2. La ausencia del reflejo

La almohada me tapaba un noventa y cinco por ciento de la cara, el otro cinco, la nariz y media boca, la tenía destapada por motivos naturales de oxigenación.

Era domingo. El amado domingo cuando todos descansan y duermen hasta tarde... excepto yo. El despertador que de manera inteligente había olvidado apagar la noche anterior, no dejaba de chillar esperando a que me levantara.

Con el fastidio de las cinco y media de la mañana, me resigné a empezar mi día prematuramente pues ya no tenía sueño. Alargué la mano y oprimí el botón para que el ruido cesara y luego me senté en la cama. Busqué bajo mi almohada mi teléfono y a tientas lo saqué; a pesar de saber que no iba a a haber un mensaje de buenos días de nadie, era rutina mirarlo, quizás solo para saber que seguía vivo y cargado.

Me restregué los ojos con la mano libre y poco a poco, mi vista clareaba. Encendí la pantalla del celular y miré distraídamente. Nada raro, nada nuevo, nada de notificaciones; las cinco y cincuenta minutos de la mañana.

Desvíe un poco la atención y miré la alfombra rosada de mi habitación. Me tomó diez segundos notar que algo iba mal.

El día anterior y tras el susto tremendo con esa loca de la carpa, de la cual aún no sabía si solo era mi imaginación, llegué a casa, tomé una ducha y me repetí que eso no había pasado. No me dolía mi dedo, no había ninguna llamada de interés de parte de Messer, ni siquiera tenía muy clara una imagen del rostro de la mujer que imaginé.

En ese momento sin embargo, mirando la alfombra de mi habitación, el corazón se me aceleró y cerré los ojos. Respiré profundamente antes de abrirlos y la frase «Deja la locura, deja la locura», resonó fuerte y repetitivamente en altavoces en mi mente.

La luz entró de nuevo por mis ojos y confirmé que faltaba algo.

Faltaba yo.

Pegué un grito que me asustó más y me agazapé sobre mi cama, entonces miré abajo y vi la curva que mi colchón tomaba por mi peso, pero yo no estaba ahí. Las arrugas de las cobijas estaban solas, como si alguien solo las hubiera puesto ahí para tomar una foto pero yo era la ayudante que las sostenía desde atrás para que no perdieran su forma.

Instintivamente me toqué la cabeza; sólida y de cabello enmarañado, normal. Fui bajando, me toqué el cuello y luego el pecho. Todo parecía sólido y fuerte así que la teoría de que había muerto camino al baño en medio de la noche y que era mi espíritu el que estaba ahí, se descartó.

Tocaron a mi puerta.

—¿Liz? ¿Qué pasa?

Era la voz de mamá, sumado al trajín de la perilla cuando intentó abrir la puerta. Agradecí internamente el haber puesto seguro la noche anterior.

El pánico estaba latente pero intenté controlarlo.

—Nada, ma... emmm... me caí de la cama.

—¿Segura?

—Completamente. Voy a dormir otro poco y te veo en un rato.

—Si tú lo dices.

Escuché sus pasos alejándose y me centré de nuevo en mí.

Me levanté de la cama y caminé hasta mi ventana. Abrí un poco la cortina; al estirar el brazo, no había brazo y lo retraje con rapidez.

Esto no está pasando. Esto no está pasando.

A trompicones llegué a mi espejo ubicado detrás de la puerta. Cerré los ojos y luego los abrí. Tuve que contenerme de gritar mucho más fuerte que la primera vez, ahí estaba yo frente al espejo pero en el espejo no había nadie.

Levanté los brazos frente al cristal, me agaché, me toqué la cara... nada.

Acerqué el rostro y al soplar con la boca abierta, con una "a" en vilo, el cristal se empañó, dándome un poco de calma.

Según lo que sabía, estaba ahí pero no estaba ahí.

Además mamá me había hablado y escuchado, así que no había desaparecido.

Miré el espejo por varios minutos, las imágenes que veía eran las de mi habitación pero mi reflejo solo no aparecía.

Me pasé las manos por el cabello, buscando en algún lado de mi mente un poco de razonamiento y paciencia. No. Estaba soñando, eso era seguro. Y era una pesadilla de las peores, de las que se sienten reales.

Pensé inmediatamente en la mujer de la carpa; su imagen estaba borrosa pero sus palabras estaban intactas. Me pregunté si ese era solo otro de sus trucos.

Había dicho "usualmente es algo que la magia no considera que necesitas para el propósito" cuando le pregunté qué me podían quitar.

En su momento pensé que me iba a quitar el cabello largo o la buena vista para darme gafas... Bueno, en realidad, en su momento no le creí nada.

Pero ahora era invisible y no había más explicación que el deseo que me estaba cumpliendo la mujer loca y que la magia pensaba que no necesitaba ser visible para enamorar a alguien. Qué magia tan estúpida.

