Capítulo 2


Suena el despertador. La luz de una solitaria farola se cuela por la ventana.

—Qué tarde... —gruño al mirar el reloj.

Son las nueve y media ya. Salgo de la cama y una sensación de agotamiento atroz hace que mis piernas se nieguen a moverse. Me estiro y mis vértebras crujen.

Malditas guardias. Voy a envejecer quince años en el plazo de los dos siguientes. Me acerco hasta el baño de mi habitación (una habitación por la que pago unos casi setecientos euros mensuales gracias a que se encuentra en el centro de Madrid), abro el grifo y me enjuago la cara con agua helada. El principio del mes de septiembre es cálido y aún tengo que poner el aire acondicionado por las noches.

De pronto escucho unos golpes en la puerta.

—¡Helena! ¿Qué haces? ¿Estás despierta? ¡Vamos a llegar tarde y aún te tenemos que disfrazar!

La voz de Clara llega filtrada por el sonido del agua que cae sobre el lavabo con fuerza. ¿Disfrazar?

—Ay, coño. La fiesta.

Salgo al salón en pijama.

—Perdón. Ya estoy, tardo un segundo.

Clara es mi co-R. ¿Qué quiere decir esto? Pues que es la residente de mi misma especialidad médica y de mi mismo año. Es la otra R1 de hematología. Pero en el sofá hay unas cuatro personas más sentadas, bebiendo cerveza, vino y gintonic. Rosa y Nacho (mis residentes inmediatamente mayores, los R2) y Lucía y Yumara (mis R3). Han venido dispuestas a emborracharnos a Clara y a mí y a disfrazarnos de algo para ir a la fiesta de bienvenida de los residentes de primer año, donde vamos ridículamente vestidos de algún tema que tenga que ver con nuestra especialidad y cuando estamos bien hasta arriba de alcohol, cantamos una canción adaptada con una letra muy, pero que muy, friki.

Y hoy, que quiero morir del cansancio, que he tenido una guardia infame, es la fiesta.

—Dime que ya te has duchado porque a las diez y media hay que estar en la discoteca y falta menos de una hora —dice Jose—. Y todavía no has probado el alcohol, querida.

—Tardo un minuto, lo prometo.

—Ponte algo de ropa negra —me avisa Clara, que además de mi co-R, es mi compañera de piso.

Vuelvo corriendo a mi baño y casi con agua fría, me enjabono el pelo y me quito la roña de haber dormido 7 horas a treinta grados. Luego le quito la humedad a mi melena oscura con una toalla y me pinto el ojo con una gota de eyeliner. Y ya. Ah bueno y la ropa. Unos leggins negros y una camiseta de tirantes, también negra.

Vuelvo al salón y casi sin preguntar, me ponen en la mano un vaso relleno de una especie de líquido blanco.

—Bebe —me ordenan mis mayores—. Y rápido que te has dormido.

—No lleva gluten, ¿no?

—¡Bebe! —me gritan.

Obedezco. Esto es lo más parecido a los rituales de iniciación de los colegios mayores. Me tomo casi todo de un trago. Lo cierto, es que está rico.

—Échame un poco más —pido.

Poco a poco todo lo que sucede a mi alrededor comienza a darme igual. Ya no me importa si me van a disfrazar de algo humillante. La sensación de cansancio se desvanece y las conversaciones las escucho como si las personas que están a mi lado se encontrasen a kilómetros de distancia, o hablando a través de un yogur vacío.

Clara tiene un aspecto similar al mío. Bebemos, hacemos como que escuchamos y comemos algo de picar que nos han dejado en la mesa. Yo solo cojo aceitunas, porque la celiaquía no se me olvida por borracha que esté.

—Creo que ya están listas —escucho desde lo alto de mi nube etílica.

Nos llevan a la habitación de mi compañera de piso y nos vendan los ojos. Noto que me envuelven en una especie de tela o malla. Me río sola. Que bueno es el alcohol para perder el sentido del ridículo, Dios mío.

