1. La carpa morada

Deslumbrante.

Ese sería un buen calificativo para Messer Laine. Alto, de cabello oscuro, ojos verdes... y eso es lo más destacable. Sus pecas esparcidas por cada recoveco de piel visible hacían juego con los lentes de marco enorme que encerraban a sus ojos. No era obeso pero tampoco era musculoso, de sonrisa blanca y medio dispareja, con esa cualidad que hace que te preguntes «¿Por qué me gusta ese chico?». Y sí que me gustaba. Me encantaba. Estaba enamorada de él desde ese día en sexto grado en que mamá olvidó poner mi almuerzo en la maleta y él me dio la mitad de su sándwich. Tal vez era por eso que lo amaba: la comida enamora a cualquiera.

Sin embargo nunca hablamos como algo más que amigos por conexión y si yo sabía casi todo de él era porque mi vecino de siempre y amigo, era su mejor amigo. Así Messer apenas supiera mi nombre, yo averigüé el suyo, su edad, su signo del zodiaco, su música favorita, comida favorita, alergias... y su predilección por Vanessa Cathish, mi archi enemiga; aunque ella no sabía tampoco quien era yo más allá de la vecina de Joey Tyler.

Solamente Joey, mi conexión más cercana con Messer sabía de mi existencia total y como buen compañero, me invitaba a pasar varias tardes con ellos, solo para que yo satisficiera mi deseo de estar cerca de mi enamorado. No se podría decir que Joe y yo éramos mejores amigos de esos inseparables que comparten hasta los secretos más profundos pero llevábamos toda la vida cerca así que nos conocíamos lo suficiente... o más de lo suficiente.

Joey sabía que su amigo era mi perdición secreta y había sido claro y sincero al decirme que la perdición secreta de Messer no era yo.

Era horrible pensar que a pesar de compartir clases, tardes y amigo con Messer él apenas sabía de mi existencia y mi nombre, aunque él prefería el apodo cariñoso de "la vecina de Joe". Así me decía casi siempre.

Las cavilaciones constantes que se formaban en mi enamoradiza cabeza cada noche luego de verlo, me impedían olvidarlo y aceptar, luego de tanto tiempo, que él no era ni iba a ser para mí a menos que mágicamente yo me transformara en Vanessa Cathish. Pero vamos, ¿quién puede culparme? No hay peor combinación que la terquedad y un corazón enamorado.

Gracias a una serie de eventos desafortunados que ocurrieron en nuestro colegio gracias a una fuerte tormenta, nos avisaron que tendríamos una semana libre mientras los problemas estructurales se solucionaban.

Saliendo ese viernes de la jornada escolar luego del anuncio, me dediqué como siempre a observar a Messer desde la distancia —porque no me sentía capaz de ir a pasar tiempo con él si Joey no estaba—, sentada sobre el sillín de mi bicicleta esperando a que él se subiera a su autobús para poder irme tranquila.

—Ni siquiera me tomaré la molestia de decirte que disimules —dijo una voz llegando mis espaldas. Era Joey—, porque si Messer no ha notado que lo amas en el curso de seis años, no lo va a notar hoy con tu derramamiento de baba.

—Gracias por la consideración.

Joey y yo estábamos destinados a ser mejores amigos; su madre y la mía eran amigas desde que tenían menos de una década de vida y por enrollos truculentos de la vida, se casaron y embarazaron en fechas cercanas, y de la manera más curiosa, Joey y yo compartimos cumpleaños; nacimos un 20 de junio, yo en la madrugada y él en la noche del mismo día. Yo soy mayor por veintidós horas únicamente.

Pero no éramos esa clase de mejores amigos, lo que demuestra que el destino no nos maneja sino que nosotros lo llevamos al antojo.

Joey y yo fuimos muy cercanos por conexión materna hasta he tuvimos la autonomía de decidir nuestras amistades. O sea como a los ocho o nueve años aproximadamente. Desde entonces estuvimos en círculos sociales diferentes, lo que se traduce a que él tenía círculo social mientras yo no, pero a veces me unía al suyo por Messer. Compartíamos mucho tiempo pero era más como en planes familiares que incluían a sus padres y a mi madre; no teníamos mucho en común aparte del cariño fraternal de nuestras familias, el apoyo que siempre estaba ahí entre los dos y la preferencia por el helado de mora.

