Capítulo 3
Mi color favorito es el verde. El verde hierba. De esa hierba que brilla bajo la luz del sol. La misma hierba que recubre, como una capa de terciopelo, las montañas asturianas que se muestran imponentes nada más atravesar el túnel que separa la provincia de León del Principado.
Hundo mi mirada y mi espíritu en el paisaje hasta fundir mis pensamientos con cada árbol, con cada prado y con cada peña que me regala la naturaleza en estado puro. El Alsa desciende el puerto y se dirige, a través del valle, hacia Oviedo (la capital asturiana). Como siempre que vuelvo a casa, tengo pegada mi cara al cristal del autocar y procuro no perderme ningún detalle de la cuenca minera. Unos veinte minutos después veo los edificios de la bonita ciudad en cuya estación de autobuses está esperando mi padre para recogerme.
Me estiro en el asiento y una punzada me sacude las lumbares. Demasiadas horas seguidas sentada. Me bajo del autobús y hago la cola para recoger mi maleta. Por fin camino hacia la estación y tras recorrer un pasillo, encuentro a un hombre de unos sesenta años, alto y canoso que me sonríe.
—¡Papá! —me abalanzo sobre él y le abrazo con mucha fuerza.
En seguida, él me libra del peso de mi maleta y me coge de la mano.
—Tu madre ha hecho arroz con leche —me da la buena noticia.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Les echo muchísimo de menos. Siempre hemos sido una familia feliz, muy bien avenida en la que se hablaba en las comidas y en las cenas. Mis amigos venían a casa y parecía que les gustaba más pasar tiempo con mis padres que conmigo.
Llegamos al coche. Mi padre tiene un Range Rover de hace unos diez años, siempre lo lleva impoluto, salvo cuando vuelve de sus excursiones a la montaña con los perros. Lo trae lleno de barro casi hasta las lunas.
Me siento en el asiento del copiloto y él arranca. Sonrío. Me siento tan en casa, tan a salvo del cruel mundo exterior.
—Me gustaría volver a tener diez años, papá —le digo—. Echo de menos ir al cole y hacer deberes.
Él se ríe.
—Bueno, puedes volver a tener diez años durante este fin de semana, es muy reparador. Mamá está deseando verte, se pondrá a llorar como una magdalena cuando aparezcas. También ha preparado masas sin gluten para hacerte pizza especial esta noche.
—Buah, no volvería al hospital el lunes —digo.
La autopista me regala de nuevo las mejores vistas que conozco, que me acompañan cuando necesito pensar en algo bonito. Abro la ventana y dejo que el olor a bosque impregne mi ánimo. Mi padre pone música clásica, de esa que le gusta a él y que a mí me transporta, efectivamente a la época a la que tenía diez años y nos íbamos todos juntos de viaje.
—¿Qué tal las guardias? —me pregunta.
—Aprendo mucho —respondo—. Pero me quitan vitalidad y creo que voy a envejecer antes de tiempo.
Mi padre suelta una carcajada.
—No sé qué te hace tanta gracia, papá —digo con un deje de indignación.
—Eres una exagerada, sabes que es una época, después de la residencia podrás volver a dormir... A no ser que tengas hijos, claro. Entonces no volverás a dormir nunca —amenaza él con una sonrisa sarcástica.
Trago saliva. Es que al final, lo mires por donde lo mires, dormir y vivir son dos verbos incompatibles y mutuamente excluyentes. En fin, tomaré ginseng hasta que me jubile.
Los primeros edificios de Cangas nos reciben. Atravesamos un túnel. Nos desviamos. Mi casa está algo apartada de la población. Se trata de una finca más o menos grande, en un terreno algo más elevado. El pequeño camino de grava nos lleva hasta la puerta.
Cojo el mando y pulso el botón, la puerta se abre y el coche entra en la rampa de un bonito garaje de piedra con su característica puerta amarilla.
Mi madre odia ese color amarillo y lleva toda la vida batallando con mi padre para pintarla de marrón, pero éste se ha negado. Dice que el amarillo alegra los días encapotados, igual que las hojas amarillas de los árboles en los otoños más oscuros.
