05| LA ODISEA

Mis manos están forradas en sangre y la presión chisgueteó mi camisa. Intento camuflar la turbación que posee cada vértebra de mi desequilibrada postura mientras ubico el camino hacia mi casa. Necesito un baño, otra ropa, un té. Un lavado cerebral.

No siento las piernas. Mi respiración ha dejado de sentirse como mía. Me pesa el cuerpo, mis ojos decaen, mis brazos me arrastran. Esta energía es tan desgastante. Estoy flotando.

De un momento a otro ya estoy en la portería y Dig me saluda eufóricamente extrañado. Tanto rojo en mis manos debe ser suficiente motivo.

Se aproxima con inquietud y ladeando su cabeza me pregunta:

—Pero, ¿¿qué ha pasado??

—Voy a tomar una ducha —comento terminante y sin verle a los ojos—. Por favor, pídeme un servicio de cafetería. —Él se pone recto y como un rayo se va a pedir mi orden. Sin comentar, sin preguntar.

Me voy adentrando al edificio y conforme dejo la calle atrás, la vibra inaguantable que me rodeaba también desaparece. Vuelvo a retomar mi ser.

Percibo ligereza y con esa misma abro la puerta. Aron de nuevo me da la bienvenida y subo directo a la habitación, allí me despojo de mis cosas conforme me expongo frente al espejo del baño para lavarme las manos.

Se siente refrescante el sonido del grifo liberando el agua a medio ambiente que tanto necesito para descolorarme y borrar ese momento gris de mi memoria; pero el agua está saliendo totalmente limpia y mis manos se empeñan en continuar tatuadas de sangre.

Pienso que es falta de jabón y tomo la barra entre mis manos para frotarme, notando que este tampoco se tiñe de rojo. Al parecer la sangre solo la veo yo.

«Pero ¿Diggle también la vio?».

Me froto la cabeza, alborotando mi cabello, y me introduzco en la regadera luego de verme al espejo. Ahora no sé qué es peor: tener a mi novia desaparecida, presenciar la muerte y presagio del anciano o estar rozando la inestabilidad mental.

Las gotitas me golpean en forma de llovizna a temperatura fría, el agua se desliza buscando la gravedad y desapareciéndose en el desagüe. Mientras mis pulmones se inflan inhalándose el vapor del área y mis neuronas se descongelan con serenidad, solo me puedo desplazar hasta las últimas palabras del hombre que gastó su último aliento de vida en mi presencia: “Para alcanzar la felicidad deberás atravesar por muchas cosas... cosas que quizá te cuesten la vida misma”.

«Esto era un preaviso».

Salgo de la ducha ya visualizando mi próxima prenda de vestir, pues no me pondré la misma. Sin embargo, al momento de salir un pequeño dolor punzante en la planta del pie me detiene. Algo me ha pinchado.

Bajo la vista y levanto mi extremidad, dándome cuenta de que tengo un pedazo de espejo clavado en la almohadilla del pie. La sangre brota como espuma. Enseguida veo hacia mi alrededor y hay más rastros del vidrio, pero lo más sorprendente y azaroso es que las piezas provienen del espejo en el que me había mirado un rato atrás.

Camino con dificultad hacia el lavamanos. Está roto como pensé y, además, se ve sangre en el desagüe: la sangre del anciano.

El estupor que me ocasiona me hace caminar en reversa, haciéndome pisar otro de los vidrios.

Estoy por caerme y hacerle compañía al abuelo de la profecía. Me debato entre saltar, volar, caerme o ir a contestar el teléfono. Se me olvidaba el servicio de la cafetería.

Llegarán y me encontrarán desnudo a la hora de mi muerte.

Pensándolo bien, me pondré ropa. Dafne es muy capaz de desenterrarme y volverme a matar por haberme muerto ‘en bolas’, ante los ojos de otras.

Postergo mi pretenciosa muerte unos segundos y me visto mientras confirmo la entrada del servicio. Me dejan todo a la entrada y voy por ello para facturar. La señorita me ve los pies desprotegidos y "ensangrentados", pero hago caso omiso y me vuelvo a encuevar como los ermitaños. No creo que me haya visto cortado.

Me aguanto el fastidioso ardor en ambas palmas mientras me devoro la merienda como si tuviera ayuno de unos tres días. Hay prioridades.

Después de engañar la panza insinuando que esa comida insípida sabía a gloria, finalmente descansé. Luego me preparo un café y la noción del tiempo se me extravía. Aron se pone juguetón y se me arrima para que lo suba al sofá, le hago caso y empieza a darme besos en la cara haciéndome reír.