—¿Lista para una semana de descanso?

—Pasar una semana en casa mirando la pared —respondí—. Suena genial.

—Tal vez deberías salir más.

—Y tú molestar menos.

—Qué genio tan amargo —refunfuñó.

Una risa entre dientes y un toque abusivo a la campanilla de mi bicicleta de su parte fueron su despedida.

Se acercó a Messer y lo saludó con una palabrota, como buen mejor amigo que era de él.

Suspiré al ver a Messer sonriendo y destellando belleza con ese gesto. Mi suspiro de cortó cuando Vanessa entró en el cuadro y se agarró a su brazo.

La odiaba. Por un demonio que la odiaba y no porque la conociera, sino porque podía estar con Messer de forma servicial y sonriente y él le correspondía. Creo que hasta le gustaba y solo por eso, la odiaba.

Cuando su bus se fue con ellos dentro, emprendí pedaleando hasta mi casa.

A mitad de los treinta minutos que tardaba en llegar, el sol empezó a alumbrar con más ímpetu. Yo era más partidaria de la lluvia pero para mis viajes diarios en bicicleta, prefería y era más conveniente el sol.

A unas cuantas calles de mi casa había un boulevard lleno de vida y me detuve allí, solo para tomar aire y de paso, descansar. Ya estaba cerca de todas maneras.

No había mucha gente ya que era el horario en que apenas estaban todos saliendo de colegios y trabajos pero el lugar era acogedor.

Rodeada de varios arbustos y árboles y flores de colores lilas y amarillas, y a mitad del lugar, había una fuente con un obelisco mediano en el medio que a su vez tenía un letrero que rezaba «Fuente de los deseos». Me ubiqué de tal manera que el obelisco me protegiera los ojos del calor me senté en el borde.

Un destello brilló en mi ojo cuando me moví un poco y desvié la mirada para saber de dónde provenía. Noté que venía del agua de la fuente; más bien del reflejo del sol con una moneda que reposaba en el fondo de la fuente.

Me sentía estúpida de solo pensar en pedir un deseo pagando el favor con una moneda pero la tentación me pudo. Sin embargo, miré a ambos lados antes de buscar en mi bolsillo, para asegurarme de que nadie me veía. Estaba sola y saqué la moneda de menor valor.

Cerré los ojos, empuñando con fuerza la ofrenda y lo único en lo que pensé fue en Messer.

«Dame la oportunidad de darme a conocer», deseé en un susurro.

Mi nivel de desesperación para hacer eso me hizo soltar una risa amarga para mí misma.

No, qué ridícula.

No iba a lanzar la moneda, eso sería tan absurdo como un conejo morado. No.

Me dispuse a levantarme y al despegar solo un poco el trasero del borde de la fuente, sentí que estaba atado a ella. No me pude levantar y me convencí de que era en realidad mi pantalón, que se había atado por medio de un chicle al cemento.

Maldije. Las manchas de chicle eran las peores y mamá las odiaba.

Bajé la mano para tantear la magnitud de la atadura gomosa con la moneda aún empuñada y no sentí nada; intenté levantarme de nuevo pero sentí el tirón hacia abajo una vez más. Entré en pánico, sintiéndome como una loca prisionera de una fuente inerte.

Abrí la mano para tantear mejor y la moneda cayó al agua, ahí dejé de sentir el tirón del imaginario chicle y pude levantarme, me incliné demasiado fuerte y casi caigo al suelo, pero alcancé a equilibrarme. Me toqué el pantalón con ambas manos pero no había nada ahí.

Miré de nuevo a lado y lado esperando que nadie me hubiera visto casi discutiendo conmigo misma y sólo vi una sombra entrando en medio de dos arbustos. Parecía un gato, no lo supe.

Con la confusión latente y una moneda menos porque había caído al agua —y no quería que alguien me viera robando a una fuente al recoger mi moneda—, me subí en mi bicicleta y en poco rato llegué a casa.

Los sábados los compartía con cuatro amigos... caninos. Me encargaba de pasear a los perros de tres vecinas y ganaba lo suficiente para comerme un helado. No era mucho pero me distraía. Luego de tomar jugo de naranja y de ver el enorme "5 de Mayo" que lucía en letras rojas en el calendario junto a la puerta, salí e hice mi ruta de tres casas para recoger a los perros.

