11. Desvanecimiento
—¿A dónde fuiste? —le pregunté nada más llegó.
—Solo a mirar si estaba abierto a donde te voy a llevar. Sería deprimente ir y tener que devolvernos.
Joey no me quiso decir a dónde íbamos y yo no estaba realmente entusiasta de salir a ningún lado, quería solo quedarme despierta para saber qué iba a ser de mí, pero la insistencia de Joey pudo más y salimos de su casa pasadas las ocho de la noche.
Y con "salimos" me refiero a que él se escapó porque no pidió permiso ni nada, dijo algo así como que era mejor pedir perdón que permiso, y yo solo lo seguí.
Me hizo subir a la parte trasera de su bicicleta; de vez en cuando y cuando nos cruzábamos en las mañanas estando tarde, y que yo no deseaba sacar mi bicicleta y que la ruta se nos pasaba, me iba con él a la preparatoria en la suya, sin embargo era la primera vez que estábamos en bicicleta en la noche. Mis manos se aferraron como siempre a sus hombros y tuve que admitir que el aire helado me hizo sentir bien cuando se cruzó por mi rostro. Tras unos minutos, cerré los ojos y me dejé envolver por esa sensación maravillosa de libertad que no estaba segura de si iba a sentir nuevamente.
Joey pedaleó por poco más de quince minutos y se detuvo de un momento a otro, en la entrada informal de una colina cuyo camino era delgado y de tierra, posiblemente hecho por pies y no por llantas de autos. En un grueso árbol a la derecha estaba clavado un letrero que rezaba "Entrada peatonal, mirador del norte".
—Bájate.
Obedecí y luego él hizo lo mismo al sentir la resta de mi peso, sacó su cadena y amarró la bicicleta a un tronco delgado pero alto que había a la izquierda. No estaba el lugar completamente desolado pero había muy pocas personas que se adentraban por el camino que parecía boscoso en subida.
—¿Dónde estás?
—Acá —dije. Ladeó la cabeza hacia donde venía el sonido de mi voz y pidió:
—Acércate, vamos a subir.
Ahuecó su brazo a la altura del codo y en un par de segundos llegué a él y metí mi brazo en ese espacio, enganchándome con él. Empezamos a subir en silencio y a poco menos de medio kilómetro ya estábamos con el pulso acelerado y respirando con más dificultad. Frené, y Joe al sentir el tirón, frenó también.
—¿Qué pasa?
—Estoy cansada. —Joey rió.
—También yo, pero vamos, falta poco.
En unos cuantos cientos de metros más, llegamos a un área un poco más iluminada y al encontrar más gente, asumí que era el punto final de la caminata. Ya en terreno plano y descansado, a unos metros del barandal que servía de mirador y donde había más gente, Joey me condujo hasta un área alejada donde el suelo de césped y la escasez de árboles dejaban el cielo al descubierto. Se sentó en el piso y luego se recostó. Yo no sentía la temperatura ambiental, pero me pregunté si él no tendría frío por la altitud y el viento.
—Me avisas cuando te recuestes.
Me di cuenta de que estaba de pie, mirándolo extrañada y entonces me ubiqué a su lado.
—Ya estoy acá.
Joey levantó su muñeca y miró su reloj.
—Poco más de tres horas.
—No pienses en eso. Mejor dime por qué me traes acá.
—No debes pasar tu última noche en la habitación.
—Sí, pero... ¿por qué exactamente acá? El mirador es al otro lado.
—Ah. El mirador te da visión de la ciudad, sus luces, su enormidad y eso. Acá tenemos las estrellas, solo mira, es mucho mejor.
Giré el rostro que hasta ese momento estaba de lado, mirando a Joe y vi el cielo. Su tonalidad negruzca era solo manchada por unas pocas estrellas esparcidas sin ningún orden aparente; no había luna y eso, de cierta manera, era más bonito. El paisaje me transmitió paz y serenidad, me sentí sobrecogida pero me sentí segura.
