Capítulo 1


Me llamo Helena, soy médico residente de primer año de hematología en un hospital grande, en una ciudad grande. Son las siete de la mañana y llevo trabajando desde ayer a las nueve (sí, de la mañana). Sí, haz cuentas: veintidós horas. Ojo, que he parado una hora para comer y media para cenar. Mis compañeros dicen que esto no es lo normal. Que lo lógico es irse a dormir sobre las cuatro o cinco de la madrugada pero que hoy ha sido una noche infernal y que todos los astros se han conjugado para que la mitad de la población de mi zona sanitaria tenga diarrea, mocos, escozor al orinar y urticaria. Ah y borrachos.

Llevo solo tres meses de residencia a mis espaldas, así que mi experiencia es, aún, un poco escasa. Y hoy estoy en la zona de las consultas donde nos pasan a los pacientes de "menor gravedad" (a veces viene alguien con apendicitis para alegrarte la noche).

—Helena, hay uno por ver —me dice mi residente mayor, la R4 (residente de cuarto año) de medicina interna.

Ella está liada con un par de pacientes que han venido por una gastroenteritis y una infección de orina.

Miro el "Selene", nuestro programa guay para ver pacientes, pedir analíticas, escribir historias clínicas, pedir interconsultas, tacs, resonancias y mierdas varias.

Actualizo la lista de pacientes de urgencias. Veo uno que no tiene médico asignado. Ahí está mi próxima víctima. Lo llamo víctima, porque creo que, sea lo que sea lo que entre por la puerta es probable que actualmente goce de un estado de salud mejor que el mío, y en estas condiciones me atrevería a afirmar que hasta va a saber más de medicina que yo.

Abro su historial y leo la notita que me ha dejado escrita, con todo su cariño, la enfermera del triaje: "refiere brote de celiaquía". Se llama María, tiene 23 años.

"Puto juramento hipocrático de mierda", pienso al instante. Normalmente no soy tan mal hablada (ni tan mal pensada) pero la irritabilidad acompaña al cansancio como el mango a la sartén.

Cojo el teléfono y marco la tecla de la megafonía para que me oigan todos los que estén despiertos a las 7 am de este maravilloso jueves interminable. Bueno, viernes... Ya es viernes.

—María San Benito, consulta 3.

María San Benito abre la puerta y se sienta en la silla, acompañada por un novio somnoliento que la mira con cara de susto. Parece una chica normal. Tiene los ojos saltones, la cara llena de pecas y el pelo limpio (no como el mío, que después de semejante guardia se puede freír, perfectamente, un huevo en mi cabeza).

—Ay qué mal me encuentro, he cagado al menos veinte veces ya.

—¿Alérgica a algún medicamento? —corto por lo sano.

Mira hacia los lados, sobresaltada.

—No, que yo sepa.

Dios, habré oído el "que yo sepa" como unas cincuenta veces hoy. Contengo un gruñido.

—¿Fumas, bebes, drogas?

—No, nada de eso.

—¿Operada de algo? ¿Antecedentes importantes? ¿Tomas algún medicamento habitualmente? —pregunto de carrerilla.

—Soy celíaca. Ah y tomo anticonceptivos.

—¿Y qué es lo que te pasa? —pregunto dejando traslucir, sin querer, el mal humor y el agotamiento que me consumen.

—Pues que he tenido un brote de celiaquía, llevo con diarrea desde las cinco de la mañana.

—¿Has comido algo con gluten? —pregunto, muy poco convencida.

—Que yo sepa no.

—¿Fiebre?

—Sí, treinta y ocho.

—¿Náuseas?

—Sí, he vomitado una vez.

Me recuesto hacia atrás en la silla y miro a María, la celíaca. Ella me observa compungida. Tiene la piel sonrosada y tersa, ni una ojera. La verdad, no me extraña que se apellide San Benito.

—María —digo con la voz rota.

—¿Sí?

El novio nos mira alternativamente, pensando que va a presenciar un discurso al estilo del mismísimo doctor House.

—¿No crees que tienes una gastroenteritis?

—Pues... Puede ser. Pero hay que descartarlo todo, ¿no?

—No. Toma, el informe de alta. Toma primperan si tienes náuseas, dieta blanda sin gluten en tu caso y bebe suero oral de la farmacia.

—Aquarius mejor.

—Aquarius no, que tiene azúcar y es peor. El azúcar te provocará más diarrea.

—Es que el suero oral está asqueroso.

—Pues haz lo que quieras, en una semana estarás como nueva. Que vaya bien.

