Capítulo 5
La semana transcurre sin novedad. Por suerte tengo diez días por delante sin hacer guardia y me da tiempo a recuperar el sueño perdido.
No he vuelto a ver la corbata azul y Clara está más taciturna que de costumbre. Le he preguntado si está bien y si necesita hablar de algo pero responde con evasivas del estilo: "sólo estoy cansada", "la guardia fue mala", "echo de menos a mis padres".
No la he visto quedar con su novio.
Y no es que la esté vigilando. Pero está muy rara.
Una de esas tardes en las que estamos ambas en el salón viendo la tele, decido que ya no aguanto más este ambiente tenso que se está formando entre nosotras y decido ir, por primera vez, al gimnasio.
Nunca he sido deportista, pero creo que mi forma física se está deteriorando mucho y no puede ser que me cueste respirar cada vez que subo cuatro escalones seguidos.
Así que me levanto del sillón y me pongo ropa de deporte. Una camiseta fucsia de Nike preciosa que compré para tenerla de adorno en el armario y que por fin voy a dar uso y unos pantalones grises ajustados del Decathlon que me acompañan desde que un día dije que iba a hacer yoga. Nunca hice yoga.
Me preparo una bolsa con muda limpia y ropa normal junto con una botellita de agua y una toalla.
Y allá que voy.
—Voy al gimnasio —le anuncio a Clara—. Cuando vuelva, si quieres, podríamos ir a tomar un vino y hablamos. A mí no me puedes engañar.
De pronto mi amiga empieza a llorar. Suelto la bolsa. Me arrodilló al pie del sofá.
—Pero Clara... ¿Cómo estás así? Pero dímelo, quién va a apoyarte mejor que yo. ¿Quién me apoyó a mí cuando Alex me dejó?
—Soy una persona horrible —dice—. Le he puesto los cuernos... Con... Con...
—¿Con?
—Con un adjunto de cirugía general —confiesa, visiblemente avergonzada—. Y ya... Quiero cortar con él y no sé cómo hacerlo porque se lo va a tomar fatal, le voy a hacer mucho daño y no quiero que sufra... Pero ya no siento nada por él. Le tengo cariño pero... No de ese tipo...
Habla de carrerilla, como si se hubiese estado preparando el discurso mucho tiempo. Ahora ya sé el por qué de la corbata azul.
—Eh, tranquila. No has hecho nada malo.
—¿Cómo que no?
—No, porque aún estás a tiempo de sincerarte y de poner orden en tu vida. Si no te va a destrozar seguir mintiendo —le digo.
—Ya...
—Mira, voy a ir al gimnasio durante una hora. Cuando vuelva, quiero que te hayas duchado y te hayas puesto guapa. Nos vamos a beber una botella de vino entre las dos y vamos a hablar hasta que sea muy tarde.
—Vale —asiente ella con un hilo de voz—. Vale, me apetece.
Me incorporo, cojo mi bolsa de deporte otra vez y antes de irme, Clara se gira.
—Gracias Helena, no sé qué haría sin ti.
Nos sonreímos mutuamente.
El gimnasio al que me dirijo lo identifiqué hace dos guardias, al volver a casa. Se trata de una sala que parece encontrarse en un piso bajo y no pone nada de que sea "low cost", sin embargo, su principal ventaja es que su ubicación es perfecta: a cinco minutos andando desde mi piso.
Entro atravesando unas puertas automáticas de cristal que se abren a mi paso y me encuentro con un elegante y moderno mostrador tras el cual un chico joven conversa con dos chicas.
Espero pacientemente.
Finalmente me atiende. Me explica los horarios con clases de pilates, spinning, body-pump, body-combat y otras tres mil disciplinas más (si es que pudieran llamarse así). Después me comenta que necesito pagar un plus si quiero añadir la sauna a los servicios y tras toda su exposición, realiamos un tour guiado a través de las cintas de correr, las bicis estátitas, las pesas y demás máquinas y finalmente, la garrafa de agua.