—La gente debería venir más acá —admití—, que a mirar la ciudad allá.
—El mirador hace que las personas se sientan grandes y que tienen el mundo a sus pies; mirando las estrellas, sin embargo hace que te sientas pequeño e insignificante.
—Si lo pones así suena algo triste.
—Estoy a punto de olvidar a mi amiga de toda la vida y ¿crees que sentirse pequeño es triste? Todos somos pequeños para el mundo, Liz, solo debes saber para qué personas significas algo, para quienes eres importante.
No pude evitar sentir que sus palabras eran una indirecta de reproche; yo solo me dejé llevar por mi amor platónico hacia Messer sin tener en cuenta a Joe, a mamá, a mi hermana o a cualquier persona además de él.
Ya no quería disculparme más porque eso no iba a servirme de nada, no iba a ayudar a que lo que él pensaba cambiara ni iba a detener o alargar el tiempo.
—Pues es un lugar muy lindo, debimos haber venido antes.
Joey rió entre dientes.
—Sí, debimos. —Señaló con su dedo un punto en el cielo—. Mira, esa es la constelación Orión.
Miré hacia donde apuntaba y no veía nada, entrecerré los ojos ladeé la cabeza. Nada.
—¿En serio?
—Por supuesto que no, Liz —respondió en medio de una risa—. No tengo la menor idea.
—Muy gracioso —dije, sarcástica.
Joey ubicó una mano sobre su abdomen y la otra la levantó abierta a la espera de la mía. Entendí su señal y la entrelacé con la suya.
—Solo quiero saber que sigues acá —aclaró.
Había un pensamiento que había querido evitar toda la mañana y la tarde, convencida de que cuando lo sentí, solo había sido por el contexto de la situación.
La noche anterior mientras le decía a Joey de su costumbre de cuidarme en nuestra niñez, el haberle tocado la mejilla fue un impulso que en su momento vi como protector porque algo me decía que a pesar de que reía, estaba sufriendo por no recordarme. Quería con ese contacto tal vez menguar un poco de la tristeza de todo el asunto porque él se había encargado de rebajar las mías en nuestros años pasados. Recuerdo que yo tenía una sonrisa compasiva en el rostro (así la sentía) mientras palpaba su piel y vi cómo esta iba aclarándose de a poco por mi contacto. No le dije a Joe que su rostro se estaba poniendo transparente porque no quería que esa burbujita que nos había envuelto se reventara.
Hasta ese instante solo pensaba en cómo había tomado la peor decisión y en cuánto lo iba a extrañar y entonces puso su mano en la mía. Sé que fue solo una ilusión sensorial pero sentí que ese símbolo de apoyo me abrasó el alma.
Luego subió su mano, siguiendo a ciegas la línea de mi brazo. Él miraba concentrado el mover de su piel sobre la nada pero yo sí sentía cada contacto, y no sé si lo hizo a propósito, pero su ascenso había sido lento y delicado. Me hizo cosquillas, pero fue más un corrientazo en todo el cuerpo que erizó cada trozo de piel que tenía descubierta. Cuando tocó mi mejilla me percaté de lo cerca que estábamos, de lo íntimo que podía ser el momento... si él pudiera verme.
Su vista, al igual que la de un ciego, estaba perdida y con más premura, una lágrima mía salió. Nunca me ha gustado verte llorar, había dicho. Al responderle lo hice más por instinto, luego le conté otra anécdota que nos incluía, con la esperanza de distraerme y sacar de mi mente la idea y el deseo de besarlo.
Por años tuve a Joe cerca, lejos, feliz, enojado conmigo, en la misma piscina, en la misma cama, en el mismo sillón... y no obstante, nunca antes había tenido el deseo de besarlo ni un poco como esa noche. Verlo a él era ver prácticamente a un familiar y por eso ese capricho del momento se me antojó demente.