Yo apoyo a mi padre y mi hermana, también. Es nuestro garaje amarillo. En verano, lo abríamos y nos sentábamos en el suelo de cemento a jugar al parchís durante la hora de la siesta mientras los perros se tumbaban a nuestro lado y observaban la partida sin mucho interés, esperando a que algún alma cándida les llevase al monte o les tirase la pelota.
La puerta amarilla se desliza hacia arriba y el Range Rover vuelve a casa.
Bajo del coche y soy asediada por seis patas peludas. Abrazo a mis enormes criaturas caninas y les doy besos en las orejas: Darwin, Churchill y Curie (los nombres se los puso mi hermana). Tres hembras. Bueno, tres chicas perrunas que cuentan cada una con 5, 8 y 10 años. Curie, la más mayor, cojea de una pata por artrosis.
Cuando salgo del garaje, me recibe mi madre con otro abrazo igual de fuerte que el que me ha dado mi padre en la estación de autobuses. Y es verdad, me siento como si volviese a tener diez años.
Me aparto y la miro. Con sesenta años, no tiene casi arrugas y su melena rubia platino (teñida, por su puesto), le queda muy elegante a pesar de sus ojos castaños. Supongo que gracias a su piel pálida, la misma que he heredado yo.
—Tienes muy mala cara, hija mía, ¿qué te están haciendo? Ven, es hora de comer, hay pote de berzas y de postre arroz con leche. Y después nos vas a contar con pelos y señales todo lo que ha pasado este último mes.
La sigo, sonriente como una niña pequeña. El garaje no está conectado al resto de la casa. Es necesario salir al jardín y entrar por la puerta principal, un bonito portón de madera con un llamador antiguo de color negro en su centro. El olor de la comida llega hasta mí y me hace salivar. Según entramos, caminamos hacia la cocina, que se encuentra al final del pasillo. Es muy grande, con una isla en su centro y en el otro lado, una bonita mesa de madera bastante larga que permite cenas en familia y con bastantes invitados. Cuántos análisis sintácticos y cuántas fracciones habré resuelto sentada en esas sillas mientras mis padres cocinaban.
Cuenta además con un fogón de esos antiguos, de los que necesitan leña para arder. Mi madre sólo lo utiliza en invierno, para calentar la casa cuando la calefacción a duras penas logra ganarle el pulso a las ocasionales olas de frío.
La mesa está puesta. El mantel rojo cubre la madera y los platos blancos, de borde dorado, se encuentran meticulosamente colocados.
Veo que han abierto una botella de vino tinto. Un Rioja. No faltan un par de velas encendidas en el centro. Hago una foto y la subo a instagram. #Home.
Oigo unos pasos que corren escaleras abajo. Alguien me abraza por detrás y se sube a caballito encima de mi espalda.
—¡María! —grito—. Qué bruta eres.
María tiene veinticuatro años y está haciendo un máster para ser profesora de francés. Ya ha terminado la carrera de filología pero al parecer, hoy en día, el máster es ineludible si se quiere llegar a algún lado.
—Perdón señora doctora, nos tienes qué contar cuántos chicos guapos has conocido en el hospital —dice con una gran sonrisa.
Mi hermana tiene el cabello rubio oscuro y también muy largo. La piel muy clara, que comparte con mi madre y conmigo, y los ojos ámbar. La única que ha sacado el pelo casi negro de papá, he sido yo.
Nos sentamos todos en la mesa. El puchero humea, deseoso de ser repartido.
Cada uno nos servimos la cantidad que creemos que podremos abordar, lo que sobre se comerá mañana o pasado. Mi madre siempre hace comida para tres o cuatro días.
Pruebo las patatas con el caldo. El sabor me transporta nuevamente a otra época. Me maravilla lo rápido que ha cambiado mi vida en tan solo unos pocos meses. Ahora cocino para mí, me lavo mi ropa, hago mi compra, limpio mi casa y sobre todo, tiendo a sentirme sola más a menudo. A pesar de que Clara y yo vivimos juntas, trabajamos mucho y hacemos guardias así que el cansancio tampoco nos deja muchas ganas para socializar entre nosotras. Y sí, estoy conociendo gente nueva. Gente interesante, gente inteligente, gente maravillosa, pero no es mi familia.
—¿Cómo está Clara? —pregunta mi madre.
—Muy bien, un poco cansada, igual que yo... Pero está contenta.