—¿Quieres un vasito? —me pregunta mientras él se sirve.
—No, gracias. Dime cuánto te debo.
—Bien, serán sesenta de matrícula y cuarenta y cinco la mensualidad.
Me llevo la mano a la bolsa y saco la cartera. Asumo el coste y espero que el gasto me presuponga una obligación moral para mover el culo al menos tres veces por semana.
Volvemos al mostrador, pago y obtengo a cambio una pulserita con un número asignado a una taquilla.
—Escaleras abajo están las taquillas, la sauna y las duchas —me indica él.
Entro de nuevo por los tornos y bajo las escaleras. Sí, he pagado el suplemento de sauna. Total diez euros arriba, diez euros abajo, no me van a pagar el alquiler.
Localizo mi taquilla y dejo allí mi bolsa con mi cartera. El móvil lo he colocado en un brazalate y lo he conectado a unos auriculares.
Vuelvo escaleras arriba y localizo una cinta de correr libre, en una esquina. Me subo y me engancho en cordón rojo de seguridad. La pongo a cuatro kilómetros por hora y empiezo a andar.
Es todo mi objetivo por hoy.
Así de triste.
Cuando llevo un penoso cuarto de hora y estoy respirando como un caballo que acaba de galopar por encima de sus posibilidades, escucho una voz detrás de mí.
—Pequeña PICC.
No.
Siento que el estómago se me retuerce y que me arde la cara.
No quiero que me vea en estas circunstancias.
Por mi seguridad y mi falta de concentración, desconecto la cinta. He quemado quince calorías. Todo un logro.
Inspiro profundamente y me giro.
—¿Qué tal el... Cólico? —pregunto a modo de saludo.
Me ha temblado la voz, estoy segura.
—Por lo menos dos besos, ¿no? Vamos a saludarnos como las personas —dice el traumatólogo con una sonrisa, perfecta y preciosa, de oreja a oreja.
Me bajo de la cinta pero rehúso acercarme a él.
—Es que estoy sudando, es mejor que no me huelas de cerca —digo.
Y él se ríe.
—Yo también, llevo una hora haciendo pesas —contesta—. Estoy muchísimo mejor, me curaste.
Me saca una sonrisa.
—Me alegro.
Y me quedo completamente muda. Quizá porque lleva una camiseta de tirantes gruesos, oscura y ceñida y veo sus brazos bronceados y fuertes, bien definidos. Quizá por sus ojos rasgados y negros que aún no consigo mirar directamente sin que me quemen.
Recuerdo las palabras de Clara: me he liado con un adjunto de cirugía general.
—¿Estás bien? Oye quería darte las gracias, me atendiste muy bien y creo que te fuiste algo preocupada —dice él—. Me gustaría invitarte a una caña para agradecértelo en condiciones.
—La cerveza tiene gluten —respondo automáticamente.
Mierda. Así no, Helena, así no.
—El vino, no —contraataca él—. Bueno, no quiero distraerte, veo que estás ocupada, pero ya hablaremos en otro momento.
Me saluda con la mano y se va.
Le sigo con la mirada y veo que se sienta en la máquina de espalda. Entonces una chica que lleva un top rosa muy ajustado a sus enormes tetas y unos leggins que marcan cada uno de sus glúteos con extremada precisión, se acerca a él y sonríe. Están hablando.
Decido dejar de mirar y volver a poner en marcha la cinta. Por primera vez me planteo si no será una mala idea continuar esta especie de flirteo extraño con un hombre que si bien no pertenece a mi servicio, puede llegar a tener algún tipo de autoridad profesional sobre mí.
Y no sólo eso, los cotilleos en el hospital y los malos ratos que pueden hacerte pasar.
Sin darme cuenta, estoy corriendo. La cinta está a siete kilómetros por hora y noto que se me sale el corazón del pecho.
Pulso el stop desesperada. Me bajo del endemoniado cacharro para hámsters y decido ponerme a hacer pesas, sin embargo algo sucede por el camino.