Cuando desperté y lo vi durmiendo, logré llegar a la conclusión de que ese sentimiento había sido producto de la vulnerabilidad del problema que tenía, nada más; de que estaba alterada, triste, desesperada y él estaba allí, a centímetros de mí y parecía ser la única persona del planeta que estaba conmigo.
Ahora, acostada sobre el césped, un par de horas después de haber llegado, con la mano de Joe abrazando la mía —y tomando transparencia de a poco a cada segundo—, parecía que esa idea había vuelto a rondar por mi cabeza. Tenía a todos y todo en mente pero esa sensación de la noche anterior hurgaba desde lo más profundo para salir de nuevo a la superficie, aunque era más una urgencia curiosa que una amorosa.
Me atreví a ladear la cabeza con cuidado de no hacer ruido y lo miré de perfil. Estaba mirando fijo al cielo y tenía una expresión bastante serena. De forma inconsciente apreté más el agarre de mi mano y el cambio de presión pareció sacarlo de su trance.
—¿Todo bien? ¿Te sientes mal?
—No, todo bien. ¿Qué hora es?
Revisó su reloj y suspiró con aprensión.
—Faltan veinte minutos para las doce.
No sabía si al día siguiente yo iba a recordar esta vida, pero sí sabía, que de hacerlo, no iba a poder soportar el cuestionamiento de "¿Qué hubiera pasado si...?" por la eternidad. Iba a tener lo que me quedara de existencia para arrepentirme por mis errores pero me negaba a arrepentirme también de cosas que no hice por miedo.
Solté su mano y me incorporé solo lo suficiente para ubicarme boca abajo en el césped. Joe sintió el movimiento pero no se levantó.
—¿Qué pasó?
Había empezado a sentir ansiedad y con cada segundo mi pulso parecía tomar un poco más de velocidad. Si fuera visible, sé que estaría sonrojada hasta las orejas y posiblemente sudando por la frente. Pero no lo era, así que no tenía nada qué perder.
—Cierra los ojos.
—¿No quieres que te vea, Liz? —preguntó riendo.
—Vamos, dame ese gusto.
—De acuerdo.
Sus párpados bajaron y se quedó quieto en el suelo con las manos entrelazadas sobre su abdomen, sin borrar esa mueca de burla. Me acerqué lentamente y al estar lo bastante cerca, Joey se movió un poco en reflejo.
—¿Dónde estás?
—Cerca —susurré, a unos quince centímetros de su rostro—. Quédate quieto.
—¿Me vas a pellizcar?
—Cállate. Quédate quieto.
Tenía una sonrisa ladeada, de esas burlonas que siempre me daba cuando mis actos le parecían graciosos. Recuerdo pensar que si esa sonrisa era lo último que iba a ver con mis ojos humanos, podía darme por bien servida.
Me apoyaba en uno de mis brazos para no caer sobre él y mi otra mano fue a su mejilla. Extrañado, arrugó la frente un segundo pero no se movió.
—No te muevas.
Suspiró y asintió casi imperceptiblemente. Sus ojos no se habían abierto en ningún momento y cuando estuve a un impulso de distancia, repetí:
—Quédate quieto.
El espacio entre los dos se redujo a nada cuando cerré mis ojos y puse abusivamente mis labios sobre los suyos.
No me moví y él no lo hizo tampoco, fue un beso estático y más simbólico que físico. Mi boca estuvo adherida a la suya en quietud por siete segundos y me separé. Yo abrí mis ojos, pero él no abrió los suyos, es más, parecía que contenía la respiración.
Sus manos seguían quietas sobre su abdomen —una más visible que la otra— y entonces entreabrió los labios y exhaló, soltando un quejido muy leve a la vez que sus párpados se apretaban con frustración.
—¿Estás enojado?
Sin abrir los ojos, negó con la cabeza.
—¿Entonces?