María de pronto rompe a llorar. La miro, incrédula. Todos sabemos que la gastroenteritis es dura pero no te va a llevar por delante.

—¿Cuál es el problema, María? —pregunto con todo el tacto que mi alma desgarrada por el sueño me permite.

—No sabes lo duro que es ser celíaca y que nadie te comprenda —dice haciendo aspavientos.

Pierdo de golpe todo el tacto, sensibilidad y cualquier virtud humana que quedase dentro de mí.

—Pues mira por donde, sí lo sé.

—¿Ah, sí? —pregunta ella poniéndose a la defensiva—. Tú habrás estudiado mucho, pero la que lo sufre soy yo.

—¿Sabes quién sufre? Yo. Que también soy celíaca, y aquí estoy, sin saber si quedará algo sin gluten en la cafetería que pueda llevarme a la boca para desayunar.

María se calla y desvía su mirada hacia el suelo. He debido de sonar muy enfadada.

—Muchas gracias, doctora —dice su novio—. Ya nos vamos.

Los observo mientras abandonan la consulta.

Cuando se marcha, entro a ver a mi residente mayor y la encuentro discutiendo acaloradamente con alguien por teléfono. Cuelga bruscamente.

—El radiólogo me ha dicho que el TAC cerebral de la señora de ochenta años lo van a informar los del siguiente turno así que no voy a poder darla de alta. Lleva aquí ya tres horas... Dios —dice apretando los puños.

La pobre Blanca está tan cansada como yo. En las guardias así, lo mejor que puede pasar es que el reloj avance hasta el final del turno.

Veinticuatro horas son demasiadas cuando no se puede dormir. Como diría Juan Luis Guerra: es muy duro cruzar el Niágara en bicicleta.

***

Antes de desayunar voy al vestuario a recoger mi ropa y deshacerme del mugroso pijama verde que carga con el sudor y la ansiedad de una jornada agotadora. Lo intercambio por mis vaqueros gastados y mi camiseta gris de tirantes. Después me pongo un fino jersey, también gris, y me acerco al espejo, que me devuelve la imagen de una Helena que parece diez años mayor, por lo menos. Mis ojos marrones, quizá demasiado grandes para mis facciones tan finas, están cercados por unas profundas ojeras que tardarán un par de días en desaparecer del todo. Hay una arruguita en la frente que también se marca más después de las guardias. Me recojo mi melena larga y castaña en una coleta alta para disimular su mal aspecto y después echo el pijama en una de las cestas donde se vierte la ropa sucia. Cierro mi taquilla con llave y con mi bolso a cuestas, camino hacia la cafetería, que se encuentra en la primera planta.

Allí, cojo una bandeja y me pongo a la cola. Hay mucha gente que ya ha venido a buscar su café de antes ponerse a trabajar, veo multitudes de batas y pijamas. Fonendos y zuecos. Me ruge el estómago. Fijo mi mirada en las tostas de tomate con jamón que nos ofrecen al principio del bufet, pero que no cubre el desayuno que te paga el hospital tras la guardia y que tampoco puedo comer puesto que mi celiaquía me acompaña a todas partes.

Despacio, voy a avanzando y el camarero me pregunta.

—Té, por favor —pido con un hilo de voz.

Coloco la taza en la bandeja y avanzo hacia la caja registradora, donde a un lado, sobre una especie de cajón de madera están las cuatro cosas sin gluten que hay para los pobres diablos como nosotros.

Entonces compruebo con horror que no hay nada.

—Perdón —le digo a la mujer que atiende la caja—. ¿No os queda nada sin gluten?

—Uy, no. Hoy se ha acabado muy rápido.

Maldigo mi mala suerte. Esto me pasa por llegar tarde a desayunar. ¿Cuánto personal sanitario puede ser celíaco? Encima no llevo ni un duro encima y me he dejado la cartera en casa.

—Puede coger una pieza fruta —dice ella con indiferencia—. Pero tendría que abonarla, no lo cubre el hospital —añade.

La miro como si fuera la persona más malvada de la Tierra. Tengo tanta hambre, estoy tan cansada, mareada... Me encojo de hombros.

—Da igual, llevaré solo el té —digo, con pocas ganas de pelear.

—Sólo cuesta un euro, querida —me dice con una sonrisa.

—No llevo nada encima, olvidé la cartera en casa —respondo con la voz arrastrada mientras deslizo mi tarjeta identificativa por el dispositivo que cobra los menús de las guardias.

La celiaquía es cosa mía, al final. Y el despiste de ir sin dinero, también es mi culpa. Me llevo mi ridícula bandeja hacia una de las mesas, una de las que está vacía y algo alejada de la gente. Hoy no me apetece desayunar acompañada.