Me siento como si caminase por las nubes y comienzo a verlo todo negro. Y sueño con mi casa, con la hierba del jardín y con la puerta amarilla del garaje. Sonrío.
—Helena —dice Alex—. Helena.
—Helena.
Abro los ojos. Un corro de personas me rodea y una chica sostiene mis piernas en alto.
—Helena —Rafa me mira analíticamente—. ¿Cómo estás? ¿Sabes dónde estamos?
Miro a mi alrededor. De pronto soy consciente de que me duele mucho la cabeza.
—Ay... —me quejo llevándome la mano a la nuca—. Estoy en el gimnasio, ¿no?
—Está bien, os podéis marchar, soy médico, yo me encargo —le dice él a la multitud.
Cuando nos quedamos solos, me ayuda a levantarme y apoyada en él camino hasta sentarme sobre un banco de abdominales.
—¿Qué es esto? —pregunta mientras agarra mi mano y la mira—. Estás sangrando. Voy a mirar... Oh.
—¿Qué? ¿Una brecha? —pregunto alarmada—. No me extrañaría porque me duele muchísimo.
—Te has debido de golpear contra esa bici de ahí.
Me levanto de golpe, dispuesta a coger un taxi hacia mi hospital para que alguien me dé un par de puntos.
—¿Qué haces? Vuelve a sentarte. Voy al botiquín y te voy a curar y después te llevaré al hospital —me dice muy serio.
Obedezco y vuelvo a sentarme. Me impresiona y me fascina al mismo tiempo la autoridad que se desprende de su tono de voz. No es brusco, en absoluto, es firme y también suave.
En un acto reflejo vuelvo a llevarme la mano a la nuca por el dolor y recojo un hilo de sangre con mis dedos. Cualquiera diría que un médico no debería impresionarse al ver sangre, pero si es la suya propia... Cambian las cosas.
Me empiezo a marear otra vez, pero como conozco el posible desenlace, me tumbo en el suelo para prevenir un nuevo golpe. El traumatólogo vuelve. Me mira fijamente.
—¿Otra vez? —pregunta divertido.
—Estoy sangrando mucho... La verdad es, que me da impresión —susurro con un hilo de voz.
Se arrodilla a mi lado y gira mi cabeza con suavidad. Me aparta el pelo con mucha delicadeza y el tacto de sus manos me distrae momentáneamente del dolor. Noto algo frío en la herida y gimo. Escuece.
—Sólo es betadine. Ahora te presionaré con una gasa. Mientras, dame tu pulsera para que vaya a tu taquilla a por tus cosas.
Me desengancho la goma de mi muñeca y se la tiendo.
—Aprieta tú mientras tanto.
Con la gasa, realizo presión sobre mi nuca. Así, por lo menos, se detendrá el sangrado. En menos de dos minutos, Rafa ha vuelto cargado con dos bolsas de deporte (la suya y la mía). Se agacha y me ayuda a incorporarme.
—¿Crees que podrás llegar al parking? Está aquí abajo, en el sótano.
Asiento. Me encuentro más entonada. El dolor sigue ahí, pero por suerte, ya se me está pasando el vahído.
Entramos en el ascensor y cuando las puertas se abren, caminamos unos metros sobre el suelo negro del garaje hasta llegar a un precioso BMW azul marino de tamaño mediano que está increíblemente limpio tanto por fuera, y como puedo comprobar, también por dentro. Además, huele a ambientador de menta. No obstante, tengo un miedo terrible a manchar la tapicería blanca.
—No quiero estropearte el cuero.
—No te preocupes, lo llevaré a lavar. Lo importante que es presiones bien en la herida —me sonríe desde el asiento del conductor.
Tardamos escasos veinte minutos en llegar a ese lugar del que parece ser que nunca salgo. Los paneles grises de las paredes y el cristal de las ventanas me saludan sardónicamente. Otra vez en el hospital.
