09| LA TRAVESÍA

—¿Sí? Buenas... ¿Quién habla?

Asciendo y asciendo escaleras. Esto parece el mismísimo escalón que atravesó la señorita Dwan para alcanzar a King Kong.

La temperatura es infernal aquí en la cima. Hay muchos espejos a mi alrededor intentando confundirme.

—¿Es usted nuevo? —pregunta, notando que estoy perdido.

Eso me hace recordar a Denisse, por lo que definitivamente no.

—Eeeh, en absoluto soy nuevo. Solo estoy perdido...

—Ya veo, no se preocupe. ¿Y cuál es su nombre?

Entre más arriba llego, más lejos estoy de alcanzar el 4. Está por todas partes y a la vez en ningún lado. ¿Qué es esto?

—Esto parece un laberinto, señorita. Hay muchos... —parloteo distraído en todos los números 4. Unos parecen abrillantarse, otros resaltarme encima y los demás agigantarse. Quiero tomarlos todos, son demasiados...

—¿Muchos 4? —La voz al teléfono parece saber de lo que hablo, yo asiento como si me viese desde el otro lado. No sé si debo asustarme—. Efectivamente hay muchas trampas para todos aquellos que no son invitados a esta zona. —Su voz se muestra comprensiva y se va tornando chistosa—. Lo bueno es que usted sí es invitado... por eso tiene la tarjeta.

Mientras el número 4 se voltea para juntarse con el otro 4 y así conformar un celestial 8 frente a mis pobres y maltratadas neuronas, mi mente se esfuerza en retener la última información que han expulsado los labios de la señorita a través del movil: por eso tengo la tarjeta.

«Una tarjeta que no es mía».

—...Por eso necesito su nombre. Así lo tacharé en la lista y le haré el ingreso... ya no pasará por más incomodidades —notifica con suavidad.

—Sí... de acuerdo —espabilo en cuanto se me atraviesa un 4 con intenciones de hacerme caer al principio—. Un segundo.

Ella aguarda en el teléfono y yo empiezo a esculcar entre los documentos de Ronald, intentando averiguar su apellido.

—¿Señor?

—Mmm sí, aquí estoy...

—Bueno. Dígame su nombre.

—Ronald...

—¿Ronald qué?

—Maldición, el apellido —siseo apresurado mientras sigo buscando al interior de la billetera sin éxito.

—¿¿Cómo??

—Que el número 4 me pellizcó. —Trago grueso y se me chifla la improvisación.

—Ah…

Estoy casi desatando los pliegues de cada bolsillo como si fuese a salir una abertura extraordinaria con el apellido del adefesio que tiene por hombre Miranda. No hay nada, solo más y más tarjetas.

—Pero necesito también su apellido. Hay muchos Ronald en la lista.

—Es que no tengo apellido... —El calor es sofocante y el mareo que producen tantos 4 juntos me hacen tomar medidas desesperadas.

Más desesperadas que no tenerla a ella junto a mí.

—¿Cómo que no tiene apellido? —Comienza a articular más grave. Seguro está activando su sistema infrarrojo.

—No se asuste, señorita. Como sabrá me encuentro al borde de un colapso con la magnitud de estas trampas...

—Ajá. —Ella intenta creerme, pero igual le causa gracia—. Aún así, no le puedo colaborar si no me da su nombre completo.

Cuando saco las tarjetas me encuentro una que sobresale entre todas, supongo que es de algún amigo suyo. Es un cartón color petróleo con caligrafía de plata, bastante moderna y explícita en comparación de las demás. Hay un sello, un nombre y varios contactos. El sujeto se llama James Wolts y es uno de los más altos ejecutivos de la Industria Petroquímica.

—Pues, en realidad, sí tengo apellido —expreso confiado a la vez que me voy guiando emocionado por las redes sociales del tipo, es fácil distinguir quién es y cómo se mueve bajo la marea—. De hecho, estaba tan mareado que creo que te mencioné el nombre de mi amigo, Ronald... —Comienzo a tutearla para crear seguridad y convencimiento.

—¿Eh? Exacto —duda y en medio de su confusión, sonsaca—. ¿Entonces usted es...?

Un 444 me coquetea en trencito y me hace dar vueltas, tambaleándome en las escaleras, algunos de los papeles se van al fondo y me sostengo como puedo. Me pone nervioso acabar allí abajo, no quiero irme al vacío.