Caminé con ellos por varias calles y llegué al boulevard a donde siempre los dejas correr y jugar por un rato. Me senté en la fuente, igual que siempre y recordé la tontería del día anterior, pensar en eso me hizo arrugar la frente.

Estaba metida en mis pensamientos cuando vi a la vuelta de un arbusto, a una pelusa morada escondiéndose.

Me cuestioné a mí misma lo que había visto y lo dejé pasar, pero la pelusa se asomó de nuevo y vi que era ¿un conejo?

Sabía que era imposible, pero juro que en ese instante estaba segura de que ese conejo y yo habíamos hecho contacto visual.

Mis pies se movieron solos y fui tras él, el conejo siguió adelante y entonces pude ver que no era morado sino que tenía un suéter morado. ¿Quién le ponía un suéter a un conejo?

El boulevard era un parque cerrado; lindaba con una cerca metálica en dos de sus lados perpendicularmente; el conejo saltó a paso rápido hasta una de las mallas y, por un agujero que había en el suelo que conectaba la parte exterior con la interior, se me escapó.

Agarroté mis manos en la malla para ver a dónde iba el conejo y a solo unos metros lo vi entrando en una carpa del mismo tono morado de su suéter y que nunca había visto antes.

No podría explicar exactamente en qué momento decidí que era buena idea seguirlo, pero lo hice y rodee la cerca para llegar a su escondite.

Entré en la carpa y noté que era un poco más grande de lo que lucía en el exterior. Tenía una forma no precisamente geométrica, con el techo en punta y la base más ancha, como la carpa de un circo, pero en pequeño.

Parecía más una tienda de mascotas —por la cantidad de animales que había— que un circo; el color morado predominaba: en un acuario en tonalidades lilas, en varias jaulas púrpuras con pájaros, en una estantería en el lado derecho lleno de cachivaches y en el izquierdo, una jaula también morada sin techo donde el conejo descansaba. Me acerqué a él y lo toqué, él ni se movió. Su suéter morado a rayas resaltaba en su pelaje blanco y su mirada perdida lo hacía ver como un peluche, lucía tan hermoso que lo alcé, esperando que no huyera. No lo hizo, se acomodó sobre mi antebrazo.

—Ni se te vaya a ocurrir comentar que su suéter es feo.

La voz aguda y cansada de una mujer me hizo sobresaltar.

Me agazapé en el lado opuesto de donde vino el sonido y con el corazón a mil, me puse a la defensiva, apretando inconscientemente al conejo que aún cargaba en mis manos.

—Te asustas fácil —comentó la mujer burlando mi sorpresa—. Eso es una ventaja.

Quería decir algo inteligente o solo algo, pero simplemente no pude. Estaba pasmada. Detallé su aspecto y me repetí que una mujer de metro y medio, de ojos negros, muchas arrugas y aspecto vulnerable y gitano, no podía asustarme tanto.

Busqué y finalmente encontré mi voz.

—¿Por qué?

—Es un aviso de tu cuerpo de que algo va mal —respondió seria. Luego soltó una risa amigable—. Eso leí en un folleto.

Opté por ignorar eso y cambié de tema.

—Lamento entrar así. Me pareció curioso el suéter de su mascota y... —Me oía estúpida a mí misma dando esa excusa—. Lo lamento, me voy ya...

—No es mi mascota —corrigió con recelo—. Es familia.

—Sí, claro... perdón, señora...

—Me has llamado, Elizabeth, dime en qué te puedo ayudar.

—Yo no la llamé... —Giró ipso facto la mirada y de su oreja vi colgando un arete que en su punta tenía una moneda. Todo calzó por un momento y aunque era absurdo lo que cruzó por mi mente, lo dije—. ¿Esa es mi moneda?

—Claro que lo es. Me la ofreciste, me llamaste, acá estoy.

Pensé en la fuente de los deseos. Imposible.

—¿Quién es usted?

La mujer se tomó sus buenos segundos para responder, silencio que usé para agacharme un poco y dejar al conejo en su lugar.

—Un atajo a tus deseos, Elizabeth.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Sé más que eso —afirmó con tono dulce pero autoritario—. Tengo otra cita hoy, Elizabeth, hagamos esto rapidito. Entonces, ¿Messer es su nombre?