—¿Qué tal con su novio? —cotillea mi hermana.
—Ay, María, pues no lo sé. No estoy todo el día preguntando. Eres La Gaceta, ¿sabes?
Mi padre, que no soporta este tipo de conversaciones, cambia de tercio rápidamente y nos comenta que mañana por la mañana habrá un mercadillo en un pueblito que está cerca de aquí y en el que, según él, habrá fruta fresca de muy buena calidad.
Mi madre saca una fuente de arroz con leche de la nevera y boles para todos. El día está nublado y la luz que entra por las ventanas comienza a ser escasa, por tanto las velas comienzan a cobrar protagonismo.
Tras el postre, mi padre prepara café en su cafetera italiana y mi hermana se estira en la silla.
—¿A qué hora te vas el domingo? ¿Esta noche salimos, verdad? —pregunta tras pregunta.
La miro y sonrío.
—Bueno, vale. Pero hasta una hora razonable que necesito descansar.
—Te has vuelto una abuela —me dice—. Ay ¡qué cansada estoy! —me imita.
—María... —mi madre realiza su primera llamada de atención.
Y entonces, suena el timbre.
—Uy, esa va a ser tu tía, que le dije que venías hoy —dice mi padre.
Se levanta y camina hasta la puerta. Oigo la cerradura y después una voz masculina inconfundible que hace que se me suba el corazón a la garganta.
Debí imaginar que en algún momento sucedería.
Alex.
Me quedo petrificada en la silla y mi madre me mira con preocupación. María también está seria. Escucho que mi padre le pregunta cómo está y que cuánto tiempo hace.
Ambos entran en la cocina.
Mi madre lo saluda amistosamente con un abrazo y mi hermana le da dos besos. Yo tardo en incorporarme. Hace tres meses que no sé nada de él. Le doy un abrazo suelto y corto. No quiero darle dos besos. El olor de su champú tan cerca de mí me pone muy nerviosa.
Después miro alternativamente a mis padres y salgo de la cocina.
—Ven, vamos a dar una vuelta —le digo a Alex.
Mi exnovio camina tras de mí. Salimos de la casa y de la finca. Caminamos hacia el centro de Cangas. No le miro. Ni le hablo. No sé si es porque estoy enfadada y resentida o porque de repente, tras diez años de noviazgo y tres meses de exnoviazgo me he vuelto exepcionalmente tímida.
La inercia nos lleva al sitio donde íbamos casi todas las noches después de estudiar. A un parque cerca del puente. Nos sentamos en un banco.
Estiro las mangas de mi jersey negro hasta mis pulgares y me cruzo de brazos
—Helena... —dice—. He visto en Instagram que habías vuelto a casa.
—Podrías haberme escrito antes de presentarte en mi casa —le reprocho.
—Tenía miedo de que me dieras largas, la verdad. Además quería saber cómo estás y qué tal te va en el hospital.
Por fin me giro y le miro a los ojos. Son azules como el agua del Caribe. Turquesas intensos.
Me coge la mano y la acaricia. Me dejo. Me reconforta. Han sido muchos años.
—Me va bien —respondo—. Aunque hubiese sido mejor si lo hubiese podido compartir contigo.
Se me escapa una lágrima. Intento que no se me note.
—Ya lo hablamos. No va a funcionar. Vas a conocer gente, vas a vivir tu vida fuera de aquí. Y tarde o temprano, conocerás a alguien.
—Eso es lo que tú piensas, lo que tú dices. Esos son tus miedos y por culpa de ellos ha habido que tirar a la basura cinco años maravillosos. Pero si es lo que quieres, lo entiendo. La distancia no es fácil.
Me suelta la mano y me pone un dedo bajo la barbilla. Por un instante, los ojos oscuros y rasgados de un misterioso traumatólogo recién contratado se cruzan por mi mente. ¿Habrá ido de visita su sobrina celíaca de ocho años este fin de semana? ¿Le habrá invitado a pizza sin gluten?
—Sabes que es así. Yo estaré trabajando en esa tienda de ahí —señala una ferretería—. Mis padres me dejarán el negocio y me parece bien. Me gusta esta vida. Pero tú vas a vivir otras cosas.
—Podría volver a trabajar como médico a Asturias y estar juntos. Sólo serán unos años —digo.