Me enganchan algo en los brazos, pero como estoy a por uvas, no me hago a la idea de lo que puede ser. Nos quitan el trapo de los ojos y nos ponen frente al espejo.

Clara empieza a reírse a carcajadas.

—Tía, soy un puto Hickmann —dice entre risotadas.

Empiezo a entender. Una redecilla blanca elástica me envuelve el tronco y de cada uno de mis brazos cuelga un trozo de Goma Eva, uno morado y otro azul. Son las luces de un PICC.

Soy un maldito PICC y mi compañera un Hickmann. Querido lector, un PICC es un catéter venoso central de inserción periférica, esto es como una vía por la que se pone la medicación, pero en vez de llegar a una vena superficial del brazo, se extiende por dentro hasta la vena cava superior o aurícula derecha del corazón. Vamos es el cacharro que se les pone a los pacientes para que reciban la quimioterapia.

El catéter Hickmann es parecido, pero en vez de colgar del brazo, va insertado en la región pectoral.

Me empiezo a reír sola, igual que Clara. Somos dos engendros frikis disfrazados y borrachos que van a ir a una fiesta a cantar una canción sobre las infecciones de los catéteres y la fiebre de origen desconocido.

Bien, podría ser de peor gusto y podrían habernos hecho cantar sobre linfomas, transplantes de médula y leucemias.

—Chicas, es hora de salir —nos dice Jose.

Clara y yo esperamos a que todos salgan y en medio de nuestra embriaguez nos las apañamos para cerrar la puerta de casa y asegurarnos de que llevamos las llaves, el móvil y el carnet de identidad.

Ya en la calle, nos subimos en un furgón grande que Lucía ha contratado en Cabify para que nos lleve a todos hasta el local que nuestros residentes mayores han alquilado para la ocasión.

Clara y yo vamos atrás del todo. Durante el camino todos conversan animadamente.

—Tía, estoy harta de no librar las guardias, esto se tiene que acabar, ni siquiera es legal —le dice Nacho a Lucía—. Ayer casi no dormí ni dos horas y he tenido que pasar la planta. Creo que me voy a morir.

—Bueno, tú tranquilo, el jefe está a punto de jubilarse ya —dice Rosa—. Ya sabes que es de la vieja escuela y no hay forma de razonar con él.

—No te creas que tengo muchas esperanzas en el nuevo jefe, todos son iguales. Parece que porque tengamos menos de treinta años podemos aguantar trabajar treinta y dos horas seguidas sin despeinarnos.

—El problema es que como la cagues y cometas un error, ni siquiera te cubre el seguro de responsabilidad por estar trabajando después de una guardia.

—Es una vergüenza —dice Lucía—. Pero pensad que es transitorio, cuando seamos especialistas esta mierda se habrá acabado. Por cierto, ¿cuándo se incorpora el nuevo jefe?

—Ni idea, dijeron que el mes que viene. Pero me da un poco igual, supongo que lo que menos va a importar son los residentes. Además tenemos que preparar el póster del congreso nacional, deberíamos quedar un día de estos —dice Jose—. Y eso sí es importante. Ya tengo el caso medio escrito pero necesito que alguien me consiga las imágenes de los PET TAC y de la anatomía patológica.

Ellos continúan con su conversación, pero, la verdad, se me hace muy difícil seguirla en mi estado. Miro a Clara. Envidio su maravillosa melena rubia, larga y brillante que se queda lisa nada más lavarla. Mientras que yo tengo que disciplinar mi cabello oscuro y encrespado a base de mascarillas, aceites y planchas. Sus ojos son azul cielo y los míos casi negros. Físicamente somos más o menos igual de altas y nuestra figura nos permite compartir algunas prendas de ropa.

Y es que Clara y yo llevamos juntas desde el colegio y nos las hemos ingeniado para hacer la carrera de medicina en la misma universidad y conseguir plaza en el mismo hospital y en la misma especialidad. Es mi mejor amiga, casi mi hermana.

—Tía, estoy nerviosa —me dice.