La intranquilidad acrecentó y aunque algo me decía que me fuera de ahí, no lo hice.

—¿Cómo...?

—Aaaagg —resopló la mujer, intentando mantener la calma—. No es difícil, Elizabeth. Pediste un deseo, te lo voy a cumplir y no pido mucho a cambio...

—Está demente, señora —solté, con un tono poco cortés.

—¿En serio? ¿No fuiste tú la que pidió un deseo el día viernes a las dos y cincuenta de la tarde, lanzando una moneda a la fuente que tiene un letrero que dice "Fuente de los deseos"?

—Sí, pero... —Sacudí la cabeza, negándome a hallarle lógica—. ¿Me está diciendo que cada monedita que es lanzada a esa fuente la invoca y usted anda por la vida cumpliendo deseos así no más? Por favor...

Mi bufido algo ofensivo no pareció molestarla en absoluto, a cambio de eso, respondió con naturalidad:

—Solo atiendo los deseos pedidos de corazón.

Inmediatamente pensé en Messer y mi gesto se aligeró.

La magia no existía, eso lo sabía. Había escuchado de los llamados "amarres" de amor para atrapar al ser amado, pero yo sería incapaz de someter a alguien con ese tipo de trucos. No. Si esa era la intención de esa mujer, estaba muy desubicada.

—Si es usted de las que hace amarres con agua de calzón y eso, no tengo dinero ni intención de...

—¿Eres sorda o solo no piensas claro?

La segunda opción, pensé, pero no lo dije. Ella continuó:

—Dije "vengo a cumplir tu deseo". Dime, ¿tu deseo de embrujar con calzones a Messer?

—¡No!

—¿Entonces? Pon atención. —Se quitó su arete con la moneda y lo puso en vilo frente a mí—. Si no quieres tu deseo, toma tu moneda y procura no volverme a llamar, si no, escúchame.

El corazón lo sentía latiendo velozmente y era consciente de que eso era miedo, sin embargo lo pensé y pudo ser la curiosidad o pudo ser la esperanza, pero me quedé, omitiendo la alerta de mi cerebro..

Al ver mi silenciosa respuesta, se puso de nuevo su arete.

—Bien. Entonces, ¿su nombre es Messer? El chico que amas.

—Sí.

—¿Y cuál es tu deseo exactamente?

La locura que representaba hablar de un deseo mágico de amor a una mujer medio loca en una carpa en un parque junto a un conejo de suéter morado, me hizo dudar de responder.

Guardé silencio varios segundos pero el suspiro exasperado de urgencia de la mujer, me hizo sincerarme. No pierdo nada, pensé.

—Solo quiero la oportunidad de que me note.

Pareció sorprendida de mi respuesta.

—Pensé que querías que se enamorara de ti.

—Sí, pero... quiero enamorarlo, ¿entiende? No que me ame por obra y gracia de una magia sino que se tome la molestia de conocerme. Sé que puede amarme si me conoce...

—¿Y por qué no lo conoces aún?

—No se ha dado la oportunidad.

—Y quieres esa oportunidad.

—Sí.

—De acuerdo... —Cerró los ojos un segundo y luego sacó de su espalda un librito miniatura. Parecía un llavero por el tamaño—. Los deseos no son altruistas, Elizabeth. Debes saber que te dan una ventaja pero también te quitan algo.

Con incredulidad vi que el libro diminuto crecía al tamaño promedio; estaba pasmada y empecé a creer que tal vez todo el asunto era cierto y no solo invenciones de alguien mentalmente dañada. Ella abrió el libro.

—¿Qué... qué me quitan?

—Usualmente es algo que la magia considera que no necesitas para el propósito —respondió distraída, leyendo una página al parecer al azar del libro mágico.

Debí en ese momento preguntar qué podía ser eso, pero no lo hice. Debí realmente haberme ido en primer lugar. Otra pregunta pugnó por salir y la solté:

—¿Y qué me da?

Levantó la vista del libro y me miró. Sus ojos negros sin pizca de brillo, me penetraron.

—En este caso, su interés. Messer no te va amar pero sí va a sentir interés por ti, una... atracción, lo que los jóvenes llaman flechazo. Pero depende de ti enamorarlo.

—Y supongo que debo pagar.