—Bésame otra vez —pidió, en un tono adolorido.
Me quedaban diez minutos y no me iba a negar a su petición. Lo besé de nuevo, pero esta vez con más dulzura. No podía saber qué pasaba por su mente y dado que ya no había tiempo de nada, no quería saberlo, pero sí podía actuar de acuerdo a lo que pasaba por la mía.
Cuando besé a Messer recuerdo sentirme realizada, feliz, como si hubiera cumplido una de mis metas de vida, sin embargo, al besar a Joey solo pude pensar en el porqué había esperado la culminación de mi vida para hacerlo.
Besando a Joey supe que lo maravilloso de un beso no es el cuerpo que lo da, sino el alma que lo devuelve; con Messer, yo lo había besado a él, pero con Joey, el beso era mutuo e igual de correspondido.
No descarté en ningún momento que todo lo que sentía o lo que me transmitía era por el acercamiento de mi desaparición; el vacío temporal que yo dejaba en Joe pudo haber sido lo que hizo que él se sintiera cómodo con eso, quizás solo era una forma desesperada de sentirme cerca sabiendo que ya no lo estaría más, pero sea como fuere, nunca fui más feliz que en ese momento, a cinco minutos de irme para siempre, saboreando los labios de mi amigo de toda la vida.
Joey subió una de sus manos a mi mejilla y la acarició con fuerza, como quien no quiere soltar ni dejar ir. Sentí una lágrima rodar de su mejilla y luego una mía que bajó desde el fondo de mi corazón. Agradecí que en ese lugar no hubiera gente porque sería raro ver la cara y las manos de Joey desde el exterior, besando a la nada.
—No te vayas, Lizzie.
Su petición fue un susurro apagado y roto, el de alguien que pide algo aún sabiendo que es imposible, el de alguien que pide ver estrellas cuando el sol está en su punto más alto.
—Te quiero mucho, Joe.
Él se levantó del suelo hasta quedar sentado. Me acerqué y lo abracé, estando arrodillada a su lado, me aferró con igual o más fuerza, sus brazos se amoldaron a la forma de mi torso en la nada, abrazó el aire y un sollozo reveló una lágrima que se le escapó.
Un pitido resonó en el silencio, ambos bajamos la mirada a su reloj; era la alarma que anunciaba que eran las 11:59 de la noche. Joe empezó a mover la cabeza de un lado a otro y el llanto de ambos se intensificó cuando deshice el abrazo, entrando en el frenesí del desvanecimiento. Intenté ponerme en pie pero sentí un mareo que me devolvió al suelo, él extendió sus brazos hacia donde sentía mi presencia, para no dejarme caer pero como no me veía, apenas y rocé su brazo, caí sentada en el césped.
—Joe...
—¡Lizzie, no te vayas! —gritó.
—Lo siento, Joe.
Tomé su mano y con toda la fuerza que pude, la apreté. Un mareo me azotó más fuerte esta vez, sentí como si una mano enorme me hubiera empujado y me hubiera dejado tambaleante a pesar de estar sentada.
—¿Qué pasa? ¿Liz...?
Mi visión empezó a ser borrosa y le solté la mano, subí ambas a su cuello para estabilizarme un poco y me abracé a su cuerpo que se había arrodillado e inclinado hacia adelante, sintiendo cómo una fuerza exterior me halaba, alejándome de él. Mi oído empezó a perder nitidez de los sonidos y apenas y lograba captar uno que otro sollozo de Joe. Creo que escuché un "Te quiero", pero no supe si lo había imaginado o había sido real.
En el momento en el que sentí que ya había perdido la batalla, dejé de luchar contra el mareo y el malestar, solo me dejé caer y los brazos de Joe me envolvieron.
—¡Te... stás... desva... ciendo!
No entendí gran cosa y, con la consciencia más allá que acá, musité una última palabra:
—Perdón...
Cerré los ojos.
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