—Lo que estás es borracha.

—No lo suficiente —responde.

Reímos. Nos hacemos un selfie y lo subimos a instagram. Pero al stories, donde no quedará registro de esto pasadas las 24 horas.

El furgón se detiene y nos bajamos ordenadamente. Estamos en la puerta de la discoteca donde un montón de médicos residentes disfrazados de cosas muy variopintas: bolsas de orina, colonoscopios, guadañas, metástasis y un largo etc, nos algopamos para entrar.

Los de seguridad nos abren paso, y casi sin darme cuenta me veo frente a un escenario, con una pantalla en la que se proyectan las letras de las canciones. Empiezo a sentir los nervios. Clara tiene razón, no hemos bebido lo suficiente como para hacer el ridículo de esta manera.

—Eh, ¿de qué vas vestida? —me pregunta alguien desde atrás.

Me giro y choco con unos ojos oscuros que me dejan, momentáneamente, sin respiración.

—Eh... No sabía que venían adjuntos a estas fiestas —digo sonriente—. Gracias por el desayuno, no sé si te lo dije esta mañana.

El alcohol, que me ha desinhibido, me fuerza a mirarle de arriba abajo. Lleva camisa blanca, sin corbata, que resalta su piel bronceada y sus ojos grandes y oscuros. Dios mío, se parece a Chayanne.

—Pero aún no me has dicho de qué te han vestido —pregunta otra vez.

Me sonríe.

Qué dientes tan blancos.

—Voy de PICC —respondo un poco avergonzada.

Pero él se ríe con fuerza. No sé si reir con él o esconderme debajo de alguna mesa o echar a correr.

Clara me agarra del brazo y me arrastra hacia el escenario.

Aún no han puesto la canción así que a Clara le da tiempo a preguntar.

—¿Qué haces ligando con un traumatólogo?

La miro, sorprendida.

—¿Es traumatólogo? —pregunto.

—Pues debe serlo, porque todos sus amigotes son adjuntos de trauma y están aquí. Apuesto a que han venido a pillar cacho —susurra en mi oído—. Ten cuidado.

—Tía se ha reído cuando le he dicho que iba de PICC. ¿Tú crees que un traumatólogo sabe lo que es un PICC?

Ella piensa durante unos segundos.

—Igual es un traumatólogo listo —responde—. Ala, a cantar.

Una versión adulterada de "La mordidita" de Ricky Martin empieza a sonar por los altavoces.

Y así es como cantamos: "Sonó el busca y la fiebre alta se deja ver, vestido de pijama, bacilos salvajes colonizan mi piel", "si dios puso un cateter fue para sembrar".

"Llegó la fiebre con esa vía,

toda la noche, todito el día,

vamo a sacar unos cultivitos,

de ese cateter y de esa vía".

Cuando nos bajamos del escenario tengo una sensación de haber hecho el mayor ridículo de mi vida cantando un engendro de canción bajo la atenta mirada de un traumatólogo que parece el hermano gemelo de Chayanne.

Con lo bien que canta Chayanne.

En fin.

Jose, Lucía, Rosa y Nacho nos esperan abajo. Nos aplauden y nos abrazan.

—¡Lo habéis petado! —gritan entusiasmados—. Ahora a seguir bebiendo.

Todos los hematólogos (o proyecto de hematólogos), nos acercamos a la barra con nuestro papelito para las consumiciones.

Nos ponen una ronda de cervezas. Y yo miro la mía.

—¿Sólo hay cerveza? —le pregunto a la camarera.

Ella asiente desganada.

—¿Me puedes poner un gintonic? Aunque no esté incluido, te lo pago —le pido.

—No hay nada más que cerveza, es lo que han contratado.

Pues nada, que se la beba otro.

—¿No te la vas a tomar? —pregunta Yumara.

—Tú sabes que la cerveza lleva gluten, ¿verdad?

—Ay, no habíamos caído. Es verdad. Bueno, igual te pueden poner una Coca Cola.

—Pues no creo, porque me han dicho que sólo hay cerveza.