Le había dicho a mi mamá que en un rato la veía pero ni siquiera yo misma me veía. Empecé a desesperarme más si es posible. Levanté mi mano ante mis ojos y no ver nada de cierto modo me reafirmó que eso sí estaba pasando y me hizo centrar un poco mi intranquilidad para buscar el paso a seguir.

Debía ir a buscar a la mujer y devolverle su deseo, tomar mi moneda y dormir unos tres días para olvidarme del asunto. Eso sería fácil, ella misma me había dicho que podía devolverme mi ofrenda y asunto arreglado ¿no?

Pero no podía ir sola. Eso me aterraba aún más que permanecer en todas las gamas de transparencia que hay. ¿Sabes cuántas gamas de transparencia hay? Exacto, una: transparente.

Mi lista super corta de personas a las que podía llamar amigos me facilitó la decisión de a quién acudir. Joey era la mejor y única opción; aparte de que era el que más cerca tenía, a una casa de distancia, sabía que me iba a entender.

O se iba a hacer en los pantalones del susto, ya vería.

Mi habitación estaba en el primer piso, lo que me facilitó la salida por la ventana para no hacer ruido; mamá no me buscaría en menos de una hora o más así que tenía ese tiempo. No le podía decir a ella y que se asustara, hiciera escándalo y de paso me castigara por el resto de mi vida.

El obstáculo ahora era la habitación de Joey que estaba en un segundo piso y a decir verdad, tocar la puerta e ingresar no era factible.

Le rogué a todos los santos que hallé en mi memoria que su madre no hubiera salido aún a pasear a su perro para que hiciera sus necesidades como hacía cada mañana.

Caminé por el césped del jardín que compartíamos con los vecinos y me recorrió un escalofrío al ver que el pasto cedía a mi peso pero mi cuerpo seguía sin verse, también me preocupé de no sentir el frío de la mañana, pero omití ese pensamiento para después.

Me asomé a la puerta trasera y vi todo apagado; maldije. Me quedé ahí esperando una idea para entrar a ver a Joey y entonces una luz fue encendida en la cocina. Esperé y vi a la señora tomar la correa de Zeus de un gancho. Caminó hacia mí, bueno, hacia la puerta con el perro atado y la abrió.

El maldito de Zeus nunca me quiso, no sé por qué y nada más salir empezó a ladrarme y supe que él sí me veía. Visiones raras de canes. Siendo consciente de que mis pisadas se podrían ver en el césped en caso de salir corriendo, me quedé quieta, de todas maneras Zeus estaba bien atado a su correa y no podía atacarme.

—¿Qué...? ¿Qué pasa, Zeus?

La inquietud del can puso nerviosa a la señora que miró en ambos lados buscando la amenaza y al no verla, arrugó su frente.

Se agachó a abrazar a Zeus para darle calma, quedando entre él y yo, impidiendo que me viera más y esa distracción antes de que cerrara la puerta, me sirvió para poder escurrirme por un lado y entrar.

Hacía más de cinco años que no pisaba la habitación de Joey pero conocía el camino. Abrí la puerta en silencio y entré.

El olor a canela me invadió y tosí dos veces. Se notaba que el día anterior habían hecho aseo, todo estaba en su lugar y sin pizca de polvo... exceptuando el amasijo de extremidades y cobijas de la cama.

—Ptttssss.

Ni se movió. Intenté tres veces más y a la quinta vez, gruñó, entrando en la semi consciencia.

—Joey... —siseé—. Joe...

—¿Qué...?

Se sentó en la cama, con el cabello hecho un nido de pájaros, una cobija en la cabeza y los ojos cerrados.

—Joey... soy yo, Elizabeth.

La mención de mi nombre pareció despabilarlo un poco.

—¿Cuál Elizabeth...?

—Tu vecina desde que nacimos, la hija de la mejor amiga de tu madre, la que vive enamorada de tu mejor amigo, la que...

—Ya... ya sé quién eres...

Se estiró y restregó sus ojos para luego abrirlos.

—Necesito ayuda, Joey.

Lo vi ladear la cabeza a ambos lados, un poco aturdido.

—¿Estás afuera? Entra, pues.

Su mirada cayó en la puerta. Aclaré mi garganta y giró bruscamente en mi dirección, lejos de la puerta, al otro lado de hecho. Arrugó la frente.

—Dios, ¿estoy ebrio? —dijo para sí mismo—. Sí, eso debe ser...

Y se estaba acostando de nuevo.

—No estás ebrio —dije. Se sentó de un brinco y acabó de despertarse—. Tengo un problema.

—¡Elizabeth Simon, no es gracioso que te escondas! Tengo sueño, no molestes si es para jugar.

—Tengo un problema —repetí.

—¿Estás ebria?

—No.

—¿Herida?

—No.

—¿Por qué te escondes? ¿Estás embarazada?

—¡No! Joey, presta atención, no me escondo, soy invisible —solté. Lo vi blanquear los ojos.

—Dios, si querías drogarte lo hubieras hecho lejos de mi casa, Lizzie.