Rafael aparca el coche en una zona reservada para personal sanitario. Deja su acreditación identificativa visible a través del parabrisas y se pone una cazadora de cuero negro. Más tarde, caminamos hacia la zona de urgencias.
—Entra y yo te esperaré cerca del triaje, ¿vale? Cuando termines, vuelve aquí y te llevaré a tu casa.
Nos miramos unos segundos. Aunque parece muy obvio lo que me quiere decir, lo medito.
—Puedo volver sola en taxi o en transporte público, ya has hecho bastante con traerme —le propongo con amabilidad.
—Vamos al mismo gimnasio, no debes de vivir muy lejos de mí –dice con una sonrisa—. ¿No querrás contaminar más cogiendo un taxi que vaya en la misma dirección?
Me arranca una carcajada.
—Pero vas a perder aquí al menos dos o tres horas. De verdad, me da apuro que esperes. Seguro que tienes cosas que hacer.
—Dame tu teléfono y yo te daré el mío, así podrás escribirme cuando acabes y yo podré aprovechar a tomarme un café en esa cafetería de ahí al lado —dice con su acento canario y con esa voz firme tan difícil de enfrentar.
Suspiro. Es demasiado insistente. Cruzamos nuestros números y él decide mirar la herida una vez más.
—Con un par de puntos debiera de bastar... Espera, mírame.
Y allí, antes de triarme, antes siquiera de dar mis datos en admisión, me revisa las pupilas con la linterna de su teléfono, me realiza una exploración neurológica completa y concluye que todo está en orden. Para ser traumatólogo, controla muy bien los pares craneales.
—No creo que haga falta un escáner —dice serio—. Así que no tardarás mucho.
Me guiña un ojo.
—Avísame cuando salgas o me enfadaré –y se va.
***
Clara recibe un mensaje de su amiga: "me he sincopado en el gimnasio, me he hecho una brecha, estoy en urgencias para que me den puntos, cuando termine voy para casa".
—Joder Helena, estas cosas sólo te pasan a ti –rezonga.
Visto que esta noche no irán a ninguna parte, decide darse una ducha y después preparará una ensalada para la cena. Entonces, cuando está a medio desvestir, con el agua caliente abierta al máximo y música suave de fondo, suena el timbre.
Clara se pone el albornoz encima de la ropa interior y se asoma a la mirilla. Abre la puerta y hace pasar corriendo a su visita sorpresa.
—¿Qué haces aquí? No puedes venir, ¿y si llega a estar Helena? – pregunta con ansiedad—. Tienes que marcharte.
—Necesitaba verte, aunque sea tomar un café o hablar un rato –dice un hombre alto, bien formado de ojos grises y porte serio.
Clara lucha por controlar su respiración y su pulso. Se contiene. Quiere besarle, subirse encima de él y llevárselo a su cama. Es algo superior a ella.
—Sólo han sido dos veces —afirma la joven de ojos azules con la voz temblorosa—. Realmente no hay nada serio, nada... Que justifique una visita sorpresa para tomar café. No somos novios. Y esto –lo señala a él y a sí misma alternativamente-. Puede traernos problemas... Bueno a mí. A ti no.
Él estira su mano y acaricia la tez blanca femenina. Clara tiembla.
—Te prometo que jamás seré un problema para ti —dice muy serio.
Se acerca peligrosamente y el olor de su colonia golpea con fuerza el autocontrol de ella. Se besan. Se recorren. Se obligan el uno al otro a deshacerse de prendas innecesarias.
Clara echa la cadena de la puerta antes de que unos brazos fuertes la suban sobre la encimera de la cocina.
***
Pongo los pies fuera del hospital, por fin. Aún tengo molestias en la nuca, pero me encuentro mucho mejor gracias al Enantyum y al Nolotil. Rebusco en la bolsa de deporte hasta dar con mi móvil y le envío un mensaje a Rafa. No obstante, no hacía falta. Allí está, mirándome. Sonriendo. Se ha cambiado de ropa. Ahora lleva una bonita y lisa camisa blanca y un elegante vaquero oscuro. Un mechón negro liso cuelga sobre su frente.