Me encuentro con otros compañeros, coRs de otras especialidades: digestivo, oncología (médica y radioterápica), las chicas de alergología, los machotes de urología, las pijas de otorrino. Me río con el disfraz de puerro de Medicina interna. La pobre chica va con un puerro en la mano y lleva una falda de flecos verdes. No diré el porqué del puerro porque no quiero herir sensibilidades.

A medida que la gente está cada vez más alcoholizada yo estoy más sobria y el cansancio no tarda en vencerme. Me empiezo a aburrir y mis deseos de irme a dormir le pueden a mis ganas de bailar. Clara sin embargo, tiene más cerveza en sus arterias que hemoglobina.

Un residente mayor de cirugía se me acerca y bailamos juntos un rato, me abraza y me coge de la cintura en repetidas ocasiones, pero lo cierto es que no me entusiasma y con cierta sutileza le voy retirando las manos cada vez que las pone donde no debe.

Entonces alguien me agarra desde atrás y me separa del pulpo.

—Los cirujanos son muy peligrosos, pequeña PICC —me dice una voz grave con acento canario.

Se me acelera el pulso cuando él me hace bailar como si fuese una experta. Noto sus manos grandes y fuertes que me tocan suavemente y por poco tiempo en la cintura y los brazos. Es muy sutil, como si lo hiciera sin querer. Pero queriendo. Contengo la respiración unos segundos cuando noto su aliento muy cerca de mi cuello.

Ahora entiendo eso de que los canarios tienen cierto arte con el baile.

Me giro y nos miramos. Está muy cerca y me pone muy nerviosa. Su olor a hombre limpio, a champú mezclado con suavizante para la ropa me reconforta.

Céntrate, Helena, me digo.

—¿Eres traumatólogo? —pregunto para romper el silencio.

Él me sonríe.

—¿Lo parezco? —pregunta divertido.

—No, o sea, no es en mal sentido. La traumatología es una especialidad como cualquier otra —digo.

Se ríe y le miro la boca sin mucho disimulo. Mierda. Necesito más alcohol. O menos.

—Eres muy divertida —dice—. Adivino que no has tomado ni una gota de cerveza —susurra cerca de mi oído.

—Nada de nada —digo—. Y la verdad, me apetece una copa de vino blanco y comerme una pizza sin gluten.

Entonces se detiene en seco y me mira con una media sonrisa.

—¿Y si te digo que conozco un sitio muy especial cerca de aquí donde hacen pizza para celíacos y que abren de madrugada?

—¿En serio? —pregunto entusiasmada—. Tengo muchísima hambre. He cenado solo tres aceitunas.

De nuevo me sonríe.

—Pues vámonos de aquí, entre el desayuno de esta mañana y la cena de hoy debes de andar camino de la desnutrición.

Yo, sin estar muy segura de la sensatez de irme de la fiesta con un traumatólogo de mi hospital y sin estar muy segura tampoco de querer dejar escapar la oportunidad de compartir otro rato a solas con él, le sigo hasta la puerta y salimos juntos al exterior.

En la calle, la falta de ruido y el aire fresco me devuelven una pizca de vida. El traumatólogo misterioso mira su móvil.

—Es por ahí —señala calle abajo—. Ven, vamos a por esa pizza.

Caminamos en silencio, no sé muy bien de qué hablar. Lo cierto es que estoy muy cortada y me cuesta levantar la mirada de los adoquines grises de Madrid.

—¿De dónde eres? —pregunta él.

—De Asturias... De Cangas de Onís —digo con la nostalgia de quien echa de menos su hogar.

Clara también es de allí, por eso es un regalo del destino que las dos hayamos terminado siendo residentes en el mismo hospital.

—¿Y qué haces aquí?, con lo preciosa que es tu tierra —pregunta.

Sonrío con timidez.

—Quería un hospital grande —respondo—. Pero lo cierto es que me gustaría volver a vivir allí, echo de menos a mi familia.

Él me mira con un brillo de comprensión en sus ojos oscuros.