—¡No estoy drogada ni ebria, Joe! —dije entre dientes, exasperada.

—¿Por qué rayos susurras?

—Porque soy invisible.

Lo vi enojarse como si estuviera siendo víctima de una mala broma. Se frustró y me frustró a mí, así que agresivamente tomé un libro de su escritorio y lo levanté en el aire.

Su expresión cambió de inmediato a una aterrada y no halló otra reacción que tomar la chancla del suelo y lanzarla al libro.

Me dio en la cara.

—¡Auch! Idiota, me diste en el ojo.

—L-Lizzie... ¿Lizzie?

—Tengo un problema —repetí, sobando mi ojo.

—Eres... eres...

—¡Invisible, Joe!

—¿Qué hiciste? ¿Qué consumiste? ¿Cómo...?

Su mirada vagaba en cada pared y la sorpresa tomó rápido camino a la fascinación, pasando del miedo.

—Metí la pata, Joe —admití—, ayer vi a una mujer y yo había lanzado una moneda a la fuente de los deseos y ahora soy invisible.

Mi escueto resumen lo dejó sin palabras. No sabía si estaba considerando si creerme o no, o si estaba en shock o si creía que estaba dormido aún. Pero, ¿cómo no creerme si lo estaba viendo... bueno, si no me estaba viendo?

—¿Estás desnuda? —soltó de repente.

Me olvidé del miedo un momento para sentirme incómoda y avergonzada con su pregunta.

—¿Qué? No... —Entonces caí en la cuenta de que no lo sabía, y al palparme no sentí ninguna tela. ¿Usé pijama la noche anterior? No lo recordaba y no tenía ni frío ni calor para dudar de la presencia o ausencia de ropa—. No... no lo sé.

Tontamente puse mis manos sobre mi pecho, cubriéndome de que no me viera en caso de que estuviera desnuda.

—¿Dónde estás?

—Junto a tu escritorio. Voy a levantar un bolígrafo para que lo veas pero procura no lanzarme otro zapato.

Puse el bolígrafo en el aire y Joey lo observó maravillado. Esta vez no me lanzó una chancla, sino un suéter.

—No sé si estás desnuda o no, y me servirá para ver dónde estás —argumentó—. Póntelo.

Me pareció lógico y me coloqué el enorme suéter negro, sentí la tela en mis brazos y miré a Joe.

—Wow, eres un suéter andante. O sea que sí estabas desnu... ¡No! ¡Mi suéter!

Bajé la mirada y vi cómo la tela se desaparecía conmigo. Me lo quité velozmente y se lo lancé, pronto volvió a su color negro.

—Wow —exclamó con una enorme sonrisa—. Eso fue genial, la ropa desaparece contigo. O sea que puede que sí estés vestida. Es maravilloso.

—¡No, Joey! ¡No es maravilloso! Necesito ser visible.

Su gesto se tornó serio... dentro de lo que se podía.

—Sí, suena razonable. —Se puso de pie contra su puerta y mirando al piso, tras hacer una pausa, dijo:— ¿Y qué puedo hacer yo?

—Pensaba en ir a buscar a la mujer que me hizo esto y pedirle... ¿un reembolso? No quiero ir sola, debes acompañarme.

—¿Hasta dónde es? Porque si debemos usar ouijas o algo así, no le entro.

—Esto me lo hizo una mujer no un fantasma —farfullé—. No, nada de ouijas, vamos al boulevard.

—¿El parque? Qué ordinario para una bruja —opinó.

—No es una bruja.

Su mirada, ahora perdida en una pared al otro lado de donde yo estaba, se entrecerró, en un gesto de aburrición.

—¿Si te miraste en el espejo, Lizzie? —Hizo una pausa y luego rió—. Qué mal chiste, lo siento. Lo que digo es que, vamos, eres invisible gracias a una mujer en una carpa, no pensarás que es una panadera, entonces pues... es una bruja.

Guardé silencio, considerando la verdad en su deducción. Después de la sorpresa inicial y de saber que ya tenía el semi apoyo de Joey, la realidad me golpeó y empecé a llorar. Intenté atajar el jadeo para que él no lo notara, pero finalmente salió cuando acepté para mí misma que me habían embrujado.

Miré a Joey y se mordía su labio, bizqueando en toda la habitación.

—Nunca he sabido qué hacer cuando una mujer llora —dijo—, y menos si no puedo verla. Da miedo. Menos mal no viniste a las tres de la mañana a hacer ruidos raros sobre mi cama.

Solté una risa. Respiré hondo y los deseos de llorar se evaporaron.

—Le diré a mamá que saldré contigo, ¿sí? —Cambié de tema, limpiando mis ojos—. Voy a ducharme y vengo en... ¿una hora?

—Serán apenas pasadas las siete —objetó.

Miré el reloj. Tenía razón.

—¿A las nueve entonces? Haré como que duermo hasta las ocho.

—Sí, está bien.

¡Gracias por leer!

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