Me siento y miro mi té. Le echo azúcar, así no moriré de inanición. Remuevo el agua hirviente y humeante de la taza durante varios minutos. Por lo que quema la taza, el té tardará en alcanzar la temperatura adecuada para podérmelo llevar a la boca sin que me salgan ampollas en la lengua.

Al levantar la vista de la taza me sobresalto, dando un respingo. Un hombre se ha sentado frente a mí y se ríe de mi susto.

—Perdóname, no quería fastidiarte —dice.

Lo miro con desconfianza, no sé quién es. No lleva la bata puesta ni un pijama. Me llama la atención su corbata y su camisa azul perfectamente planchada. Tiene la piel bronceada y los ojos muy oscuros y rasgados, de tal manera que su mirada me perturba momentáneamente.

—¿Quién eres? —pregunto.

En cualquier otro momento, habiendo dormido algo y con menos sensación de paliza en el cuerpo, habría sido más educada.

—Madre mía, has tenido una guardia horrible —dice él—. Soy un adjunto nuevo en el hospital y no conozco a nadie, es mi primer día. Bueno, sólo he venido para darte esto.

Deposita con suavidad un plátano y una manzana sobre mi bandeja. Me sonríe otra vez.

—Creo que podrían haberse estirado un poco, la verdad. Son un poco tacaños aquí —dice.

Reconozco ese acento. Es canario. Al final me saca una sonrisa.

—Muchas gracias —respondo—. Lo siento, he sido muy brusca, perdóndame, de verdad. No he dormido nada y tengo los nervios de punta. Dime cuánto te ha costado y mañana te lo pago, por favor. No me tienes que invitar —hablo de carrerilla, muy acelerada.

Se ríe con fuerza.

—Si me dejas desayunar aquí contigo, me vale.

—Bueno, como quieras, aunque no soy muy buena compañía ahora —reconozco en voz alta.

El hombre misterioso de la corbata se sienta frente a mí y veo como con sus manos grandes y fuertes le echa dos sobres de azúcar a su café.

—La peor guardia que yo he tenido jamás fue de residente, cuando era R1 —me empieza a contar.

Su voz es muy grave y algo rasgada, pero su acento le quita seriedad y le aporta un toque muy interesante. Lo observo con interés.

—¿Y qué pasó? —pregunto con curiosidad antes de darle un mordisco a la manzana.

—Tuvimos dos bajas: un compañero con diarrea y a una residente mayor se le murió su madre durante el turno, y se tuvo que marchar. Nos quedamos dos residentes pequeños solos mientras atendían un tráfico que acababa de llegar y hubo una parada de una señora de cincuenta años en las camas que teníamos a nuestro cargo.

Me atraganto con la manzana. Empiezo a toser.

—¿Y entonces? —pregunto recuperando esa ansiedad que creía haber dejado atrás al quitarme el pijama.

—La señora se murió, no había forma de evitarlo, una disección aórtica.

Asiento despacio. Como se te parta la aorta en dos, da igual. Estás acabado.

—Vaya —respondo y después, guardo silencio sin saber qué decir.

—¿De qué especialidad eres? —me pregunta entonces.

Vuelvo a mirarlo a los ojos, me cuesta mantener esa mirada tan profunda. Nunca había visto unos iris tan, tan, oscuros.

—Soy la R1 de hemato —contesto—. ¿Y tú?

—¿Hematología? —pregunta él elevando las cejas—. Es una bonita especialidad.

Asiento con la cabeza mientras le doy un sorbo al té. Entonces, el misterioso hombre de la corbata se levanta de la silla.

—Bueno, ha sido un placer —sonríe—. Espero que puedas descansar.

Saluda con una mano y lo veo caminar sorteando las mesas llenas de gente hacia la salida de la cafetería. Lo hace a paso ligero y, justo antes de desaparecer, se gira y me mira. Distingo que me dice adiós nuevamente con un gesto. Sonrío.

Me pregunto si lo habré espantado con algo, la conversación parecía entretenida y él parecía tener ganas de hablar. Bueno, decido no darle más vueltas al asunto, cuando salgo de guardia, con tantas horas sin dormir, percibo el mundo de otra manera, como si todas las hormonas de mi cuerpo se hubiesen acumulado en mi cerebro, volviéndome un ser especialmente sensible e irritable.

Me levanto de la mesa, cojo mi mochila y me voy.

Es hora de dormir.


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Bueno queridas, primer capítulo de mi nueva historia, espero que os guste!!!


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