—Ya, los míos viven en Gran Canaria —me dice—. Procuro ir al menos una vez al mes.

—¿Y no volverías a vivir allí? —pregunto con curiosidad.

—Ahora mismo irme a Canarias sería morir profesionalmente —reflexiona en voz alta—. Soy muy ambicioso, quizá ese sea mi gran defecto.

La luz anaranjada que emiten las farolas ilumina la acera y el frío de las cuatro de la madrugada comienza a erizarme la piel. Me castañean los dientes.

Él se detiene y me mira con asombro.

—Vaya, tú que eres del Norte y tienes frío. Me tienes muy sorprendido.

Se quita la americana y me la echa por encima.

—Ahora tendrás frío tú —le digo.

—No, de hecho tengo calor —contesta—. Mira, ya hemos llegado.

El olor a queso y orégano sacude mis sentidos y mi estómago. Hay dos personas delante de nosotros.

—Mira, tienes para elegir: cuatro quesos, tomate y orégano, jamón y queso...

—¿Todo eso sin gluten? —pregunto con asombro.

—Sí, señora —dice orgulloso—. Mi sobrina pequeña de ocho años también es celíaca y siempre que vienen a Madrid a verme la traigo aquí.

—Imagino que serás su tío favorito —contesto—. Serías mi tío favorito —me río.

Sus ojos oscuros brillan, me sonríe de nuevo. Tiene una sonrisa preciosa.

—Tus tíos no te llevaban a comer pizza sin gluten, ¿no?

—No, pero mi tía cocinaba bizcochos con harina de maíz y chocolate y estaban para chuparse los dedos —respondo—. Oye, ¿cómo te llamas, a todo esto?

—Hickmann —dice él.

Levanto una ceja.

—Ya.

Se ríe de nuevo.

—Me llamo Rafa. ¿Y tú?

—Helena.

—¿Con ache o sin ache?

—Con ache, como Helena de Troya.

—¿Dejarías a Agamenon para irte con el marica de Paris?

—No, me iría con Eric Bana y pasaría de los dos —respondo.

—Buena elección, me caes bien Helena con ache. ¿De qué quieres la pizza?

—Tomate y orégano.

Con nuestra caja de pizza en la mano, Rafa y yo caminamos hasta encontrar un pequeño parque infantil vacío. Entramos, nos sentamos en un banco y abrimos el festín. Antes hemos tenido la precaución de entrar en un bazar chino para coger un par de latas de Cocacola para acompañarlo.

—¿Por qué dices que la ambición es tu peor defecto? —pregunto con curiosidad.

En general este hombre me genera mucha curiosidad y muchas otras cosas. Pero de momento solo puedo satisfacer la primera de ellas.

—Buena pregunta, pequeña PICC. La verdad es que me encanta mi trabajo, me siento muy realizado y me genera muchos retos intelectuales. Necesito tener la mente ocupada en algo todo el rato —responde.

—O necesitas reconocimiento.

Me mira entrecerrando sus grandes ojos negros.

—Así que quieres provocarme, ¿eh? —pregunta divertido—. Dime una cosa, Helena con ache, ¿quién no necesita reconocimiento? Es una señal de que trabajas bien, de que haces las cosas como se tienen que hacer.

—No quería provocarte, perdón. Sólo tenía curiosidad.

—¿Tú no eres ambiciosa? —me pregunta divertido.

—Buena pregunta... Diría que me gusta superarme a mí misma pero en lo profesional quiero algo con lo que sentirme cómoda y que pueda abarcar. Además, quiero tener familia, hijos... No sé. Quiero experimentar la vida en todos sus aspectos y limitarme a la medicina es cortarme las alas —reflexiono en voz alta—. Siempre he querido estudiar filosofía y también historia. Me siento tan inculta.

Y entonces me doy cuenta. Mierda. He dicho que quiero tener hijos. Mierda. Tres veces mierda.

—Eres una persona muy interesante, ¿sabes? Creo que podría pasar horas enteras hablando contigo.