Él niega con la cabeza.
—Ahora dime, ¿qué tal te va? —Alex da por zanjado el tema.
—Bien. Me gusta mi trabajo —respondo.
—Yo voy a ser tío. Mi hermano va a tener un bebé para enero —anuncia él.
Inesperadamente, sonrío. Me alegro sinceramente.
—Oh, ¿de verdad? —pregunto.
—Sí. Quizá quieras darle la enhorabuena. Mañana van a venir a comer a casa.
—Está bien, pasaré un momento a saludarle —digo.
Me pongo de pie. Dispuesta a volver a casa.
—¿Ya nos vamos? Podríamos tomar un café.
Alex me sonríe.
—Venga, somos amigos Helena.
Un sentimiento de amargura y de rabia me recorre la columna.
—Ya, para ti somos amigos. A mí me hace daño verte.
Me vuelvo a sentar. Agarro sus manos y le miro a los ojos.
—Helena... —dice él—. No podemos hacer como si no nos conociéramos de nada porque no es verdad.
Trago saliva y reúno fuerzas para decirle lo que pienso.
—Escucha, has sido lo que más he querido en el mundo, no sé exactamente qué es lo que siento por ti ahora mismo, pero te aseguro que he llorado durante muchos días y muchas noches y ahora, por fin, he conseguido irme a dormir sin llorar durante media hora antes de caer rendida. Así que, Alex, si ya no estamos juntos, déjame ir del todo. Pero no vengas a mi casa sin avisar, no me invites a café y no me cojas de la mano.
Le suelto y vuelvo a levantarme del banco.
—Yo te sigo queriendo, Helena —dice él.
—¿Entonces por qué me dejas? ¿Por qué no volvemos? —pregunto con un deje de impaciencia—. No te entiendo.
Alex desvía sus ojos azules hacia el suelo.
Vale, eso no es amor. Es miedo a la soledad, es un bonito recuerdo que uno quiere revivir... Pero amor, no. El amor no se raja de esta manera. El amor no tiene miedo de que conozcas a alguien. Todo el mundo está expuesto a conocer a otras personas durante toda su vida, vivan lejos o cerca de sus parejas. No es una excusa válida.
—A lo mejor no me sigues queriendo —añado—. Me voy a casa, ¿vale? Avísame cuando llegue tu hermano y me pasaré a saludar.
Alex se pone en pie y me coge de la cintura. Dejo de respirar por un momento.
Me roba un beso suave en los labios y me acaricia la cara. Otra lágrima se me escapa.
—No vuelvas a hacer eso —le pido en un susurro.
—Te echo mucho de menos —dice él.
—Tú lo has decidido así —replico.
Me suelto de sus manos suaves y me voy. Camino deprisa. Atravieso el centro del pueblo, cruzo por delante de la iglesia y asciendo calle arriba.
Mientras, rozo mis labios con la yema de mis dedos. Me siento extraña. Echaba de menos sus besos, sí. Pero estoy tan enfadada y dolida con él... Que ya no es lo mismo.
Es increíble cómo la decepción puede transformar los sentimientos de una persona. Del amor más intenso a la más amarga de las indiferencias.
Entro en la finca y la puerta amarilla me recibe. Me siento sobre una piedra que hay cerca, doblo las rodillas y me abrazo a ellas. Noto una presencia cerca de mí.
Bueno, cuatro presencias: mi hermana y las tres perras que la siguen.
—Es increíble que se haya atrevido a venir así —dice ella—. ¿Estás bien?
Me desplazo a un lado y ella se sienta junto a mí.
—Sí, estoy bien. De hecho, creo que acabo de cerrar un capítulo.
María me abraza.
—Venga, ponte guapa y nos marchamos a Gijón a tomar unas sidrinas. Lo necesitas y yo necesito a mi hermana mayor —dice.
Sonrío.
—Me he dejado el maquillaje en Madrid —recuerdo en voz alta.
—Yo tengo rímel para maquillar a medio Cangas, tú tranquila —dice.
Se incopora, agarra mi brazo y tira de mí.
—Ahora mismo a arreglarse. No vas a quedarte ahí dos horas hundida en tus pensamientos melancólicos. No es sano. Ya has llorado mucho.
Adoro a mi hermana.
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