—Hey... oye, tranquilo... —Lo acaricio y aplaco sus orejas con mis manos de manera dulce. Está muy inquieto—. Tranquilo... en la boca no.

Se lanza a darme más lengüetazos.

—Mmm... amigo, basta —Él mueve su cola de forma amigable y me sigue lamiendo como si tuviera migas de comida—. ¡Ehhh! ¡Pero tranqu...

Y despierto. Casi desnucado encima del hombro de una señora que tiene una bebé en brazos y está jugando con una chupita, nada más y nada menos, que en mi boca.

Por supuesto cierro los labios y dejo de babear. Doy un respingo cayendo en la vergonzosa realidad: voy en el autobús. La bebé me mira risueña con ganas de querer abrazarme, y su mamá, bueno, está tan entretenida hablando con la pasajera vecina que no se dio cuenta.

Así que todo se ha tratado de otra infeliz pesadilla.

Eso explica por qué tenía la boca abierta. Tuve que crear una imagen falsa de comida para alimentarme, me autoengañé para defenderme.

Qué forma más rara de escudarme.

La bebé abre sus brazos y se inclina para que yo la sostenga, pero su madre la reprende a ráfagas y no se desprende de la sustanciosa plática con la otra señora. Parecen amigas de toda la vida.

Yo le hago sonrisitas y muecas a la bebé desde mi posición, también tomo sus manitas, ¿por qué no jugar con ella? Me sigue ofreciendo su chupa hasta que se va quedando dormida en el regazo de su mamá, parece un angelito.

Le devuelvo su biberón y es mi turno de ponérselo en la boquita. No se dan cuenta ni ella ni su mamá.

Desde ese rato hasta que hemos llegado al paradero, ambas señoras no dejaron de conversar... puedo decir que sin querer escuché desde la perrita Mina, las hijas del señor Peter y el cáncer terminal del viejo Angelo, terminando con el bautizo de su hija y no sé cuántas cosas más. Creo que se han contado la vida en una hora y todo el colectivo lo supo. Me levanto dándole una mirada de dulzura a la pequeña y bajándome rendido después de pagar.

El frío y la desolación de la noche me acogen. Me encanta esta temperatura, pero hoy no se siente gratificante: hoy mi corazón está apagado y se cobija de zozobra.

Veo mi celular y pongo el mapa para que me muestre la dirección del sitio. Debo hacer un recorrido extenso.

Aparecen algunas parejas dichosas y eso me tortura. Camino solo como un lobo. Me mantengo siempre alerta y sin poder llorar. Mi corazón está vacío en este momento, necesita de ella para poder rellenarse.

Esta enervante situación ya no da para más. Deambulo pensando en Dafne como si se estuviera convirtiendo en un recuerdo, su presencia es ahora un espejismo y el futuro se vuelve un tren que nunca para en mi estación.

Me duele pensar. Procesar que la conciencia y la realidad se juntan para hacerme ver mi error de la peor manera; pero, sobre todo, me envenena no tener el chance de excusarme a tiempo.

Hay poco movimiento en la travesía y, cuanto más me acerco a las avenidas principales, más evidente es la soledad. Hay escasos locales abiertos y los demás están por cerrar, seguramente por la hora. Hay reflectores suficientes como para que te hagan un asalto, te tiren a un bote de basura y encuentren tu cadáver una semana después.

«Qué bueno que no traje el auto».

Para mi suerte y, como de costumbre, ya cerraron todos los sitios gourmet. Mis lombrices se seguirán alimentando con aire. También me encuentro en el recorrido una floristería —pequeño lugar de detalles para chicas—, y pienso en llevarle algo mientras vuelve a casa para abrir los regalos que le llevé.

Entro y finalmente me decido por una rosa de bolsillo rosada con matices blancos —así como ella— y amarillos. Me ha gustado el color porque es su favorito. Además, la señora que me la empaqueta me dice que tiene un nombre especial: un pétalo de felicidad.

Y justo en este momento requiero, por lo menos, un bulto de esos pétalos. La vida no me sonríe, me estornuda en la cara. Es simbólico sobre todo porque mi princesita es mi felicidad... a ella le debo no solo pétalos sino jardines. Mi brillito sonriente, mi Bob Esponja floreado cuando estoy en modo Calamardo.