Miro el reloj.

—Es verdad, son las cuatro de la mañana. Igual es tarde.

—¿Qué? No, no me estaba refiriendo a eso. Si quieres podríamos ir a desayunar en un rato —me dice—. Conozco una cafetería con bollería para celíacos.

—¿También llevas allí a tu sobrina? —pregunto.

Él asiente con un gesto y sonríe. Por un instante siento que su mente viaja lejos y abandona la conversación. Su piel, que parece bronceada de forma natural, destaca bajo su camisa blanca. Allí, en ese parque solitario, rodeados de edificios de pisos y de adoquines grises, me doy cuenta de que estoy acompañada de un hombre increíblemente atractivo.

Siento que me sonrojo.

—Bueno, y cuándo vas a volver a Asturias —me dice.

Las montañas verdes vienen a mi cabeza y tranquilizan mi alma.

—Ya tengo un billete de Alsa para el fin de semana que viene —respondo—. Mi casa está un poco alejada de la ciudad, en el campo, y tenemos allí tres perros, son Golden retriever... Lo echo mucho de menos, la verdad.

—Tengo que confesar que me dan mucho miedo los perros —dice.

Le miro con asombro.

—Son la cosa más bonita del mundo. Y jamás me fiaría de una persona a la que le dieran asco los animales —digo con audacia.

—No, asco jamás. Yo tenía un perro y lo adoraba, pero el resto me daban un poco de miedo.

Echo a reír. Entonces, pues aparece una criatura de cuatro patas enorme, de color negro. Un preciosísimo labrador negro que ha salido a primera hora de la mañana a hacer sus necesidades en la calle. Rafa, el traumatólogo, contiene el aliento y observa con cautela al animal, que se ha detenido frente a nosotros y nos mira mientras mueve el rabo animadamente.

De fondo se escucha la voz del dueño llamándolo, pero el labrador no hace caso ninguno y se limita a llevar sus bonitos ojos ámbar de un lado a otro, analizándonos a los dos.

Estiro una mano y la coloco bajo su mandíbula. Le rasco con suavidad y el animal se sienta.

—Muy bien, eres un buen perro —le digo—. Ahora dame la patita.

Pongo mi mano con la palma hacia arriba y una pata peluda se eleva y apoya sus almohadillas sobre mi piel.

—¡Muy bien! —digo.

Le acaricio detrás de las orejas.

—¿Quieres tocarle? Te prometo que no te hará nada —le digo a Rafa.

Percibo como respira profundamente mientras mira al peludo con desconfianza. Pero, finalmente alarga el brazo y le acaricia el lomo, a lo que el perro responde con un lametón.

Noto como él se relaja rápidamente y comienza a acariciar el bonito pelaje negro con más libertad.

—Vale, buen chico —le dice.

Finalmente, la criatura de cuatro patas se da media vuelta y desaparece tras su dueño.

Cuando me quiero dar cuenta, no queda nada de pizza. Entre Rafa y yo hemos arrasado. Miro el reloj: las cinco y media. Sin embargo la conversación no cesa en ningún momento. Él ríe, me cuenta chistes absurdos y me saca carcajadas. A ratos me pregunto qué hacemos los dos solos en un parque cuando a duras penas nos conocemos y con el agravante de trabajar en el mismo hospital siendo yo residente y él adjunto. Por cierto, ¿cuántos años tendrá? ¿y si tiene pareja? ¿y si tiene hijos? ¿Y si es gay y sólo quiere ser mi amigo?

Pero las preguntas se van deshaciendo en mi mente como el queso se derrite en el horno sobre la lasaña —sin gluten—.

—Oye, pequeña PICC, ya son las siete y media, ¿quieres probar esa cafetería para celíacos?

Me sonríe de esa forma tan magnética. Su acento canario aún me tiene fascinada. Bien, y además tengo hambre.

—Me parece una idea perfecta pero a lo mejor es pronto para que esté abierta un sábado, ¿no crees? —respondo.