Ahora la desesperada medida se torna fundamental, vital.

—¡James! ¡Soy James Wolts! —Una gota de sudor se desplaza holgadamente por mi rostro y se pasma en cuanto la derribo con mi palma—. Ahora sácame de aquí o me quejaré con tus superiores... ¡Ahg!

Logro percibir que al otro lado ésta se atranca y escupe su bebida arrebatadamente, como si fuese el nombre del mismísimo presidente el que acaba de escuchar.

El momento se torna silenciosamente incómodo, hasta que ella se reincorpora y vuelve a la calma.

—Lo lamento mucho, señor. Por favor, pierda cuidado y tranquilícese que en un momento le hago pasar. —Escucho como teclea con celeridad en su monitor—. ¿Desea usted el masaje y la cubierta del show privado con nuestra estrella? Hoy le tenemos descuento por ser su cumpleaños.

Ninguna de las dos opciones es buena idea. ¿Qué se supone que tengo que hacer?

—Solo me interesa la comida en realidad. Denme mucha comida —arrojo ambicionando los muy probables manjares que tienen para los invitados, pero se vuelve a manifestar otra pausa desagradable con la señorita y caigo en cuenta de mi brutalidad—. Ya sabes, mis platillos favoritos como siempre. Este revuelco me ha abierto el apetito.

—Claro... no se preocupe, los enervantes suelen desatornillar a la gente.

«¿Me ha dicho desatornillado?».

—...Y la realidad es que su efecto es tan masivo que usted nunca ha estado subiendo unas escaleras... siempre ha estado en un mismo sitio, frente a su propia imagen. Si usted ha visto una dirección en particular, es parte de sus anhelos más profundos; y el número tampoco existe, tal vez lo ha visto anteriormente o sostiene una fascinación con este —expone toda la situación sin un gramo de pesar al ver que mi entrada ya se aproxima, dejándome más aturdido aún.

Todas las mujeres aquí son unas serpientes.

«Dafne, espero que no te hayan envenenado aún. Necesito que resistas... por nosotros».

Sin más, comienzan a colarse pequeños conductos de gas a través de las paredes movedizas, haciendo que el habitáculo se llene de inmediato conmigo en su interior. El químico es blanco e intento esquivarlo tapándome ambos orificios respiratorios, en ese momento pienso que todo ha sido en vano; pero muy por el contrario empiezo a sentir más lucidez y control de todo a mi alrededor. La secretaria tenía razón: todo ha estado en mi cabeza. Simplemente tengo un espejo enfrente y a mis pies se encuentra un trotador llevándome a grandes pasos, casi corriendo. El neutralizador se va desvaneciendo después de hacer su efecto.

Apago el caminador y me bajo, en cuanto lo hago se activa un sistema de alarma. Quisiera desaparecer.

No me había dado cuenta de que ella me colgó la llamada.

Me pudre el pito y vuelvo a subir. Esto no es más que una prisión de maxima seguridad con un director esquizofrénico que, muy seguramente, me está grabando en estos momentos con su cámara escondida para hacerme experimentos retorcidos. Ahora tienen sentido tantos niveles.

Saco mi dedo corazón resaltadamente entre mi puño para enseñárselo a toda la habitación. Sea donde sea que estés, lo que quieras hacer, mámate una caravana de huevo.

El espejo se burla de mí. El titilar de la alarma me grita torpe. Todo el espacio confabula en mi contra y no sé en dónde demonios se metió la supuesta entrada que me prometieron.

¿Será que me estafaron? Bueno, no los puedo demandar porque también los engañé.

El cristal reflejando mi imagen me causa cierta insatisfacción. Han pasado unas cuantas horas y ya me veo demacrado. Hasta en la cara se me nota que mi felicidad no está.

No me gusta ver eso. La deprimida imagen me hace soltar un impulso de agresividad hacia el vidrio, enterrando mis nudillos en mi reflejo. Este se rompe tanto que empieza a abrirse desde el centro hasta el exterior en forma de vértice y no se detiene. Cada vez acapara más el cristal hasta hacer un hueco capaz de poder tragarse a una persona.

Veo mi propio puño boquiabierto. ¿Yo provoqué tal cosa? Soy una máquina demoledora.

Los cristales van cayendo y misteriosamente se pierden, tal vez dentro del gigantesco hoyo, dejando solamente el marco de lo que solía ser el espejo.