La mujer agitó su cabeza de tal modo que la moneda colgando en su oreja se movió.

—Ya pagaste el inicio.

Esta mujer está loca, me dije. Quizá era una de esas gitanas que buscaban dinero en los ingenuos y el libro era plegable y falso para darle realismo a la actuación. Pero dijo que yo ya había pagado, así que no perdía nada siguiéndole la corriente.

—¿Aceptas, Elizabeth?

—¿Acepto qué? No me ha dicho mucho.

—Te daré tu oportunidad con él. ¿No es eso lo que quieres?

—¿Así no más? ¿Cuánto me valdrá? Porque dudo que mi céntimo valga semejante premio.

Suspiró y cerró de golpe su libro, como un maestro que va a dar una explicación profunda y ya conocida que no requiere leer.

—En la magia, Elizabeth, una de las dos partes debe ganar, la otra debe perder.

La manera sombría y al tiempo afable en que lo dijo, me produjo un escalofrío en la espalda.

—No entiendo —admití.

—Si lo enamoras, si ganas, tienes al amor de tu vida y yo gasto mi magia. ¿Ves? De cierta manera yo pierdo porque no obtengo nada de que tú te enamores.

Me tembló la voz para hacer la siguiente pregunta:

—¿Y si no se enamora?

Sonrió de lado, mostrando sus amarillentos dientes y el nerviosismo me atenazó las venas.

—¿Dudas de poner enamorarlo?

La respuesta salió de inmediato y sin dudas ni vacilaciones, en una chispa de valentía incitada por el reto de su tono:

—No. Sé que estamos hechos el uno para el otro. Me amará.

Estaba completamente segura.

—¿Tenemos un trato entonces?

Me tendió la mano en la que no sostenía el libro. El corazón me saltaba dentro del pecho, mezcla de mil emociones. Sin ser muy consciente, extendí mi mano y no lo noté hasta que sentí un pinchazo en mi pulgar.

—Auch —me quejé.

—Mil disculpas, no soy creyente de los documentos firmados y aún uso el antiguo pacto con sangre...

Con una sonrisa tétrica me mostró su dedo índice donde una gota de mi sangre yacía, su pulgar se acercó y ambos quedaron manchados de carmesí. Con la mano libre abrió el libro y puso su huella del pulgar en una página en blanco, el otro dedo lo llevó a su arete y untó ese poco de sangre restante en la moneda tiñendo de rojo su superficie. Miré mi palma, no había rastro de herida pero sabía que me había pinchado con algo.

—¿Qué... qué ahora?

Volvió a comprimir su libro y lo puso en su bolsillo; la amabilidad tenebrosa que había tenido desde que me saludó, desapareció para ser reemplazada por una voz monótona y aburrida, con ese tono que usan las personas en los call center al estar cansados de repetir lo mismo día tras día.

—Tienes una semana a partir de hoy para lograr tu cometido, la magia de mi parte será cumplida y Messer tendrá interés en ti. Tu deber es enamorarlo y que te bese con amor sincero, en el momento en que lo haga el hechizo acaba y pueden seguir sus vidas como una pareja normal, ya depende de ustedes de ahí en adelante.

Se me secó la garganta. No me había dicho las limitaciones de tiempo y entonces empecé a temer más aún.

—¿Qué... qué pasará en una semana si no lo he logrado?

Nunca antes una sonrisa me había aterrado de la manera en que la que pulió lo hizo.

—Serás parte de mi familia.

Señaló a su alrededor. Seis canarios en distintas jaulas, el conejo, un acuario con muchos peces, dos gatos... La lógica me llevó a una sola conclusión: todos eran personas que no habían cumplido su misión. Abrí desmesuradamente los ojos.

—Una de las dos debe ganar —aseguró, en tono de amenaza—. Y Elizabeth, Messer no puede enterarse de que la magia está en medio, no se lo podrás decir. Ni lo intentes.

Cerré los ojos con fuerza poniendo mis manos sobre mi cara, conteniendo el miedo, las náuseas y el shock. Sentí una brisa en mi cabello y me destapé el rostro.

Ya no estaba en la carpa, estaba en el mismo sitio pero sin carpa, solamente el césped a mis pies, el boulevard en frente y mis cuatro perros alrededor.

¿Lo había imaginado?

¡Gracias por leer!

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