—¿Cuál es la lección más importante que has aprendido hoy? –me pregunta levantando una ceja.
Me siento como si me estuviera examinando. Como si fuese una estudiante de quinto de carrera haciendo prácticas en el hospital y el adjunto se hubiese percatado súbitamente de mi existencia.
—Que tengo que llevar Betadine en el bolso –contesto risueña.
Él niega con un gesto de cabeza.
—Que aún no estás en forma para correr —dice—. Tienes que empezar poco a poco.
Me arden las mejillas. Lo cierto es que no tengo una condición física muy buena. Las diez horas de estudio diarias de preparación del examen MIR junto con mi nuevo trabajo plagado de guardias de veinticuatro horas y cansancio han hecho que mis músculos se atrofien y mi corazón se vuelva perezoso.
—Era mi primer día —confieso.
—Pues espero verte más por allí —deja caer él—. Así te pondrás en forma y te podré saludar más a menudo.
Caminamos despacio, como si ninguno de los dos quisiera llegar al coche. Me pregunta por mis últimas guardias y también, si he vuelto a Asturias últimamente.
Me fascina que recuerde que soy de Cangas.
—Hace un par de semanas. Mis padres están fenomenal y mi hermana también. Es como si nada hubiese cambiado durante estos meses —le cuento— ¿Y tú, qué tal está tu sobrina?
—Hum, sigue tan celíaca como siempre. Mira, ¿ves eso de ahí?
Me giro en la dirección que apunta uno de sus dedos.
—Es una pastelería donde absolutamente todo es sin gluten... Y ¿sabes qué creo?
—¿Qué?
—Que necesitas merendar después del gran esfuerzo que has hecho hoy en la cinta de correr —dice entre carcajadas.
Le pego suavemente en el hombro. Me está vacilando y parece estar disfrutando.
—Creo que tenemos que irnos a casa y descansar. Mañana madrugamos.
—Helena con ache, parece que tienes ochenta años.
Lo miro de reojo.
Me apetece tomarme un café y un bollo y disfrutar de su compañía. Por supuesto que sí. Pero... Bueno. Me digo a mí misma que esto ha sido pura casualidad, que no había planeado encontrarme con él en el gimnasio y que él sólo se ha apiadado de mi brecha y mi mareo tal y como hubiese hecho cualquier otro compañero de trabajo en semejantes circunstancias.
—Es un café, no te estoy pidiendo matrimonio –dice.
Me río y lo miro con un renovado interés. Cualquiera diría que me ha leído el pensamiento.
—Eres tonto, sólo estaba pensando si quiero el cruasán a la plancha o no —miento.
Dos horas más tarde, volvemos en el coche muy animados y enzarzados en una conversación absurda. A veces él me roza el brazo y otras le toco el hombro. Nos reímos de todo. Descubro que tiene un gran sentido del humor y que es capaz de darle la vuelta a todos mis argumentos. Al fin, se detiene frente a mi portal. Pone los intermitentes y se aparta ligeramente de la carretera.
No he tenido que decirle dónde está mi casa: lo recuerda perfectamente.
—Bueno, pequeña PICC, ha sido un placer –dice a modo de despedida.
Allí, en el coche, apretujados, nos despedimos con dos besos de cortesía que a mí me sirven para notar su piel y su barba de dos o tres días sobre mi cara. Respiro hondo y procuro disimular el efecto que esa clase de contacto me ha causado.
—Ya te veré en el hospital –le digo.
Me bajo del coche y me adentro en el edificio. Estoy tan nerviosa que ya ni me acuerdo de la brecha que tengo en la cabeza.
Subo las estrechas escaleras que hay hasta el primer piso e introduzco la llame en la cerradura, pero la puerta no se abre.
—¿Clara? ¿Estás bien? —pregunto elevando la voz.
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