Mi curiosidad, como siempre, me tienta.

Me bajo del caminador por segunda vez e ignorando su retumbante alerta, lo orillo a un lado para que me deje el paso libre hacia la oscuridad en toda su dimensión.

Prendo la linterna de mi teléfono y alumbra ahorrativa gracias a su falta de batería, lo cual es un sacrilegio a la hora de meterte a la boca de un grandísimo lobo negro. Doy los primeros pasos con los pies en puntitas, todavía psicosiado con mi último sueño, no quisiera un cristal filtrándose en mis zapatos ahora mismo. Conforme me adentro, logro ver en el suelo rendijas por donde muy fácilmente fueron absorbidos todos los cristales. Continuo de largo por el túnel donde todo se divisa confusamente negro y, muy muy al fondo, se manifiesta una puerta con grandes fugas de luminosidad en su trazo. Supongo que es la entrada.

Al llegar hasta ella y antes de abrir, recuerdo cómo Dafne me insistía en que no podía perder la fe en Dios, pues eso sería lo único que me quedaría si ella faltase. Y desde que estoy aquí no he hecho más que desesperar, maldecir y resolver nuevos problemas... todo excepto confiar en lo que me dijo.

Una nueva perspectiva se instala en mí. Ella sabe que no soy muy devoto a las creencias religiosas, pero tenerla a ella en mi vida de por sí ya es un milagro; y si mi milagro tiene ciertas inclinaciones hacia esas tradiciones, hay que apoyarle.

Mientras le doy la vuelta a la perilla para impulsarla al fondo y la luz se esparce estelladamente por mi rostro, siento que mi novia también me apoya desde donde está. Me pide que tenga esperanza, que hay más oportunidades.

La puerta se abre totalmente y yo doy un paso al frente, considerando solamente mis últimos y provechosos pensamientos. El final de la entrada se destaca por las filtraciones de humo a mis pies, como si fuera una súper estrella en concierto.

—¡¡Feliz Cumpleaños, señor James!! —Me felicitan al unísono.

Me reciben con una charola llena de varios licores y cócteles de bienvenida. Las señoritas portan uniformes elegantes de recepción, parecen azafatas. Pero todos en el lugar tienen gorritos de cumpleaños y distingo varias tortas en el inmenso altar.

Al parecer no soy el único "cumpleañero".

Intento anticiparme para ver los nombres que llevan las tortas, pues sería fantástico encontrarme el de Dafne, pero otras señoritas me toman desde la espalda para encargarse de mi chaqueta.

—Señor James, está usted muy tenso. Déjenos encargarnos de su vestuario para facilitarle un masaje, el que usted se merece. —Sus susurros me azaran.

Las otras chicas se reparten mis extremidades viendo mis manos, como si fueran estilistas; otra me obliga a beber y las demás me toquetean los pies indelicadamente. Todas me atienden como a un emperador.

Una de ellas se encuentra el amuleto que le pertenece a Dafne. En cuanto lo veo, mi semblante se vuelve sombrío y con poca disposición ante el alojamiento. Ella se pasma y me lo devuelve, para así guardarlo junto con la rosa.

De pronto, siento un quejido proveniente de mis pies.

—¡Uuuuuooh! ¡¿qué es eso?! —chilla haciendo ademanes de mal olor hacia mi zapato, el orinado—. ¡Oh, mi Dios! Esto es... —Ahora se tapa la nariz.

Pobrecita. Eso le pasa por curiosa.

—Mmm… lo sé, disculpa. Es que pisé algo en la calle...

—Pero Karla, ¡no seas descortés con el señor! —reprocha a lo lejos una ¿jefe uniformada? Se viene marchando como sargento, resaltando cadera con una ceja alzada, parece tronchatoro—. Gracias a él comes, niña. —La chica se intimida y asiente regañada.

—Sí, señora. Los zapatos están sucios así que traeré unos de repuesto. —Ella se levanta y se va como todo un soldado.

Zapatos nuevos, ¿eh? No suena nada despreciable. Este sitio sí está mejor.

Mientras las chicas me ayudan a ubicar y alimentan mi tripa con un balanceado banquete, veo que en la admisión hay una recepcionista, tal vez la que me contestó la llamada, y desde que llegué me ha reparado de forma grotesca. No me hace buena cara.

Tal vez ya se dio cuenta de que no soy Wolts.

Pero me sacaré esa espinita.

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