Sus ojos negros pierden un poco de brillo. Me sostiene la mirada y veo como, sin querer, se pierde en mis labios. Un escalofrío me recorre de arriba a abajo.

—Sí, es verdad... —dice al tiempo que deja escapar un suspiro—. Me apetecía pasar un rato más contigo, eres muy agradable, ¿sabes? Hacía mucho que no me relajaba tanto.

Sin querer, desvío mis ojos hacia el suelo en un gesto de timidez. Me pregunto si me habré puesto roja. Nos levantamos del banco y cargamos con las cajas de las pizzas hasta un contenedor de cartón y las reciclamos.

—Yo también me lo he pasado muy bien —le digo en voz baja—. Pero tal vez sea hora de volver, aún no me he terminado de recuperar de la guardia mortal.

—¿Vives cerca de aquí? La verdad, preferiría acompañarte hasta tu casa, no hay mucha gente en la calle y un catéter venoso central a estas horas por aquí es un peligro.

Al igual que en las últimas horas, me saca nuevamente otra sonrisa.

—Creo que estamos a diez minutos andando. Nos hemos alejado bastante de la discoteca... Espera que miro el Google Maps... Ya te he dicho que no conozco bien Madrid... Y además, me oriento fatal —he empezado a hablar a trompicones y demasiado rápido.

¿Por qué estoy nerviosa de repente? Sólo me va a acompañar. De ninguna manera le voy a invitar a subir. Además está Clara en casa... Y, no.

—Gire a la derecha, diríjase hacia el Noroeste —indica la señora de Google.

Rafa se ríe.

—Tienes cara de no saber dónde está el Noroeste —me dice.

—De momento no tengo una brújula en el hipotálamo, ¿sabes? —le contesto, sarcástica.

Giro el teléfono, a ver si consigo colocar la flechita del maldito Maps.

—Vale, creo que es por ahí —señalo hacia una de las calles que se abren ante nosotros.

Mientras caminamos, el silencio nos devora. Pero no es un silencio incómodo, en absoluto. Se trata de un momento de paz compartido. Nuestros pasos son lentos y la zancada mediana. Los coches de los primeros madrugadores del sábado circulan y en las nubes aparecen los reflejos pastel que anuncian la salida del sol.

—Ahora que vas a empezar a trabajar en el hospital, ¿harás guardias? —pregunto—. Quizá nos encontremos a la hora de cenar algún día —bromeo.

Pero no es una broma, ya que la idea de despedirme de él en pocos minutos me genera un pelín de angustia. ¿Y si no le vuelvo a ver? ¿Y si no me pide el teléfono? Podría pedírselo yo.

Ay, pero me da mucha vergüenza. Maldita timidez la mía.

—Probablemente no, a no ser que haya alguna situación excepcional —responde misterioso.

Veo mi edificio, que se erige ante mí anunciando el fin de la cita improvisada. Noto mi corazón ligeramente arrítmico mientras mi respiración se acelera. Es hora de despedirse.

Me detengo.

—Es aquí —anuncio.

Rafa mira la gran puerta de madera que da entrada al portal, después me mira a mí.

—Bueno, Helena con ache, ha sido un placer.

Le miro a los ojos y luego miro al suelo, vuelvo a mirarle y de nuevo me pongo a observar los adoquines. ¿Qué me pasa?

De pronto noto un dedo bajo mi barbilla que se desplaza hacia mis pómulos. Es una sutil caricia que dura a penas tres segundos y me obliga a levantar la cabeza y a mirar esos ojos rasgados enormes de mirada profunda que brillan con el reflejo de cualquier luz, por débil que ésta sea.

—Nos veremos pronto, pequeña PICC. Anda, entra. Esperaré a que se cierre la puerta —me dice.

Le sonrío.

—Gracias por acompañarme —digo a modo de despedida.

Estira su mano y roza las yemas de mis dedos. Disfruto del contacto pero me asusto, me aparto y me voy. Entro en el portal y cierro detrás de mí.

Aún noto el cosquilleo en mis manos.


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