches, sin levantar sospechas y apagando los foros delanteros. Steve se baja y va hacia Dafne, ella no parece querer bajarse... pero, de pronto, este le dice algo que la hace cambiar de opinión y accede; y así es como ya no hace resistencia para meterse a la torre con el dragón.
Cuando ellos dos se introducen en portería, atrás de ellos se va el chofer del auto y habla por unos instantes con el guardia. No tengo idea de qué se trata la charla, pero termina en soborno. El tipo de exageradas medidas con pinta vintage y lentes de mafioso le facilita un fajo de dólares. Él se retira hacia el interior, no sin antes aventar su cigarrillo a la cerámica y aplastarlo con su zapatilla con estilo.
Se parece a Steve, no sé en qué.
No espero más y me despido del taxista. Salgo disparado y sin ningún plan de base, llegando a la portería dispuesto a seguir derecho.
Pero, al parecer, las ideas me encuentran a mí.
—¡Hey, tú! Congelado —ordena el celador y ridículamente le hago caso. ¿Todavía se usa eso?—. Te estaba esperando.
«¿Ah? ¿A mí?».
Volteo sin estar muy seguro, todavía acogiendo la postura de estatua.
—Sí que tardaste. Pensé que tendría que tirar todo esto —declara, tomando una bolsa transparente que contiene latas de refresco y cerveza. Me las entrega con alivio y yo lo recibo como si fuera el reciclador.
Es justo ahí cuando ya no sé qué hacer o en dónde meterme esa bolsa.
Él me mira con inquietud.
—¿En dónde dejaste la carretilla? —Me cuestiona por mi supuesto implemento de trabajo.
Buena pregunta...
—Este... sí... es que... —invento, empujado por la presión—, la dejé afuera.
En cuestión de mentiras, creo que ya tengo un pase prodigio para el infierno. Una nimiedad saldrá saludable para todo el mal rostizado.
—Oh, bueno. Entonces ve a dejar esas porque adentro te tengo unas cajas —sugiere, prendiéndome la luz verde para meterme.
—Sí, está bien. Ya vuelvo.
Me voy para afuera con la esperanza de encontrar un cesto de basura, y el destino me guiña poniéndome en el camino a una carretilla de reciclador, o sea algo muchísimo mejor. Lo que no esperaba es que viniera con su propietario incorporado.
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