También me decidí por unos chocolates, así que me llevo el mini regalo con una sonrisa de oreja a oreja. Visualizar y disponerme a nuestro encuentro para entregárselo, me ha dado un nuevo impulso. Sé que le encantará; es la mujer más romántica que conozco y ama cuando le igualo.

Doy pasos a unas millas cuando salgo del local. Camino con levedad hasta el frenar de mis andares conforme mis pensamientos vuelan.

De tan solo entusiasmarme con mis ensoñaciones, el pálpito se me acelera. Un revoltoso cosquilleo en la panza me visita, no sé si son mariposas o lombrices, pero me lo tomo con amabilidad. Dafne me merece con el mejor de los semblantes después de todo.

Aunque la amplitud de su beldad junto con su vigorosa presencia me resultan casi analgésicas. Ella contrarresta todos mis males enseguida.

Y es tanta la excitación que siento enaltecerme al nivel de un mismísimo géiser. Ahora estoy rozando la humedad, llegando a la cima de las ebulliciones de tan solo decretar que mis ansias se materializarán.

Aquella humedad se manifiesta de una forma tan abrasadora que me rebosa. Empieza desde el puntapié y se me viene hasta atrás en ondas viceversantes, insistentes y salpicantes.

De esas electricidades que se te impregnan una vez en la vida.

Que te erizan los pelos, te avergüenzan y hacen oler mal.

Terriblemente mal.

Agacho la cabeza y automáticamente mi fantasía con Dafne se desploma.

Un perro callejero se está orinando en mi zapato. Parece tener medio Río Chicago acumulado y haber escogido mi pie como poste para desbocarse.

«Corrijo... la vida no me estornuda en la cara, ¡la vida se hace pipí en mi cara!».

Dejo de ser una estatua y el perro pretende huir, pero algo lo detiene. Se devuelve hacia mí y, sin vergüenza alguna, olfatea mi mano con el regalo para Dafne. Se le antojan los chocolates.

Pienso en Aron. Sencillamente no quisiera que él estuviera en las mismas condiciones jamás y, si lo llega a estar, que alguien se apiade de él.

Veo su carita lamentando hambre. Parece inofensivo a pesar de todo. Por las manchas que caracterizan su pelaje y cierta forma en la cola y orejas, parece una mezcla de dos razas. Es de tamaño mediano y la suciedad se le aprecia por encima, tal vez no come hace días.

Veo el chocolate en mi palma y no creo que le haga daño, ya debe de tener su estómago a prueba de todo. Lo desenvuelvo y se lo dejo. Lo toma como si fuera un robo y sale escapista moviendo su colita.

Y me deja ahí, con su húmedo y maloliente obsequio.

Guardo la florecita en mi bolsillo conforme me sacudo el zapato. Este parece una cascada con varias vías de escape y chillido incluido al pisar. Ni modo, no tengo dónde limpiarme.

Mientras voy caminando hay una leve brisa —solo falta un tsunami para completar—. Contemplo la sospecha de que mi fortuna se fue de vacaciones o renunció al libreto.

Los peatones cada vez son menos y, el flujo vehicular, mínimo. Las aceras son solitarias y mucho más los callejones. Los negocios cierran simultáneamente y la gente se resguarda en sus hogares a medida que voy avanzando.

Saco mi teléfono para guiarme por el mapa y me meto por un desecho que me conduce hacia un pasadizo y, desde ahí, sigo un trayecto por una principal pavimentada. El lugar es bastante apartado y no entiendo ella cómo terminó aquí, en un lugar así.

No deambula un alma en este espacio. No hay nada malo pero tampoco se asemeja a algo alentador. Continuo viendo la pantalla y la flecha me señala más adelante, estoy por llegar.

Veo más adelante una patrulla de policía estacionada junto a un club nocturno, me aproximo lo suficiente como para darme cuenta de que todavía me falta seguir, pues este se llama: "El Oráculo"; así que continuo atendiendo la flecha que me indica en diagonal y efectivamente, ahí está: "El Jazz Pub".

Me hago frente al gran portón oprimiendo el timbre, el cual se despliega de par en par sistemáticamente, y va conformado de una lámina blindada color barroca con imitación a espejo; este se camufla entre la calle. Si no fuera por el elegante y chispeante letrero magenta de 'Bienvenidos al Jazz Pub', te perderías.

Al interior se notan unas luces encandilantes y realmente familiares. Son las mismas de las fotos, he llegado al lugar de las imágenes.

Muy bien... mi niña, voy por ti.

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